Julián Marías amplió la teoría perspectivista de la verdad al ámbito del lenguaje cinematográfico. En su Discurso pronunciado con motivo de su nombramiento como miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, analiza la relación entre filosofía, cine y vida, mostrando cómo el cine es el arte que mejor se adecúa al conocimiento de la realidad radical: la vida del hombre.
Julián Marías - Discurso del Académico electo D. Julián Marías. (Leído en el acto de su recepción pública el día 16 de diciembre de 1990 en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando
Señores Académicos:
La elección de la Real Academia de Bellas Artes, al decidir llamarme para ser uno de sus miembros, provocó en mí, antes que gratitud, sorpresa. Nunca había pensado que podría formar parte de esta corporación de tan antigua historia, de tantos méritos, pero lejana de mis limitadas competencias. Las artes han tenido un puesto importante en mi vida; pero no las he cultivado, ni siquiera he hablado mucho de ellas, por parecerme que con ello invadiría campos en los que me faltaba saber y capacidad de rigor, y he procurado escribir solamente de aquellos asuntos acerca de los cuales tenía un mínimo de seguridad. De las bellas artes he sido siempre gozador, tengo sensibilidad para ellas, especialmente para algunas, pero eso no basta para llegar a ser uno de los vuestros. De ahí mi sorpresa, mezclada, debo decirlo, con una impresión de desacierto por parte de la Academia al fijar su atención en persona tan poco adecuada.
Tras esta primera extrañeza sentí gratitud. Pensé que la estimación, la amistad, el afecto que algunos Académicos me han mostrado desde antiguo habían hecho que ampliaran y exageraran los mínimos motivos, casi pretextos, que había dado para ser elegido, los habían llevado a darme un trato injustificadamente favorable. Y como en ello no había perjuicio de tercero, no tuve inconveniente en aceptar agradecido.
No dejaba de inquietarme, sin embargo, que la Academia hubiese cometido, por lo menos, una arbitrariedad. Hasta que caí en la cuenta de que, aunque en mi caso particular lo fuese, venía a alojarse dentro de un importante acierto: la Academia de Bellas Artes ha decidido recientemente contar entre ellas el cine. Y esto es una prueba de sensibilidad, no sólo artística, sino histórica. Porque el cine es, ni más ni menos, el arte del siglo XX. No solo en el sentido de haber nacido y crecido con él, de ser el arte propio de nuestro siglo, desconocido de todos los anteriores, sino porque probablemente es el más fecundo de este tiempo, el que ha engendrado mayor número de obras maestras. Mi interés por el cine es lo que ha hecho que la Academia se acuerde de mi nombre, y me felicito de que el cine reciba esa consagración por vuestra parte.
A lo largo de la historia han variado mucho las estimaciones sociales de las artes, y de los géneros dentro de cada una de ellas; lo mismo ha ocurrido con los géneros literarios. Ha tardado mucho en ser reconocida y aceptada la novela, que quedaba detrás de la poesía o el drama, aunque le estaba reservado ser el más importante y prestigioso de los géneros literarios; y dentro de ella variedades que hoy nos parecen admirables han quedado relegadas a las zonas marginales y casi desdeñadas. El cine, por supuesto, ha tardado decenios en ser tomado en serio, sobre todo desde el punto de vista artístico, y ello se justifica, porque representa una dilatación del concepto de arte; lo es en un sentido nuevo, que ha costado mucho esfuerzo comprender y asimilar. Por eso, la Academia ha dado una prueba de flexibilidad al introducir el cine entre los asuntos que desde ahora le pertenecen como propios.
Me he parado a buscar los motivos que la Academia ha podido tener para llamarme. No he asistido al nacimiento del cine, pero sí casi a su niñez, desde la mía de espectador. He conocido casi todo su desarrollo, he seguido paso a paso sus descubrimientos, sus vacilaciones, sus crisis. Mis primeras películas eran mudas, con carteles explicativos intercalados entre las imágenes, con una pequeña orquesta o un piano que les daban un fondo musical. En su inmensa mayoría eran ingenuas; algunas, gesticulantes y retóricas, llenas también de ingenuidad, pero presuntuosas. Me parecían deliciosas, y resulta que cuando ahora podemos verlas encontramos que efectivamente lo eran.
