Jacques-Lucien Monod (1910-1976) formó parte del departamento de bioquímica del Instituto Pasteur de París. Pionero en la genética molecular, fue galardonado en 1965 con el Premio Nobel por sus descubrimientos relacionados con el control genético de las enzimas. Su trabajo más conocido es El azar y la necesidad (1970), libro científico cargado de implicaciones filosóficas (próximas al pensamiento existencialista de Sartre).
La mayor parte de su libro está dedicada a una exposición sucinta, y que quiere ser divulgadora, de los contenidos capitales de la bioquímica en el momento actual de su desarrollo. Dice el propio autor: “la parte estrictamente biológica de este ensayo no es en absoluto original. No he hecho más que resumir nociones consideradas como establecidas por la ciencia contemporánea” (p. 11). Pero el autor no se queda en esto, sino que nos ofrece, sobre todo al final de la obra, una filosofía, que él considera extraída de la ciencia, pero que la excede en mucho, con la que quiere dar una explicación global del universo y del hombre.
Comienza el autor por examinar las diferencias existentes entre los seres artificiales y los naturales. Llega a la conclusión de que los dos están adaptados a un proyecto, especialmente cuando los seres naturales de que se trata son seres vivos, pues éstos tienen como propiedad inseparable la que Monod llama teleonomia. De todos modos se puede establecer la diferencia entre lo natural y lo artificial, pues la finalidad de lo artificial le viene impuesta desde fuera y no viene reflejada en su estructura íntima o microscópica, mientras que la finalidad de los seres vivos les viene desde dentro y afecta a su constitución microscópica. Además, los seres vivos (a diferencia de los artefactos o máquinas) se construyen a sí mismos y se reproducen de manera invariante. De esta suerte, según Monod, lo que caracteriza a los seres vivos son estas tres notas: la teleonomía, la morfogénesis autónoma y la invariancia reproductiva. Además “es absolutamente verdadero que estas tres propiedades están estrechamente asociadas en todos los seres vivientes. La invariancia genética no se expresa y no se revela más que a través y gracias a la morfogénesis autónoma de la estructura que constituye el aparato teleonómico” (p. 27).
Sin embargo, esto choca con el primer postulado del método científico: la objetividad de la Naturaleza: “Es decir, la negativa sistemática de considerar capaz de conducir a un conocimiento ‘verdadero’ toda interpretación de los fenómenos dada en términos de causas finales, es decir, de ‘proyectos’” (p. 31). Y un poco después: “Postulado puro, por siempre indemostrable, porque evidentemente es imposible imaginar una experiencia que pudiera probar la no existencia de un proyecto, de un fin perseguido, en cualquier parte de la naturaleza Mas el postulado de objetividad es consustancial a la ciencia , ha guiado todo su prodigioso desarrollo desde hace tres siglos. Es imposible desembarazarse de él, aunque sólo sea provisionalmente , o en un ámbito limitado , sin salir de la misma ciencia” (p. 31).
Monod considera que la única manera de salvar la teleonomía, como propiedad de los seres vivos, sin contradecir el postulado de la objetividad es establecer que “la invariancia precede necesariamente a la teleonomía”, o sea “que la evolución, el refinamiento progresivo de estructuras cada vez más intensamente teleonómicas, es debido a perturbaciones sobrevenidas a una estructura poseyendo la propiedad de invariancia” (p. 35). A esta idea de Monod se oponen los sistema vitalistas y animistas, a los que el autor ataca despiadadamente: a Bergson, a Elsässer y a Polanyi, a Teilhard de Chardin, a Marx y a Engels; todos ellos caen en el error del vitalismo o del animismo, es decir, en la explicación de la invariancia y de la evolución por la teleonomía, ya en la biosfera, ya en el universo entero.
