LA
FILOSOFÍA EN EL CINE DE WOODY ALLEN
“La vida se divide en horrorosa y miserable”
(W. Allen, Annie
Hall)
“Aprovecha todo el amor que puedas dar o recibir, toda
la felicidad que
puedas birlar o brindar, cualquier medida de gracia
pasajera…”
(W. Allen, Si la
cosa funciona…)
Woody Allen no es un filósofo, ni nunca ha pretendido
serlo. Él es un humorista genial, ni
más ni menos. De hecho, su posición de partida frente a la filosofía, como ante
tantas otras manifestaciones culturales, es de burla. No hay más que leer su breve y grotesco ensayo titulado Mi filosofía[1], para darse cuenta de que
tanto la especulación filosófica como las grandes figuras de esta disciplina
son para él una parte más de esa cultura con la que hay que acabar de una vez
por todas. En este texto hilarante se alude al carácter incomprensible del
lenguaje utilizado por los filósofos, y a lo abstruso e insoluble de los
problemas con los que estos se enfrentan: el conocimiento, el universo, la existencia
de Dios, la inmortalidad del alma, el ser, lo bello, lo justo, la muerte, la
nada… Se trata de cuestiones tan inextricables, que el propio Woody se propone
resolverlas por sí mismo (si todos los grandes pensadores han fracasado frente
a ellas, ¿por qué no podría intentar afrontarlas cualquiera?), y nos dice cómo
se propuso escribir un tratado metafísico, que completó en solamente dos tardes,
dándole tiempo, incluso, para echarse una siesta.
La befa hacia la filosofía alcanza su punto más intenso
en Así comió Zaratustra[2],
escrito en el que Allen se mofa de la reivindicación del cuerpo llevada a cabo
por Nietzsche, adjudicándole la invención de una dieta absolutamente demencial,
solo apta para superhombres, cuya fuerza espiritual dependería de su capacidad
para asimilar todo tipo de nutrientes estrambóticos. La lectura de ambos textos
arroja un resultado muy claro: el pensamiento filosófico, sea metafísico o
antimetafísico resulta totalmente inútil: no aclara nada.
Algo parecido encontramos en esa genial parodia de la
gran novelística rusa que es La última
noche de Boris Grushenko (Love and
death, 1975), en la que los diálogos filosóficos entre Boris (Allen) y su
prima Sonja (Diane Keaton) alcanzan cotas de enrevesamiento tan absurdo como
divertido; y lo mismo le sucede al personaje de Abe Lucas (Joachim Phoenix), el
patético profesor de filosofía que aparece en Irrational man (2015), quien, mientras habla con tono
grandilocuente en sus clases de Kant, no duda en saltarse el imperativo
categórico del filósofo teutón ―mandato moral que ordena, como es sabido,
utilizar siempre a las personas como fines y nunca como simples medios―, para
acabar con la vida de un juez (ciertamente despreciable), pensando que es el
mejor medio para alcanzar lo que él entiende por un buen fin: ayudar a una mujer
que está siendo victima de una interpretación torticera de la ley por parte del
magistrado. Este filósofo, que debería regirse por la razón, pero que en lugar
de ello se ve manejado por impulsos insensatos, es el mejor ejemplo del fiasco
que parece suponer para Allen la filosofía en su conjunto.
La conclusión a la que podríamos llegar, después de lo
dicho, es que para Allen la filosofía es una simple palabrería vacía, un
artificio intelectual, que no puede ser tomado en serio, y que, en todo caso,
puede servir para dar pábulo a chistes ingeniosos y parodias hilarantes.
Como ha señalado Ramón Luque, el ataque que dirige Woody
Allen contra la filosofía se enmarca, en realidad, en un contexto más amplio:
el de su crítica a los intelectuales en general. En sus películas, Allen suele
burlarse de “la superficialidad de los ‘profesionales de la cultura’, que, bajo
su verborrea, sus citas y pedantes diálogos, esconden en realidad sus neurosis
y su desamparo existencial”[3]. Uno de los mejores
ejemplos de esta crítica a la filosofía como esperpento, es el que nos presenta
Allen en La comedia sexual de una noche
de verano (A Midsummer Night’s Sex
Comedy, 1992) en la figura del profesor Leopold Sturgis, el cual, tras
criticar duramente las debilidades de los filósofos metafísicos, expone una
suerte de grotesco neopositivismo cientificista, del que se vale para negar la
existencia del mundo de los espíritus, ¡y luego muere durante la realización
del acto sexual, convirtiéndose él mismo en un espíritu![4]
Sin embargo, aquellos que se apresuren a deducir que la
filosofía es para Allen un bavardage
vacío, a partir de la demoledora crítica a la filosofía “profesional” que realiza
por el cineasta estadounidense, quizás hayan ido demasiado lejos. Porque, como
voy a esforzarme en demostrar en este breve artículo, hay, sin duda, una reflexión filosófica en las películas
del realizador neoyorquino, si bien se trata de una reflexión que, precisamente
por ser anti-académica, podría ser más
profunda que muchas de las habituales disquisiciones abstractas que pasan
por ser filosofía.