Hubo un momento decisivo en que el cine incorporó el sonido: los ruidos, la música, sobre todo la palabra. Fue una revolución, por supuesto en la industria, en la personalidad y la función de los actores, sobre todo en el espectáculo. Los puristas se entristecieron, pero la verdad es que el cine se enriqueció enormemente cuando pudo asimilar desde sí mismo la gran innovación. Claro que los problemas fueron enormes: la introducción de la palabra nos dio la voz de los actores, pero impuso la limitación de la lengua. El cine perdió algo de su universalidad, y tuvo que aceptar el doblaje, la traducción, siempre peligrosa, tantas veces lamentable; el desajuste entre los sonidos y el movimiento de los labios, y sobre todo la pérdida de la voz de los actores. Frente a esta situación se ha defendido siempre por algunos el mantenimiento de la versión original, con la ayuda de subtítulos que nos retrotraen a los primeros tiempos de¡ cine mudo, que si se leen distraen de la contemplación de las imágenes, pero que al fin y al cabo son la mejor solución, la preferida cada vez más por innumerables espectadores, la que domina en muchos países.
La incorporación del color planteó menos dificultades. La retina agradecía la vivacidad y riqueza de la pantalla brillante de colores. Una vez más, los puristas sintieron la nostalgia del cine en blanco y negro, que puede ser maravilloso, al que no se debe renunciar; pero el color fue adquiriendo perfección, delicadeza, y al cabo de unos años quedó como un recurso esencial del cine. Lo que pasa es que los recursos tienen que estar siempre subordinados a los proyectos, y una de las más graves tentaciones del cine es confiar demasiado en ellos, sin advertir que deben estar al servicio de la imaginación, de lo que en cada caso la película pretende ser. La falta de esa imaginación, de mesura, de talento, en suma, ha hecho que muchos recursos técnicos del cine hayan sido mal empleados, a veces abandonados.
He sido durante más de sesenta años un espectador fiel. En el cine, como en el amor, la fidelidad es muy importante. El espectador ocasional o infrecuente no se entera bien, porque pierde el dominio de lo que podemos llamar el lenguaje cinematográfico, el sistema de alusiones, conexiones, supuestos, lo que equivale al subsuelo del cine; en cada película están presentes de extraña manera las demás. Pero sucede algo todavía más grave: el no frecuentar el cine lleva a que se pierda la afición. Las personas que van muy poco a ver películas, al cabo de algún tiempo no sienten su necesidad, y cuando por azar ven alguna se les escapa su sentido y sienten un placer muy limitado. No es este mi caso; he visto millares de películas desde que era niño, y sobre todo desde mi primera juventud, coincidente con el cine sonoro.
A ese interés de espectador siempre ingenuo - sin ingenuidad es muy difícil entender ni gozar nada - se agregó pronto un interés teórico. Hace cuarenta y cinco años empecé a escribir un libro rigurosamente filosófico, Introducción a la Filosofía. Tenía un largo capítulo inicial, titulado «Esquema de nuestra situación», del cual salía el libro entero, porque entendía que la introducción a la filosofía era una empresa del hombre, en este caso del hombre occidental de mediados del siglo XX. Allí apareció el cine al intentar descubrir esa situación y el puesto que el cine tenía en ella.
Unos años después, en 1956, escribí un breve libro, La imagen de la vida humana; en él había nada menos que tres capítulos dedicados al cine: «La pantalla», «El mundo cinematográfico», «El cine como posibilidad». Veía en él un modo original, de capital importancia, de representación de la vida humana; y de paso un prodigioso instrumento de conocimiento de la realidad, que había de tener para mí importancia teórica decisiva.