Ahora bien, después de haber insistido una y otra vez en la teleonomía que manifiestan los seres vivos, llega por fin Monod a preguntarse por la ratio ultima de ella; y la respuesta no puede ser más descorazonadora: esa ultima ratio es el azar. “Se conocen hoy en día centenares de secuencias, correspondientes a distintas proteínas, extraídas de los organismos más diversos. De estas secuencias y de su comparación sistemática ayudada por los modernos medios de análisis y de cálculo, se puede hoy deducir la ley general: la del azar” (p. 109). Pero aunque el origen esté en el azar inmediatamente se establece la necesidad. “Es preciso admitir, que la secuencia 'al azar' de cada proteína está de hecho reproducida, millares o millones de veces, en cada organismo, en cada célula, en cada generación, por un mecanismo de alta fidelidad que asegura la invariancia de las estructuras” (p. 110). “Azar captado, conservado, reproducido por la maquinaria de la invariancia y así convertido en orden, regla, necesidad. De un juego totalmente ciego, todo, por definición, puede salir, incluida la misma visión” (p. 110).
Hay más, no solamente la teleonomía que se observa en la conservación o invariancia reproductiva de los seres vivos, tiene como ultima ratio explicativa el azar, sino que la misma evolución ascendente desde las especies inferiores hasta las más elevadas, también se basa en el azar. Escribe Monod: “Decimos que estas alteraciones son accidentales, que tienen lugar al azar. Y ya que constituyen la única fuente posible de modificaciones del texto genético, único depositario, a su vez de las estructuras hereditarias del organismo, se deduce necesariamente que sólo el azar está en el origen de toda novedad, de toda creación en la biosfera. E1 puro azar, el único azar, libertad absoluta, pero ciega, en la raíz misma del prodigioso edificio de la evolución: esta noción central de la biología moderna no es ya hoy en día una hipótesis, entre otras posibles o al menos concebibles. Es la sola concebible, como única compatible con los hechos de observación y de experiencia” (pp. 125-126).
Pero veamos qué es lo que Monod entiende por azar. “Se emplea esta palabra, por ejemplo, a propósito de los juegos de dados, o de la ruleta (...). Pero estos juegos mecánicos y macroscópicos no son 'de azar' más que en razón de la imposibilidad práctica de gobernar con una precisión suficiente el lanzamiento del dado o de la bola. Es evidente que un mecanismo de lanzamiento de muy alta precisión es concebible, y permitiría eliminar en gran parte la incertidumbre del resultado (...). Pero en otras situaciones, la noción de azar toma una significación esencial y no ya simplemente operacional. Es el caso, por ejemplo, de lo que se pueden llamar las 'coincidencias absolutas', es decir, las que resultan de la intersección de dos cadenas casuales totalmente independientes una de otra” (pp. 126-127). En este último sentido de “azar esencial” es como lo toma Monod en su explicación (?) de la evolución y del inicio de toda invariancia.
Pero este recurso al azar no deja de tener dificultades para el propio Monod. Ciertamente, según él: “el accidente singular, y como tal esencialmente imprevisible, va a ser mecánica y fielmente replicado y traducido, es decir, a la vez multiplicado y traspuesto a millones o a miles de millones de ejemplares. Sacado del reino del puro azar, entra en el de la necesidad, de las certidumbres más implacables” (p. 153). Pero ¿cómo explicar esto: que el azar dé lugar a la necesidad? Monod escribe: “Teniendo en cuenta las dimensiones de esta enorme lotería y la velocidad a la que actúa la naturaleza, no es ya la evolución, sino al contrario la estabilidad de las 'formas' en la biosfera lo que podría parecer difícilmente explicable sino casi paradójico” (p. 136). “La extraordinaria estabilidad de algunas especies, los miles de millones de años que cubre la evolución, la invariancia del 'plan' químico fundamental de la célula no pueden evidentemente explicarse más que por la extrema coherencia del sistema teleonómico que, en la evolución, ha jugado pues el papel a la vez de guía y de freno , y no ha retenido, amplificado , integra do más que una ínfima fracción de las posibilidades que le ofrecía, en número astronómico, la ruleta de la naturaleza” (pp. 136-137).