Desde luego, lo que Allen parece querer decirnos a través
de sus películas es que el abuso de la inteligencia, o una actitud
excesivamente racionalista ―que, por lo demás, comparten tanto la filosofía
como la ciencia―, no pueden abordar ni resolver los grandes problemas
filosóficos a los que se enfrenta el ser humano, y que tal exceso de
racionalidad desemboca necesariamente en el escepticismo[5]. Parafraseando a
Nietzsche, podríamos decir que para Allen la filosofía y la ciencia (y por
extensión, la cultura) son “ídolos” que hay que destruir, porque se han probado
incapaces de sustituir a la religión a la hora de dotar de sentido último a la
existencia del ser humano[6]. Atacando la figura del
intelectual en general y del filósofo en particular, Allen “pone en cuestión el
propio valor del conocimiento”[7]. Nietzscheano, al menos en
este punto, Allen considera que el conocimiento no nos conduce a la felicidad
(como habían sostenido Sócrates y Platón), sino al sufrimiento y a la
fragmentación del sujeto[8]. Por tanto, no es que
Allen considere que la cultura no vale para nada, sino que, simplemente, ataca
cierto tipo de cultura, que no es auténtica, y que se sustenta en vacíos
formulismos. Como dice Ramón Luque: “no se trata de que Allen sea un
anti-intelectual. Más bien, lo que sucede es que no confía solo en la razón
para solucionar problemas”[9].
¿Estaría, entonces, la respuesta a los dilemas que
angustian al ser humano en la ignorancia y en asumir una vida alejada del
pensamiento y ajena a cualquier interés intelectual? En absoluto. Es cierto que
en Manhattan (1979), aparece una
pareja de individuos de los que se dice que son “felices” porque no terriblemente
simples e ignorantes, pero la imagen que se nos ofrece de estos dos
descerebrados es francamente ridícula. Con ella, Allen parece sugerirnos que,
efectivamente, el saber por sí solo no aporta felicidad, pero la paz que
proporciona una vida carente de referentes intelectuales puede ser adecuada
para un bóvido, pero nunca apetecible para un ser humano que merezca
considerarse tal.
Para el director de Brooklyn, es patente que el intelecto
se muestra impotente para esclarecer las cuestiones esenciales de la vida ―como
dice el personaje de Mickey (Allen) en Hannah
y sus hermanas (Hannah and Her Sisters,
1986): “Todos los grandes genios han escrito millones de libros sobre todos los
temas imaginables, y, a fin de cuentas, ni uno de ellos sabe más sobre los
grandes problemas de la vida que yo”[10]―; y también es verdad que
“por muy complicado que sea el sistema filosófico que [uno pueda] desarrollar,
al final resulta incompleto”[11], pero en este asunto
tampoco le va mucho mejor a la religión o al arte, porque la vida es ilógica e irracional y está regida por lo que
Pascal llamaba “razones del corazón”, ajenas al entendimiento, o por el más
absurdo azar, que a veces deja impune al criminal (Match point, 2005) mientras que otras lo castiga (Irrational man), sin atender a razón
suficiente alguna.
El azar o caos ―llamémoslo
como queramos―
no es para Allen algo que se limite al corazón humano, sino que se extiende a todo el universo, un universo que Allen
describe en Si la cosa funciona… (Whatever Works, 2009), o en Magia a la luz de la luna (Magic in the Moonlight,
2014) como oscuro, violento e indiferente, y que se encuentra recorrido por una
suerte de entropía o desorden creciente. En este punto, Allen conecta,
seguramente sin saberlo, con la “filosofía entrópica” de autores como Philipp
Mainländer, Manlio Sgalambro o Quentin Meillassoux, para quienes el cosmos está
regido, bien por la ineludible 2ª ley de la termodinámica, que lo aboca a la
destrucción (Mainländer, Sgalambro), bien por una contingencia total
(Meillassoux).