Pero me faltaba lo más importante: la familiaridad intelectual con el cine concreto, con las películas mismas, los géneros, los actores y actrices, los directores, los diversos estilos nacionales. Durante veinte años, desde 1962 hasta 1982, he escrito un artículo semanal en la revista Gaceta ilustrada. Esto quiere decir unos mil artículos (lo que a veces me asombra no es haberlos escrito, sino haber encontrado mil títulos). Una parte relativamente pequeña se publicó en dos volúmenes, con el título Visto y no visto (1967). Y la cosa no terminó del todo con la revista: a principios de 1988, cuando se reanudó la publicación de Blanco y Negro como compañero de ABC, su director me propuso volver a escribir artículos semanales sobre cine; no pude resistir la tentación, y a los antiguos se ha añadido más de un centenar. Lo cual me ha obligado a mantener la más escrupulosa fidelidad al espectáculo.
El cine no es solo arte; es ante todo diversión; es también industria y negocio. Está necesariamente apoyado en la sociedad, no en mecenas, ni siquiera en minorías. De estos caracteres se deriva no poco de su fuerza, de su realidad. Hasta hace no mucho tiempo, los críticos y las organizaciones (festivales, premios, etc.) tenían un papel muy reducido. El cine se fundaba en la actitud de los espectadores, y esta era de sinceridad e «inocencia»: se iba al cine porque gustaba, y la preferencia iba a lo que producía mayor placer y tenía más potencia diversiva. Esto ha dado extraordinaria vitalidad y fecundidad al cine, capaz de aliviar la pesadumbre de la vida real, liberar al hombre hacia espacios imaginarios, permitirle volverse a situaciones irreales a la vez que le presenta realidades inaccesibles. No olvidemos que las verdaderas raíces del cine se encuentran en su fabulosa capacidad de representación y recreación de la vida humana.
Estos rasgos han hecho que el cine, entre todas las artes, se haya librado del mayor peligro que ha acechado a las demás, y precisamente desde poco antes de la época de su invención y nacimiento: la voluntad de originalidad, que ha sido tan devastadora. Durante casi toda su historia, los creadores - en el arte, la literatura, el pensamiento - lo han hecho dentro de estilos vigentes y con el propósito primario de conseguir una obra bella o verdadera. Cuando el creador era fiel a su punto de vista propio, a su perspectiva auténtica, como esta es siempre única e intransferible, era original sin proponérselo, diríamos que forzosamente. Pero hacia 1860 ó 1870, según los géneros y los países, se despierta una voluntad de originalidad: lo que se persigue es hacer algo «nuevo», «distinto», en suma, «original». Se hace la otra intentando evitar todo lo demás, bizqueando hacia lo existente, para hacer «otra cosa». No creo que haya habido nada más destructor que este impulso, que sigue dominando, potenciado ahora por todo género de organizaciones que ahogan eficazmente la espontaneidad, el espíritu creador y, como inevitable consecuencia, la originalidad.
El cine no tenía tradición, por ser recién nacido. Por su misma índole, tenía que apartarse de la literatura o el teatro; sobre todo, como no se proponía complacer a críticos o «expertos», sino a los espectadores, como apenas era estimado como arte, y esta condición le era muchas veces negada, estaba exento de esa servidumbre a que las artes decidieron someterse hace algo más de un siglo.
Se dirá con razón que esta situación inicial ha cambiado, que el cine ha aumentado su prestigio, su consideración intelectual, que la ingenuidad ha disminuido mucho, que se hacen películas pensando en los críticos, los festivales, los concursos y premios; creo que este es uno de los motivos más fuertes de que el cine padezca una dosis de crisis interna, de esterilidad, y que los espectadores sientan nostalgia de tiempos en que tenía menos pretensiones y alcanzaba una calidad que hoy es infrecuente.
Otro motivo es la preponderancia de la televisión; y no, primariamente, por la baratura, la comodidad, la disponibilidad de esta técnica, que permite ver películas sin salir de casa, sin ejecutar esa operación que se llama «ir al cine», sino porque la visión de las películas en la pequeña pantalla del televisor las altera sustancialmente, introduce condiciones que no son propias del cine y disminuye considerablemente su valor y su capacidad de producir placer o emoción. Creo que no se ha reparado lo bastante en el hecho de que películas de ritmo perfecto parecen «lentas» y algo premiosas en televisión, mientras que resultan más adecuadas las que se hacen directa y expresamente para este destino, con la estructura que le es propia. Conviene que examinemos un momento lo que es el cine en sus condiciones óptimas, en las que podemos llamar «normales» y que durante mucho tiempo han sido las únicas.
