martes, 10 de diciembre de 2013

1º de Bachillerato: Hegel y los juegos de cartas

   

   Aunque Hegel es uno de los grandes pensadores de la historia occidental, y siempre ha sido considerado como el modelo de individuo racional, frío y obsesionado por la lógica dialéctica -de hecho, sus compañeros del Stift tubingés le apodaban "el viejo"-, lo cierto es que, en lo que se refiere a su vida personal, debió ser un sujeto bastante accesible. Parece que, desde muy joven, Hegel se deleitaba con juegos de cartas, y hasta llegó a escribir algunas observaciones sobre estos juegos en la época en que residía en Francfort, en las que indicaba que, para ser un buen jugador, se requieren inteligencia y pasión. 


   "La afición a las cartas -dice- es un rasgo característico de nuestro tiempo. Entendimiento y pasión son las propiedades del alma que intervienen ahí. El entendimiento escoge las reglas y a cada paso las está aplicando como discernimiento. De ahí que gente de profundo talento y brillante imaginación sea con frecuencia mal jugador, no sólo porque no se pueda interesar en el juego, sino porque como pasa muchas veces, su juicio no esté tan acostumbrado a aplicar reglas en la vida diaria. La pasión es lo que más interesante hace el juego. Para el jugador frío que a la vez no juega por codicia, las cartas tienen interés sobre todo como ejercicio del entendimiento y del discernimiento. Pero fuera de este caso y el juego por dinero, es la oscilación de la pasión entre el miedo y la esperanza lo que ha generalizado el juego de las cartas: espíritu incompatible con esa paz de ánimo, que tiene en sí algo noble y rezuma de todas las obras griegas incluso en plena pasión (mientras el hombre sigue siendo hombre y no es flagelado por una divinidad).

   "Este estado de espíritu apasionado, inquieto es característico de nuestro tiempo y también el juego de cartas le debe su expansión. Lo mismo que el interés de la pasión, tampoco en la actividad concomitante del entendimiento -o incluso cuando el jugador sólo usa de éste- hay ni un granito de razón. Así que nada llama tanto la atención en un juego, por lo demás inocente, como el que en él se nombre tanto a Dios. Ciertamente atribuimos en general a la Providencia incluso las cosas más pequeñas, sobre todo las que nos parecen casuales (y además en juegos de azar pasa mucho que la suerte de un hombre no malo, quizás sólo seducido, y la de su familia dependa de unas cartas). Y sin embargo nos asombramos de que nos sea recordado." (G.W.F. Hegel, 1798)


   Otras de sus pasiones fue el ajedrez, que, según decía, es un “educador del raciocinio”. Al igual que Kant, disfrutaba mucho jugando alguna partida con sus amigos, discípulos y conocidos. Pero, según dicen, no le gustaba perder las partidas, y en algunas ocasiones tenía arrebatos de ira y violencia, al encontrar un jugador más experto que él, que, quizás, se creía una encarnación de la Razón Absoluta. 

   No obstante, el enojo le duraba poco, y para calmarse solía cultivar la buena mesa y, sobre todo, el buen vino (“El vino fue siempre un gran aliado de la filosofía", dicen que dijo).
   Y también fumaba lo suyo (como casi todo el mundo, hasta hace muy poco tiempo); incluso algunos malintencionados dicen que fumaba algo más que tabaco, para entrar en contacto con lo Absoluto. Uno de sus amigos íntimos cuenta que en una oportunidad “se había generado el gran problema respecto de si él tenía el hábito de fumar, y se resolvió el enigma argumentando que una vez, mientras se encontraba con amigos, había ido a la cocina a encenderse una pipa de terracota (arcilla modelada y endurecida al horno)”. Cosas de genios.
   Quizás, la mejor caracterización de Hegel nos la da el poeta Heine, que le conoció y estudió con él. En su libro Alemania, describe a su profesor, que, al parecer, se sentaba a dar su lección, y miraba inquieto a derecha e izquierda, "temeroso de que alguien lo entendiera". Según parece, cierto día, en la Universidad de Berlín, contemplaba el joven Heine desde una ventana el paisaje nocturno. Mientras estaba sumergido en la ensoñación que le procuraba esa magnífica noche estrellada, se acercó Hegel. Expresando su propia emoción poética, Heine exclamó que las estrellas eran las "mansiones de los bienaventurados". Hegel carraspeó, y clavó en él la mirada de sus ojos azules, espetándole secamente: "Las estrellas no son más que la luminosa lepra del cielo". Heine no se desanimó, y le dijo que él creía en la existencia de un "lugar" celestial donde iban las almas de aquellos que habían hecho el bien esn este mundo. Y Hegel le contestó, tajante: "¡Ajá!, ¿con que el señor aspira a que se le dé allá arriba una propina en premio de haber cuidado a su madre enferma, no haber asesinado a su hermano". Y se marchó tan circunspecto como había llegado.
   Enigmáticas palabras. Como enigmáticas fueron sus últimas declaraciones, en su lecho de muerte. Dijo: "Un solo hombre me ha comprendido; y un momento después añadió: "Y ni aún éste ha comprendido". Ahí va eso.

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