Partiendo de esta filosofía deletérea, Allen se muestra convencido
de que todo, incluso las más sublimes obras de la filosofía, el arte, la
literatura y la música, está condenado a una absoluta extinción[12]:
“Dentro de no mucho tiempo, el Sol se consumirá y el
universo entero se esfumará”.
“Nada
sobrevive. Es como una colonoscopia. Te desmayas en un instante, y ya no tienes
ni idea de lo que pasa después. Habrá un momento en que no haya obras de
Shakespeare o películas de Marilyn Monroe, porque ya no habrá planeta tierra ni
habrá gente”[13].
Así pues, el universo, y con él el ser humano, están
destinados a la decadencia, la muerte y la nada, con lo que la vida humana pierde todo su sentido (porque
sentido implica, en principio, tener una “razón para vivir”), y se ve abocada al
más completo nihilismo, es decir, al derrumbamiento de todos los valores
religiosos, éticos y estéticos que orientan la acción humana[14].
Es la consecuencia obvia ―también lo había pronosticado
Nietzsche― de la “muerte de Dios”, víctima de esa misma razón, impotente para
dar sentido a la existencia, pero suficientemente poderosa como para acabar con
ese ser, supuestamente todopoderoso, pero en el fondo ínfimo, que es Dios
(Sgalambro dixit)[15]. Porque Allen no cree en
la existencia de Dios (aunque luego matizaremos el alcance de esta
“incredulidad”), y una vez que la Persona Divina hace mutis por el foro, el
propósito de la existencia humana se hace indescifrable: las cuestiones
decisivas no pueden resolverse y la muerte
es lo único cierto:
“Yo no soy creyente,
quizás porque tengo una visión muy realista de las cosas; lo que ves es lo que
hay. (…) Tienes que ser consciente de que estamos condenados a muerte desde que
nacemos, vivimos en un mundo sin sentido alguno. Las grandes cuestiones que nos
dominan no tienen respuesta (…): por qué estamos aquí, por qué tenemos que
envejecer, por qué tenemos que morir, qué significa la vida. Por ello la vida
es algo tan trágico. (…)”[16].
Conviene entender bien este punto: la falta de certeza se
extiende para Woody Allen a todo, incluso
a la existencia o inexistencia de Dios. Efectivamente, él no sostiene que Dios
no existe (lo que, en cierto sentido, resultaría “reconfortante”), sino que no
existen razones para creer en Él, pero tampoco para negar taxativamente que
exista. En este sentido, la posición del cineasta podría calificarse de agnosticismo pesimista, más que de
“existencialista” (filosofía con la que suele identificársele habitualmente),
puesto que el existencialismo es ateo.
Igual que Kant, Allen considera que nuestra razón (teórica) no puede demostrar
que Dios existe, ni tampoco que no existe; como mucho, puede aventurar que, aun
en el caso de que Dios existiese, parece indudable que “no ha tenido mucho
éxito” con su creación (La última noche
de Boris Grushenko), pues “ha hecho tan mal las cosas” que la gente debería
unirse contra él “para ponerle una querella” (Todos dicen I loveyou [Everyone
Says I Love You], 1996).
El ser humano está, por consiguiente, solo ante la sinrazón (el caos, el azar), el sufrimiento, la muerte, y la injusticia
de un mundo en el que el crimen no es castigado (o, si lo es, sucede de manera
fortuita, como pasa en Irrational man),
y en el cual ni siquiera queda el consuelo de que el remordimiento corroa con
sus reproches la conciencia del malvado ―Delitos y faltas (Crimes and Misdemeanors, 1989), Match point―, porque no existe
ninguna ley moral dotada de suficiente fuerza para poner coto al poder del mal.
Ante este panorama sombrío y desesperante, ¿qué hacer?
Allen no nos lo dice explícitamente, pero a lo largo de su extensa filmografía
sí aparece un repertorio de posibles
respuestas a la tragedia que supone existir, entre las que tendremos
forzosamente que elegir, porque Woody
comparte la tesis, sostenida primero por Nietzsche, y luego por los
existencialistas franceses (Sartre, Camus), de que, en un mundo del que Dios se
ha ausentado (si es que estuvo alguna vez presente), y en el que no hay
referentes morales, es el individuo
el que deber dar sentido a su vida, decidiendo por sí mismo cómo actuar, sin
esperar apoyo exterior alguno, colmando con sus opciones y actos el vacío de su
existencia. Como dice el profesor Levy en Delitos
y faltas:
“A lo largo de toda
nuestra vida, hemos de enfrentarnos a decisiones angustiosas…, elecciones
morales. Algunas son a gran escala, la mayoría de estas elecciones se centran
en cuestiones menores. Pero todos nosotros nos definimos a través de nuestras
elecciones. Somos, de hecho, la suma total de nuestras elecciones”[17].