Cuando se entra en el cine, se ocupa una butaca y se apagan las luces. Esto es esencial, y no solo por la manera de ver el espectáculo, sino porque en la oscuridad el espectador se queda solo. El teatro o la corrida de toros o el juego deportivo en el estadio son «conspectáculos»; el cine no. Creo que esta es la razón principal de que en el cine no se aplauda sino excepcionalmente, y no a la película, sino a los que la han hecho, si asisten a la proyección. No es porque los actores no estén presentes, sino porque los espectadores están solos, y el aplauso nunca es una reacción individual. Ya sé que ahora está perdiendo su sentido, como tantas cosas, y se aplaude hasta a los muertos, y en especial si han sido asesinados; pero esto no deja de ser una corrupción de un uso que se deteriora y pierde su sentido.
El espectador de cine está, pues, solo con la pantalla. Y esta, a diferencia del escenario teatral (y de la televisión), no tiene marco; su límite es la oscuridad que la rodea. La ausencia de marco tiene una consecuencia inmediata: no se subraya la irrealidad de la escena, y el que la contempla entra en la pantalla, transmigra a ella, se traslada a ese mundo virtual creado por la proyección. En eso consiste la tremenda succión o absorción del cine, y por eso este oscila entre dos polos: el arte y el estupefaciente. Lo cual no es desdeñable, porque lo convierte en una droga, pero que, a diferencia de las otras, no es tóxica ni envilecedora. Para millones de personas, la vida resulta llevadera, soportable, porque de vez en cuando dejan sus problemas, sus tristezas, su pesadumbre, a la puerta de un cine y durante un par de horas se van a vivir a otro mundo irreal, por lo general atractivo, que les ofrece lo que no tienen y les permite vivir, vicariamente, por supuesto, vidas con más tensión, con atractivo, con pasión, con gracia, con amor, que acaso les dan una vislumbre de la felicidad que no van a encontrar a la salida.
Pero conviene precisar la peculiaridad de esa representación de la vida en el cine, a diferencia de lo que realizan el teatro o la narración. En el teatro, la butaca fija la perspectiva única del espectador, que contempla el escenario desde un punto de vista y a una distancia permanentes. En la novela, por el contrario, hay una pluralidad de perspectivas, que se mueven y cambian con gran libertad. En el cine hay también una butaca, como en el teatro, pero en su caso esto no supone inmovilidad ni unicidad, porque el movimiento está ya encapsulado en la cinta que se proyecta: la cámara se movió antes, cambió incontables veces de perspectiva, gozó de una libertad ilimitada. En este sentido, el cine se aproxima a la novela más que al teatro; pero hay una importante diferencia: la novela es un arte de imaginación; el cine, de presencias, porque todo lo que se ve ha tenido que ser «real», por lo menos visible, fotografiable; en el cine sonoro, también audible.
Sin embargo, conviene no exagerar la «realidad» del mundo cinematográfico. Ante todo, porque lo que nos da son imágenes fotográficas que aparecen y desaparecen, que se esfuman: visto y no visto, esta es la fórmula del cine; en otras palabras, fantasmagoría. En segundo lugar, lo que al cine interesa, mucho más que las realidades que muestra un documental, es un drama humano, algo que le pasa a alguien, con argumento; ficción con los caracteres que tiene forzosamente la vida humana. Y la operación que el cine realiza es lo que hace muchos años llamé un dedo que señala, que va mostrando las cosas, una tras otra, señalándolas a nuestra atención, dándoles desigual importancia, interpretándolas. Por esto es siempre una operación silenciosa, es «mudo», aunque la realidad mostrada y señalada sea sonora.