Pero, a pesar de esto, Monod insiste en que el azar está en la base de toda teleonomía, de toda invariancia. Por eso, como una mera aplicación de su teoría general, también echa mano del azar para explicar la aparición del hombre sobre la tierra. Esta aparición está íntimamente ligada al lenguaje. En efecto: “el lenguaje articulado, desde su aparición en el linaje humano, no ha permitido solamente la evolución de la cultura, sino ha contribuido de modo decisivo a la evolución física del hombre. Si ha sucedido así, la capacidad lingüística que se revela en el curso del desarrollo epigenético del cerebro forma parte actualmente de la 'naturaleza humana' definida en el seno del genoma en un lenguaje radicalmente diferente del código genético. ¿Milagro? Ciertamente, puesto que en última instancia se trata de un producto del azar” (p. 149).
Una vez más vemos que no escapan al propio Monod las dificultades que entraña su teoría del azar; pero la mantiene a pesar de todo, porque, según él, “esta concepción es la única compatible con los hechos” (p. 153). No obstante resultan chocantes algunos párrafos de Monod como los siguientes: “El milagro está 'explicado': nos parece aún milagro. Como escribió Mauriac: 'Lo que dice este profesor es mucho más increíble aún que lo que nosotros, pobres cristianos, creemos'” (p. 153). “Pero el mayor problema es el origen del código genético y del mecanismo de su traducción. De hecho, no es de un 'problema' de lo que debería hablarse, sino más bien de un verdadero enigma” (p. 157). “El enigma sigue, y envuelve también la respuesta a una pregunta de profundo interés. La vida ha aparecido sobre la tierra: ¿cuál era antes del acontecimiento la probabilidad de que apareciera? No queda excluida, al contrario, por la estructura actual de la biosfera, la hipótesis de que el acontecimiento decisivo no se haya producido más que una sola vez. Lo que significaría que su probabilidad a priori es casi nula” (pp. 158-159). La aparición del hombre es “otro acontecimiento único que debería, por eso mismo, prevenirnos contra todo antropocentrismo. Si fue único, como quizá lo fue la aparición de la misma vida, sus posibilidades, antes de aparecer, eran casi nulas. El Universo no estaba preñado de la vida, ni la biosfera del hombre. Nuestro número salió en el juego de Montecarlo. ¿Qué hay de extraño en que, igual que quien acaba de ganar mil millones, sintamos la rareza de nuestra condición?” (pp. 159-160).
Pero ¿no debería todo esto hacer vacilar a Monod acerca del postulado de la objetividad; es decir, de la necesidad, que es fundamental para la ciencia? No hace vacilar aquel postulado en absoluto, sino que lo mantiene a toda costa. Incluso a riesgo de anular toda ética o toda vida humana apoyada en valores. Así escribe: “Desde el momento en que se propone el postulado de la objetividad como condición necesaria de toda verdad en el conocimiento, una distinción radical, indispensable en la búsqueda de la verdad, es establecida entre el dominio de la ética y el del conocimiento. E1 conocimiento en sí mismo es excluyente de todo juicio de valor, mientras que la ética, por esencia no objetiva, está siempre excluida del campo del conocimiento” (pp. 187-188). La única ética que cabe ya es la ética del propio conocimiento “La ética del conocimiento escribe—, creadora del mundo moderno, es la única compatible con él, la única capaz, una vez comprendida y aceptada, de guiar su evolución” (p. 190). Con lo que se llega a esta conclusión desoladora: “La antigua alianza esta ya rota; el hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del Universo de donde ha emergido por azar. Igual que su destino, su deber no está escrito en ninguna parte” (p. 193). [Fuente: http://www.opuslibros.org/Index_libros/Recensiones_1/monod_has.htm]