Respuesta nº 1:
La primera y más expeditiva elección que puede tomar el sujeto, ante el
mencionado vacío existencial es, evidentemente, suicidarse: puesto que todo se dirige inexorablemente hacia la
muerte, ¿por qué no acelerar el proceso y lanzarse decididamente al encuentro
de la nada? Es lo que insinúa Sonja (Diane Keaton) en La última noche de Boris Grushenko (“Si no hubiera nada, la vida no
tendría significado, ¿por qué seguir viviendo? ¿por qué no suicidarse?”), y lo
que deciden hacer Mickey (Hannah y sus
hermanas) ―aunque fracasa en su intento―, la chica del museo con la que
intenta ligar Allen en Sueños de un
seductor (Play it again, Sam,
1972), e, inexplicablemente, el propio profesor Levy, en Delitos y faltas, quien decide, de repente (según se nos dice, con
una fuerte dosis de humor negro) “salir por la ventana”.
Desde luego, Allen da muestras en varios de sus filmes de
considerar el suicidio como una salida perfectamente practicable ante el
absurdo de un mundo sin Dios, pero también parece pensar que se trata de una
salida demasiado optimista, puesto
que quien se suicida da por sentado que con su acción acaba de una vez por
todas con sus sufrimientos; mas ya hemos visto que no tenemos ninguna razón de
peso para afirmar o negar la existencia o inexistencia del Más Allá, ni de un
hipotético Dios remunerador o castigador, de manera que, sí, es posible que
todo acabe con nuestra muerte, pero también pudiera ser que no fuese así, y que
nos espere tras ella algo aún peor.
Por eso, dice Cliff, uno de los protagonistas de Delitos y faltas, interpretado por Allen: “Mira, yo no sé nada del suicidio. Cuando crecí en Brooklyn,
nadie se suicidaba, ¿sabes? Todos eran demasiado infelices”, como queriéndonos
decir que aquellos desgraciados vecinos de su infancia, abrumados por múltiples
cargas laborales e infinitas preocupaciones, no tenían tiempo suficiente para
aburrirse y pensar en la nulidad de sus vidas, o de algún modo barruntaban que
el suicidio podría aumentar aún más sus sufrimientos, tras dar el paso
irremediable. Por otra parte, suicidarse supone tomar demasiado en serio una
vida que tiene una forma y un fondo absolutamente grotescos, como descubre Mickey
al final de Hannah y sus hermanas, al
entrar en un cine tras su intento frustrado de suicidio, y ver el delirante
final de Sopa de Ganso de los
Hermanos Marx. Al contemplar aquellos tipos ridículos agitarse enloquecidamente
ante la pantalla sin objetivo alguno, Mickey comprende el absurdo de la vida y
lo acepta, después de llevar a cabo el siguiente razonamiento: “teniendo en
cuenta la peor hipótesis: ‘no hay Dios, y solo vivimos una vez’, [lo mejor] es
disfrutar de la vida mientras dura, y no seguir buscando respuestas a preguntas
que no la tienen. [Pero] también [contemplando] la mejor hipótesis [resulta que
] quizá, solo quizá, sí hay Dios y una vida después de la vida, aunque (…) nadie
lo sabe seguro”[18].
Asistir a la comedia de los Marx le permite a Mickey soportar lo absurdo de la
lucha que implica la vida, y darse cuenta de que, incluso en un mundo sin Dios,
uno puede dar sentido a la propia vida.
Suicidarse, en definitiva, no tiene más sentido que
vivir: ambos resultan completamente absurdos, y no existe ningún motivo para
inclinarse más por uno que por otro; el instinto vital, la sangre, nos empuja a
la vida, mientras que la lógica conduce a la depresión y el suicidio [19]. Eros nos impele a vivir, mientras que el Thanatos racional mata: ¿cuál de ambos se equivoca en un mundo
donde, como viene insistiendo Allen, no existen criterios de valor absolutos?