La potencia del cine va todavía más allá. Lo que verdaderamente nos presenta es un mundo, ese mundo espectral, fantasmagórico, imaginativo, al cual podemos irnos a vivir durante un par de horas, en la oscura soledad de la sala. Y esta es la razón fundamental de que el cine no sea primariamente «documental» sino «drama»: necesita la vida humana, porque sin ella no hay mundo; el mundo es esencialmente «mi» mundo, mundo de alguien. Pues bien, el cine establece conexiones vitales, es decir, mundanas, que no coinciden con las espaciales o físicas. Compárese la escena con lo que se ve en una película. En el teatro, las cosas y las personas están «juntas» en el escenario, contiguas, yuxtapuestas; en el cine, no; la proximidad no es espacial sino vital; cosas y personas están juntas en una vida. Cuando cambia el plano, podemos trasladarnos a cualquier situación, remota en el espacio o en el tiempo, juntas en la vida del personaje, en el recuerdo o la anticipación. La admirable novela de Azorín, Doña Inés, es puro cine; se podría hacer una película tomándola como guión, siguiendo paso a paso sus conexiones vitales. En un viejo artículo lo mostré en detalle, y sigo preguntándome a qué esperan los directores para hacer una espléndida película que Azorín imaginó hasta en sus últimos detalles. Y, curiosamente, en 1925, antes de que descubriera juntamente el cine en color, el sonoro y, como dijo, «los labios gordezuelos de Ingrid Bergman», antes de que se despertara su tardía pasión por la pantalla.
Quiero decir que Azorín vio cinematográficamente su novela por motivos literarios, seguramente sin pensar para nada en el cine, descubriendo lo que él y la novela tiene de común cuando se depuran e intensifican, cuando se desprenden de todas las gangas y adherencias extrañas y se reducen a la representación inteligible de la vida humana.
Quiero decir que Azorín vio cinematográficamente su novela por motivos literarios, seguramente sin pensar para nada en el cine, descubriendo lo que él y la novela tiene de común cuando se depuran e intensifican, cuando se desprenden de todas las gangas y adherencias extrañas y se reducen a la representación inteligible de la vida humana.
La creación de un «mundo», la novela lo consigue cuando llega a la genialidad; el cine lo logra simplemente con ser verdadero cine; cuando presenta las relaciones que integran de verdad una vida - por lo general, varias vidas -: relaciones reales o virtuales, posos o sedimentos que quedan de una acción vital anterior, expectativas, anticipaciones, tensiones, esas flechas que simbolizan la vida humana. En mi pensamiento filosófico utilizo ciertos conceptos y categorías que permiten comprenderla, porque los referentes a las cosas son inservibles; sobre todo, instalación y vector, o juntamente instalación vectorial. En eso consiste, si se mira bien, el cine; por eso es un «mundo» en el cual se proyectan y viven algunas personas, y al cual se traslada provisionalmente el espectador y lo hace suyo.
Por eso el cine puede introducir el movimiento, y con él el dramatismo, en una realidad inmóvil, conclusa hace siglos, como un cuadro, que parece animarse aunque su pintura esté seca desde el Renacimiento.
Frente a la novela, el cine significa una liberación respecto a la palabra; en ella, todo tiene que ser «dicho»; en el cine, tiene que ser «visto», fotografiado. Pero en un grado menor, la palabra también le pertenece, y de una manera distinta a la vez de la propia del teatro y de la que requiere la novela. En esta no ocurre como en la escena, en que el tiempo es real, y el diálogo es como el de la vida efectiva; en la novela, un diálogo «real» resulta falso, y de ello se resienten muchas de nuestro tiempo; es un diálogo selectivo, condensado, «representativo» de ciertos momentos que equivalen a la totalidad.
En el cine se introduce un elemento sutil: la distancia. Los planos - lejanos, medios o muy próximos - imponen una cualificación de la palabra, en el doble sentido de lo que se dice y cómo se dice. Un cowboy en medio de la pradera no puede decir las palabras ni usar la voz del que habla en la intimidad de una habitación, tal vez al oído. El primer plano ha sido una de las grandes innovaciones estéticas y humanas del cine; porque en la vida real es infrecuente privilegiado, y el cine lo ha hecho habitual y comunicable, ha descubierto posibilidades que antes quedaban limitadas a la reducida experiencia personal. No se puede decir lo mismo a cualquier distancia, ni de la misma manera, y esto nos lo ha dado a conocer el cine, que al mismo tiempo nos ha enseñado a hacerlo.