Respuesta nº 2: Las
reflexiones que realiza el personaje de Mickey tras visionar la película de los
Hermanos Marx, podrían conducirnos a pensar que la salida al vacío existencial
se encuentra en el humor (idea que
haría coincidir a W. Allen con el filósofo alemán Julius Bahnsen, quien
concibió el humor como el único modo de afrontar la tragedia que supone la vida
humana[20]). Así, el estudiante
nihilista interpretado por John Cusack en Sombras
y niebla (Shadows and Fog, 1991)
felicita al atribulado Kleinmann (Allen) por su sentido del humor frente a la
muerte: “muy astuto ―le dice―: bromear sin parar hasta que llegue el momento de
la muerte”; y, por su parte, el estrafalario profesor Dobel (Allen) afirma en Todo lo demás (Anything Else, 2003) que “hay más lucidez en un chiste que en la
mayoría de los libros de filosofía”[21].
Sin embargo, es menester andarse también aquí con tiento,
toda vez que nuestro director considera que el dolor puede llegar a ser tan
instructivo como el humor, puesto que en su concepción del universo, igual que
en la de Bahnsen, ambos se implican mutuamente. Este es el motivo por el que
Woody se muestra crítico con el famoso filme clásico Los viajes de Sullivan (Sullivan
Travels, Preston Sturges, 1941), en el que se afirma que la comedia es una
de las formas más nobles de arte, porque ofrece momentos fugaces de alegría y
alivio a los seres humanos aplastados por el sufrimiento y el dolor. Para
Allen, esta película cae en un optimismo injustificado y facilón, pues, ciertamente,
“la risa nos hace olvidar la dura realidad, pero no durante mucho tiempo”[22], ya que el dolor y el sufrimiento son imposibles de
erradicar, y el humor puede ofrecernos tan solo una sensación ilusoria de
libertad.
Respuesta nº 3: Acabamos
de hablar del humor como evasión; pues bien, otra de las respuestas que explora
Woody Allen ante el sinsentido vital es la distracción,
la ilusión, especialmente bajo la
forma del arte (que se basa en la
creación de un mundo apariencias ilusorias).
El concepto de “ilusión” tiene en muchas de las películas
de Allen afinidad con el ámbito del ilusionismo, la magia, e incluso de lo
paranormal (temas que aparecen frecuentemente en sus producciones: La maldición del escorpión de Jade (The Curse of the Jade Scorpion, 2001), Scoop (2006), Magia a la luz de la luna…); pero el esoterismo, igual que la
religión, no ofrece perspectivas viables de solución a los dilemas de la
existencia, por la carencia de certezas de la que adolece: Allen suele reflejar
estos temas de forma paródica o ridiculizándolos, o bien nos pone de manifiesto
que la verdadera magia no reside en los trucos de prestidigitación ni en los
espíritus supuestamente evocados por médiums,
sino en algo tan cercano y profundo como es el amor, fuente de la mayor parte
de las ilusiones que sirven de acicate a nuestras vidas.
Más importante es la distracción que nos ofrecen las
formas ilusorias creadas por el arte, y muy especialmente la propia creación
artística, que sí parece poder dar un sentido eficaz a nuestra vida, al menos a
la del propio Allen. En este punto, el cineasta norteamericano parece atenerse
a los planteamientos expuestos por el antropólogo cultural y premio Pullitzer
Ernest Becker, quien en su libro La
negación de la muerte (1973) ―obsequiado por Alvy Singer (Allen) a Annie
(Diane Keaton) en Annie Hall―,
sostiene que las acciones del ser humano no están guiadas tanto por la libido
sexual como por el temor a la propia muerte, que tratamos de negar
compulsivamente mediante actos de heroísmo y la creación de productos
culturales.
Según Becker, el temor a la muerte que afecta al ser
humano es tan terrible, que nuestra mente lo reprime en el inconsciente, pero
no desaparece, y sigue allí activo, manifestándose a través de formas
sustitutivas, especialmente la creación cultural, en la que se canaliza, a la
vez, la terrorífica conciencia de que tenemos que morir y nuestro anhelo de
inmortalidad. “La idea de la muerte ―dice
Becker―, el miedo que ocasiona,
acosa al animal humano como ninguna otra cosa. Es causa principal de la
actividad humana, diseñada, en su mayor parte, para evitar la fatalidad de la
muerte, para superarla, negando el destino final de la persona”[23]. La muerte, como
contenido reprimido inconsciente, que retorna una y otra vez, obsesivamente, es
la que impulsa la creatividad del artista… como le sucede al propio Allen. Ya
Otto Rank se había dado cuenta (siguiendo a Leopardi y Nietzsche) de que “con
la verdad no podemos vivir. Para poder vivir necesitamos ilusiones (…) como el
arte, la religión, la filosofía, la ciencia y el amor”[24], pues el ser humano
“necesita de un ‘segundo’ mundo, un mundo creado por los humanos, una nueva
realidad que puede vivir, representar y con la que nutrirse. ‘Ilusión’
significa juego creador en el plano más elevado. La ilusión cultural es una
ideología necesaria para justificarse, una dimensión heroica de la propia vida
para el animal simbólico [i. e. el
hombre]. Perder la seguridad de la ilusión cultural heroica es igual a morir”[25].