El cine, en efecto, ha sido en muchos sentidos maestro de la vida. Ha anticipado la dislocación de las estructuras tradicionales del mundo, que la técnica ha producido en nuestro siglo. La permanencia en el mismo lugar era la condición de la inmensa mayoría de las personas, que solo excepcionalmente se desplazaban a otros lugares. Se estaba en un punto del mundo, en cada momento, y sólo en él. Ahora, por el contrario, son legión los que viajan, y muchos los que lo hacen constantemente. Cuando hablamos por teléfono, ¿dónde estamos? ¿Solos en nuestra casa, o en otra ciudad, y en compañía de la persona con quien hablamos? La televisión nos presenta lo distante como si estuviera presente, y no se limita a un solo lugar, sino que nos lleva de uno en otro, a través de grandes porciones del mundo. Asistimos, casi simultáneamente, a acontecimientos enteramente distintos y que nada tienen que ver entre si. Y como, por otra parte, la televisión da películas, el carácter de «ficción» destiñe sobre todo lo que aparece en su pantalla, hasta el punto de que no acabamos de tomarlo en serio.
Podríamos decir que el mundo, el mundo real, se ha ido acercando a lo que antes había sido el mundo cinematográfico, de manera que vivimos la realidad con ojos que han sido adiestrados para ello por el cine. El mundo real termina en la pantalla, y en ella empiezan mundos imaginarios; pero podemos considerarla también como una ventana por la cual podemos ver posibilidades de nuestra propia vida y una manera nueva de estar en el mundo.
El arte es siempre interpretación, transfiguración de la realidad, duplicación de esta con una quasi-creación de objetos ficticios, que se añaden al mundo y lo completan. Por eso el autor es auctor, el que aumenta la realidad. En el caso del cine, esa «creación» acontece rigurosamente cum fundamento ín re, mediante la fotografía, ya que todo ha tenido que ser registrado por ella. Esto significa un extremo «realismo», que se combina con el extremo «irrealismo» de las imágenes fugaces, con la fantasmagoría.
Ahora bien, el cine, más que cualquier otra forma de arte, hace una utilización amplísima de lo que es real, incluida la realidad material: el paisaje, las ciudades, las casas por dentro y por fuera, con una percepción nunca alcanzada antes, las formas, los colores, los sonidos, y entre ellos la voz y la palabra. Y todavía algo más importante: las personas.
Los actores son, en efecto, algo absolutamente esencial en el cine; y esto quiere decir la corporeidad humana viviendo. La percepción del cuerpo humano, gracias a la multiplicidad de perspectivas, ha alcanzado en el cine una plenitud que apenas puede dar, y esto en circunstancias excepcionales, la vida real. Pero, naturalmente, no muestra «cuerpos», sino personas corpóreas, accesibles en su personalidad a través de la corporeidad íntegra, que por supuesto incluye la expresión y la palabra.
Esto tiene una consecuencia que me parece escalofriante: la supervivencia de los actores muertos. En las películas se conservan, con una plenitud nunca antes alcanzada, hombres y mujeres que ya no viven. A pesar de ello, los vemos vivir, moverse, ejecutar las acciones de la vida, manifestar su intimidad, mirarse o mirarnos. Normalmente, esto produce la ilusión de su presencia, acompañada de la creencia en su efectiva realidad, y por tanto en la posibilidad de conocerlos en persona, de tener con ellos un trato directo; pero en algunos casos sabemos que han muerto, que eso sería imposible; y «conviven» en la pantalla con los que siguen viviendo, en una alucinante combinación de dos mundos.
Permítaseme recordar unos párrafos de una reflexión sobre el cine que escribí hace muchos años. Hablaba de la fabulosa dilatación que ha introducido en nuestras mentes, que nos ha permitido contemplar cosas lejanas, acaso soñadas pero nunca vistas; gracias a él innumerables personas han tenido acceso a las porciones más remotas del mundo, en un prodigioso enriquecimiento reservado a nuestro siglo, desconocido de todos los anteriores. Pero más aún que esto me interesaba otro aspecto de las posibilidades del cine.