Estas afirmaciones del antropólogo norteamericano nos
permiten entender la frenética creatividad de la que ha hecho siempre gala
Allen (hasta que las recientes acusaciones de supuestos abusos sexuales le han
puesto cierto freno): como él mismo dice: “la vida es algo tan trágico [que]
hay que negar la realidad para sobrevivir, de lo contrario estás perdido”[26]; y si a la creatividad
artística se le une el humor y la comedia de los que antes hemos hablado,
tendremos la mejor de las “fórmulas ilusorias” para olvidarnos de nuestra
finitud y protegernos del desamparo vital, pensando lo menos posible en la
futilidad de la existencia:
“Hago películas para distraerme, para no pensar en la
muerte. (…) En la vida real todo el mundo se busca una distracción. (…) Tienes
que negar la realidad de la muerte para seguir día a día. Pero yo, incluso con
todas las distracciones de mi trabajo y de mi vida, paso mucho tiempo cara a
cara con mi propia mortalidad”[27].
Con todo, hay que decir que tampoco la ilusión artística
ofrece una solución definitiva al problema del sinsentido, primero, porque,
como ya dijimos antes, las obras culturales son tan perecederas como las vidas
de aquellos que las crearon, y, en segundo lugar, porque, aunque el arte puede
desde luego ayudarnos, "nunca conducirá al ser humano a una vida más plena
y feliz”[28],
como se pone de manifiesto en los tristes finales de La rosa púrpura del Cairo (The
Purple Rose of Cairo, 1985), y Acordes
y desacuerdos (Sweet and lowdown,
1999), o en las amargas reflexiones del atrabiliario artista casado con una de
las hermanas de Hannah. Como dice V. Hösle, el arte, para Allen, “se aproxima
al escapismo, y aunque puede abrir un universo más puro que la realidad, ese
mundo ideal no puede cambiar el mundo real. (…) La representación del arte que
hace Allen es sombría, incluso cuando se trata de arte bueno”[29]. El arte es un bonito
sueño, pero, como dice el filósofo alemán Nicolai Hartmann, no conmueve lo más
mínimo “la dureza de lo real”.
Respuesta nº 4: Los
tres tipos de vida que distinguía Kierkegaard: estética, moral y religiosa, han
quedado invalidados para dar una orientación definitiva a la vida: ni el arte,
ni la ética ni Dios nos prestan gran ayuda cuando pretendemos salir del pozo
sin fondo de la existencia. ¿Nos ofrecerá un asidero, entonces, la ilusión amorosa? Tal como lo interpreta Allen,
Freud sostenía que el verdadero objetivo de la vida humana sería la búsqueda de
la felicidad, identificada con el placer sexual, la satisfacción de la libido. Esto
explica por qué vemos a los personajes de sus películas (sobre todo a él mismo)
constantemente enredados en los complicados vínculos de las relaciones de
pareja. La búsqueda del “amor de nuestra vida” es, quizás, la distracción más
universalmente practicada por todos los seres humanos:
“Lo más importante en la vida es estar distraído. Hay
que buscarse problemas lo suficientemente difíciles de resolver para evitar
estar preocupado por los verdaderos problemas. Los problemas relacionados con
el amor son bastante entretenidos. ¿Me gustará esa mujer? El amor es una forma
de evitar pensar en la vida”[30].
Pero hay que decir que, como distracción, la sexualidad resulta
poco satisfactoria, porque causa muchos más problemas de los que remedia, de
manera que aquel que sigue sus impulsos amorosos y cambia constantemente de
pareja, pensando que con este cambio va a alcanzar la ansiada felicidad, no
tarda en topar con el desengaño o la depresión: ahí están multitud de
personajes allenianos, o el mismo Woody para constatarlo.
*
* *
Si el amor sexual, el arte, la moral, la religión y la
filosofía fracasan a la hora de ofrecernos la respuesta que esperamos para los
interrogantes existenciales que acucian al ser humano, ¿qué nos queda? Bueno,
como dice el personaje de Gabe en Maridos
y mujeres (Husbands and Wives,
1992), “puede que, en el fondo, se trate de no pedirle demasiado a la vida”.