«El cine nos descubre también los rincones del mundo. Gracias a él nos fijamos en los detalles: cómo la lluvia resbala por el cristal de una ventana; cómo un viejo limpia los cristales de sus gafas; cómo una pared blanca reverbero casi musicalmente; cómo es, de noche, el peldaño de una escalera; el cine nos enseña de verdad qué es un automóvil, cómo se mueve desde dentro y desde fuera, cómo resbala en lo húmedo, cómo choca y se derrumba; lo que es la espera, lo que es la amenaza, lo que es la ilusión; las mil maneras como puede abrirse una puerta,. las incontables significaciones de una silla, lo que pueden decir los faroles; lo que es una roca, la nieve, un hilo de agua, una mata, una vela en el mar; de cuántas maneras se puede encender un cigarrillo, o beber una copa, o sacar el dinero del bolsillo: un fajo de billetes o la última moneda.
«Sobre todo, el cine hace salir de la abstracción en que el hombre culto había solido vivir. Presenta los escorzos concretos de la realidad humana. El amor deja de ser una palabra y se hace visible en ojos, gestos, voces, besos. El cansancio es la figura precisa del chiquillo que duerme en un quicio, la figura tendida en la cama, la manera real como se dejan caer los brazos cuando los vence la fatiga o el desaliento. Hemos aprendido a ver a los hombres y a las mujeres en sus posturas reales, en sus gestos, vivos, no posando para un cuadro de historia o un retrato. Sabemos qué cosas tan distintas es comer, y sentarse, dar una bofetada, y clavar un puñal, y abrazar, y salir después de que le han dicho a uno que no. Conocemos todas las horas del día y de la noche. Hemos visto el cuerpo humano en el esplendor de su belleza y en su decrepitud, lo hemos seguido en todas sus posibilidades: escondiéndose de un perseguidor o de las balas, hincándose en la tierra o pegado a una pared; dilatándose de poder o de orgullo; dentro de un coche; bajo el agua; o en una mina; fundido con un caballo al galope, o paralizado en un sillón de ruedas; haciendo esquí acuático, con la melena al viento, o con unos ojos ciegos y una mano tendida, a la puerta de una iglesia. Cuando hablamos de la pena de muerte no queremos decir un artículo de un código, cuatro líneas de prosa administrativa, sino la espalda de un hombre contra un paredón, unos electrodos que buscan la piel desnuda, una cuerda que ciñe el cuello que otras veces se irguió o fue acariciado o llevó perlas. La guerra no es ya retórica o noticia: es fango, insomnio, risa, alegría de una carta, euforia del rancho, una mano que nunca volverá, la explosión que se anuncia como la evidencia de lo irremediable.».
Todo eso, y mucho más, es el cine, un arte joven que, frente a la milenaria historia de las otras artes, de aquellas a las cuales está dedicada esta Academia, aún no ha cumplido un siglo. Esto quiere decir que apenas ha hecho más que empezar, que es ante todo posibilidad, que pertenece sobre todo al futuro. Es la mejor ocasión para pensar sobre él, para anticipar lo que puede ser su realidad futura, para prever y acaso evitar sus riesgos, para contribuir a su maduración y crecimiento, enriquecerlo con lo que puede recibir de las otras artes, más viejas y sabias, cultivadas por la humanidad durante siglos o milenios.
Cuando escribí un libro titulado Antropología metafísica, el más personal de mis libros estrictamente filosóficos, me di cuenta de lo que le debía al cine. Muchas ideas que en él alcanzaron formulación rigurosamente teórica se me habían ocurrido contemplando películas o reflexionando sobre ellas. Había tenido que elaborarlas, hacer que fuesen filosóficas, pero formaban parte de esa «prefilosofía» de que la filosofía tiene siempre que partir para volver sobre ella y elevarla al nivel de la teoría, de la verdad justificada o, como prefiero decir, de la visión responsable.
Y entonces descubrí algo inesperado y acaso aún más interesante: que puede haber una «antropología cinematográfica», porque el cine es, con métodos propios, con recursos de los que hasta ahora no se había dispuesto, un análisis del hombre, una indagación de la vida humana. El cine merece que vuestra Academia, que desde hoy puedo llamar nuestra, le dedique su atención y sus luces. Por eso, no ciertamente por haberme elegido, os felicito; y por permitirme asociarme a esa tarea os doy nuevamente las gracias.