Habiendo
asumido que la vida es ante todo dolor y sufrimiento, parece evidente que afrontar y superar el dolor es lo único que
puede dar sentido a nuestro paso por la existencia; por eso Danny Rose (Allen),
protagonista de Broadway Danny Rose
(1984), afirma: “es importante divertirse un poco, pero también hay que sufrir;
si no, se pierde el significado de la vida”[31]. En el sufrimiento se
encuentra la clave que nos lleva a empatizar con el resto de los mortales,
entenderlos y compadecernos de ellos.
Ahora
podemos entender por qué Woody considera que el exceso de razón puede resultar
peligroso: juzgar solo con el cerebro termina por hacernos escépticos,
distantes, e insensibles al sufrimiento de los demás:
“La
falta de sentido de culpa puede ser peor que el sentimiento de culpa, no solo
para la sociedad, sino para el propio individuo, que con la capacidad de sufrir
pierde también toda relación con la dimensión moral de la vida”[32].
En
palabras, de nuevo, del profesor Levy (Delitos
y faltas): “solo nosotros, con nuestra capacidad de amor, podemos otorgar
significado al universo indiferente”[33]; mas esa capacidad de
amar que Allen reivindica no debe confundirse con la simple sexualidad
freudiana, sino que, aun abarcando esta, alude a un sentimiento más espiritual
y profundo, como el que han entrevisto los poetas[34], pues se traduce en
“hallar la alegría en cosas simples, como la familia, el trabajo, y en [la]
esperanza de que las generaciones futuras comprenderán mejor”[35].
La
clave al enigma de la vida ―como descubre al final de su extravagante periplo
vital Boris Gruschenko― está, por tanto, en vivirla
(“no ser un amargado”, dice Boris), y no hacerla peor de lo que es (Si la cosa funciona). Los verdaderos
valores no puede captarlos el cerebro, sino el corazón, aunque los perciba de
forma fragmentaria y fugaz, o no podamos mantener mucho tiempo la conexión
sentimental con ellos. Los bienes son transitorios, pero los valores no; por
eso, importa, ante todo, huir de la impostura y buscar la autenticidad, sin querer vivir la vida de los otros, como le sucede
a la mayor parte de los personajes de los dramas de A. Chejov, tan admirado e imitado
en sus películas por Allen[36].
En
Manhattan, película en la que la
ciudad de Nueva York se convierte en el prototipo de nuestra decadencia, en el
paradigma de "un tiempo de catástrofes y crueldades sin límites; [donde]
la vida es dura, un nido de serpientes, [en el que] el odio y el racismo [son]
males endémicos de la sociedad, el desarrollo de la humanidad y el progreso
[puras] leyendas urbanas, la condición humana [resulta] imposible de cambiar y
los movimientos políticos y sociales no [pueden] alterar nada", haciendo
que "la humanidad [sigua] atrapada en la misma ciénaga”[37], el protagonista, Ike, confiesa
que lo único que cuenta en medio de este enloquecedor Maelstrom urbano es mantener
nuestra integridad personal, y convencernos de que, como le enseña Tracy, su joven
amante adolescente, “no todo el mundo se corrompe”, y que es necesario “tener
un poco de fe en las personas”. Sí, todo se reduce a tres palabras muy simples
“aceptar, perdonar y amar” (Brodway Danny
Rose). Muerto Dios, y entregada nuestra vida al más absurdo azar, lo importante
es que al menos nuestro corazón no muera, porque es lo único que nos queda para
sobrellevar la existencia.
Al
menos ahora la alternativa que se abre ante nosotros está clara: extraer
fuerzas de la autenticidad, la comprensión hacia los demás y la magia que emana
de esa ilusión que llaman amor, o “salir por la ventana”. Dejados de la mano de
Dios, elegir entre estas dos opciones queda exclusivamente en nuestras manos; pero,
por favor, antes de decidir, no olvidéis que no hay que pedirle mucho a la
vida.
[1] Cf. ALLEN, W., Cuentos sin plumas. Como acabar de una vez
por todas con la cultura. Sin plumas. Perfiles, Tusquets, Barcelona, 2005,
pp. 27-31.
[2] Cf. ALLEN, W., Pura anarquía, Tusquets, Barcelona,
2007, pp. 169-174.
[3] LUQUE, R., En busca de Woody Allen. Sexo, muerte y
cultura en su cine, Ocho y medio, Madrid, 2005, p. 46.
[5] Cf. LUQUE, R., En busca de Woody Allen, op. cit., pp.
14 y 21. En El dormilón (Sleeper, 1973), el protagonista, Miles
Monroe (Allen) dice: “Yo no creo en la ciencia. La ciencia es un callejón
intelectual sin salida… Los científicos son tipos que despanzurran ratas y
disfrutan de becas”.
[6] LYON, D., Posmodernidad, Alianza, Madrid, 1996, p.
23.
[7] LUQUE, R., En busca de Woody Allen, op. cit., p.
34.
[11] ALLEN, W., Delitos y faltas, Tusquets, Barcelona,
2007, p. 112.
[13] GRUESO, N., Woody Allen, el último genio, op. cit., p.
238.
[14] Parece que Woody
Allen se hizo consciente de esta aniquilación radical que afecta a la totalidad
del universo desde su primera infancia: “Allen ha dicho varias veces que su
personalidad empezó a cambiar cuando tenía cinco años: ‘Mi madre siempre decía
que al principio yo era un niño feliz y que cuando cumplí los cinco años más o
menos, algo pasó (…) que me hizo un niño más amargo'. (…) Si hubiese que buscar
una respuesta a este misterio en sus películas lo encontraríamos rápidamente.
En Annie Hall [1977], por ejemplo, la
madre de Alvy (Allen, niño) lleva a su pequeño al médico porque está
continuamente deprimido. Alvy le dice que se ha enterado de que el universo se
está expandiendo y que algún día explotará: ‘Algún día estallará en pedazos
―dice Alvy― y eso será el final de todo'. Luego se pregunta: ‘¿qué sentido
tiene?’ En otras palabras: la muerte acecha, (…) [de manera que] el arte y la
vida no tienen sentido. Tarde o temprano todo muere y nada permanece. (…) Todo
se resume en la tragedia de extinguirse. Envejecer y extinguirse, (…) en eso
consiste todo”. (EVANIER, D., Woody. La
biografía, Turner, Madrid, 2016, pp. 98-99).
[15] Sobre el papel
que juega Dios como el “ser ínfimo” en la filosofía de Sgalambro, cf. PÉREZ
CORNEJO, M., “En la estela de Schopenhauer y Mainländer: la filosofía
“peorista” de Manlio Sgalambro”, en: Schopenhaueriana,
3 (2018), pp. 9-24.
[16]GRUESO, N., Woody Allen, el último genio, op. cit., p.
117.
[18] SPIDELL, T. H., “God, Woody Allen and Job” Christian Scholar’s Review, 29 (3), St. Paul, 2000, cit. En: LUQUE, R., En busca de
Woody Allen, op. cit., p. 143.
[19]LUQUE, R., En busca de Woody Allen, op. cit., p.
137.
[20] Cf. BAHNSEN, J., Lo trágico como ley del mundo y el humor
como forma estética de lo metafísico, PUV, 2015.
[21]LUQUE, R., En busca de Woody Allen, op. cit., pp.
137 y 182.
[22]EVANIER, D., Woody. La biografía, op. cit., p. 164.
[23] BECKER, E., La negación de la muerte, Kairós,
Barcelona, 2003, p. 17.
[26]GRUESO, N., Woody Allen, el último genio, op. cit., p. 117.
[28]LUQUE, R., En busca de Woody Allen. op. cit., p.
127.
[29]HÖSLE, V., Woody Allen. Filosofía del humor, op. cit., pp. 101-108.
[30]GRUESO, N., Woody Allen, el último genio, op. cit., p. 178.
[31]LUQUE, R., En busca de Woody Allen, op. cit.,p.
153.
[32]HÖSLE, V., Woody Allen. Filosofía del humor, op. cit., p. 114.
[33]ALLEN, W., Delitos y faltas, op. cit., pp. 144.
[34] “Quizás tienen
razón los poetas cuando dicen que el amor es la respuesta a los enigmas que nos
plantea la vida” (cit. En: ALLEN, W., Delitos
y faltas, op. cit., p. 61).
[35]ALLEN, W., Delitos y faltas, op. cit., p. 144.
[36] La influencia de
Chejov, igual que la de Bergman se reconoce en muchas de las películas de
Allen: Interiores (Interiors, 1978) Hannah y sus hermanas, Septiembre
(September, 1987), Wonder Whell
(2017), entre otras, se inspiran más o menos directamente en las creaciones de
ambos genios.
[37]EVANIER, D., Woody. La biografía, Op. Cit.,pp. 162-163.