jueves, 29 de octubre de 2020

sábado, 23 de mayo de 2020

La filosofía en el cine de Woody Allen




Las memorias de Woody Allen | La edición en castell... | Página12

LA FILOSOFÍA EN EL CINE DE WOODY ALLEN


“La vida se divide en horrorosa y miserable”
(W. Allen, Annie Hall)
“Aprovecha todo el amor que puedas dar o recibir, toda la felicidad que
puedas birlar o brindar, cualquier medida de gracia pasajera…”
(W. Allen, Si la cosa funciona…)

            Woody Allen no es un filósofo, ni nunca ha pretendido serlo. Él es un humorista genial, ni más ni menos. De hecho, su posición de partida frente a la filosofía, como ante tantas otras manifestaciones culturales, es de burla. No hay más que leer su breve y grotesco ensayo titulado Mi filosofía[1], para darse cuenta de que tanto la especulación filosófica como las grandes figuras de esta disciplina son para él una parte más de esa cultura con la que hay que acabar de una vez por todas. En este texto hilarante se alude al carácter incomprensible del lenguaje utilizado por los filósofos, y a lo abstruso e insoluble de los problemas con los que estos se enfrentan: el conocimiento, el universo, la existencia de Dios, la inmortalidad del alma, el ser, lo bello, lo justo, la muerte, la nada… Se trata de cuestiones tan inextricables, que el propio Woody se propone resolverlas por sí mismo (si todos los grandes pensadores han fracasado frente a ellas, ¿por qué no podría intentar afrontarlas cualquiera?), y nos dice cómo se propuso escribir un tratado metafísico, que completó en solamente dos tardes, dándole tiempo, incluso, para echarse una siesta.
            La befa hacia la filosofía alcanza su punto más intenso en Así comió Zaratustra[2], escrito en el que Allen se mofa de la reivindicación del cuerpo llevada a cabo por Nietzsche, adjudicándole la invención de una dieta absolutamente demencial, solo apta para superhombres, cuya fuerza espiritual dependería de su capacidad para asimilar todo tipo de nutrientes estrambóticos. La lectura de ambos textos arroja un resultado muy claro: el pensamiento filosófico, sea metafísico o antimetafísico resulta totalmente inútil: no aclara nada.
            Algo parecido encontramos en esa genial parodia de la gran novelística rusa que es La última noche de Boris Grushenko (Love and death, 1975), en la que los diálogos filosóficos entre Boris (Allen) y su prima Sonja (Diane Keaton) alcanzan cotas de enrevesamiento tan absurdo como divertido; y lo mismo le sucede al personaje de Abe Lucas (Joachim Phoenix), el patético profesor de filosofía que aparece en Irrational man (2015), quien, mientras habla con tono grandilocuente en sus clases de Kant, no duda en saltarse el imperativo categórico del filósofo teutón ―mandato moral que ordena, como es sabido, utilizar siempre a las personas como fines y nunca como simples medios―, para acabar con la vida de un juez (ciertamente despreciable), pensando que es el mejor medio para alcanzar lo que él entiende por un buen fin: ayudar a una mujer que está siendo victima de una interpretación torticera de la ley por parte del magistrado. Este filósofo, que debería regirse por la razón, pero que en lugar de ello se ve manejado por impulsos insensatos, es el mejor ejemplo del fiasco que parece suponer para Allen la filosofía en su conjunto.
            La conclusión a la que podríamos llegar, después de lo dicho, es que para Allen la filosofía es una simple palabrería vacía, un artificio intelectual, que no puede ser tomado en serio, y que, en todo caso, puede servir para dar pábulo a chistes ingeniosos y parodias hilarantes.
            Como ha señalado Ramón Luque, el ataque que dirige Woody Allen contra la filosofía se enmarca, en realidad, en un contexto más amplio: el de su crítica a los intelectuales en general. En sus películas, Allen suele burlarse de “la superficialidad de los ‘profesionales de la cultura’, que, bajo su verborrea, sus citas y pedantes diálogos, esconden en realidad sus neurosis y su desamparo existencial”[3]. Uno de los mejores ejemplos de esta crítica a la filosofía como esperpento, es el que nos presenta Allen en La comedia sexual de una noche de verano (A Midsummer Night’s Sex Comedy, 1992) en la figura del profesor Leopold Sturgis, el cual, tras criticar duramente las debilidades de los filósofos metafísicos, expone una suerte de grotesco neopositivismo cientificista, del que se vale para negar la existencia del mundo de los espíritus, ¡y luego muere durante la realización del acto sexual, convirtiéndose él mismo en un espíritu![4]
            Sin embargo, aquellos que se apresuren a deducir que la filosofía es para Allen un bavardage vacío, a partir de la demoledora crítica a la filosofía “profesional” que realiza por el cineasta estadounidense, quizás hayan ido demasiado lejos. Porque, como voy a esforzarme en demostrar en este breve artículo, hay, sin duda, una reflexión filosófica en las películas del realizador neoyorquino, si bien se trata de una reflexión que, precisamente por ser anti-académica, podría ser más profunda que muchas de las habituales disquisiciones abstractas que pasan por ser filosofía.
            Desde luego, lo que Allen parece querer decirnos a través de sus películas es que el abuso de la inteligencia, o una actitud excesivamente racionalista ―que, por lo demás, comparten tanto la filosofía como la ciencia―, no pueden abordar ni resolver los grandes problemas filosóficos a los que se enfrenta el ser humano, y que tal exceso de racionalidad desemboca necesariamente en el escepticismo[5]. Parafraseando a Nietzsche, podríamos decir que para Allen la filosofía y la ciencia (y por extensión, la cultura) son “ídolos” que hay que destruir, porque se han probado incapaces de sustituir a la religión a la hora de dotar de sentido último a la existencia del ser humano[6]. Atacando la figura del intelectual en general y del filósofo en particular, Allen “pone en cuestión el propio valor del conocimiento”[7]. Nietzscheano, al menos en este punto, Allen considera que el conocimiento no nos conduce a la felicidad (como habían sostenido Sócrates y Platón), sino al sufrimiento y a la fragmentación del sujeto[8]. Por tanto, no es que Allen considere que la cultura no vale para nada, sino que, simplemente, ataca cierto tipo de cultura, que no es auténtica, y que se sustenta en vacíos formulismos. Como dice Ramón Luque: “no se trata de que Allen sea un anti-intelectual. Más bien, lo que sucede es que no confía solo en la razón para solucionar problemas”[9].
            ¿Estaría, entonces, la respuesta a los dilemas que angustian al ser humano en la ignorancia y en asumir una vida alejada del pensamiento y ajena a cualquier interés intelectual? En absoluto. Es cierto que en Manhattan (1979), aparece una pareja de individuos de los que se dice que son “felices” porque no terriblemente simples e ignorantes, pero la imagen que se nos ofrece de estos dos descerebrados es francamente ridícula. Con ella, Allen parece sugerirnos que, efectivamente, el saber por sí solo no aporta felicidad, pero la paz que proporciona una vida carente de referentes intelectuales puede ser adecuada para un bóvido, pero nunca apetecible para un ser humano que merezca considerarse tal.
            Para el director de Brooklyn, es patente que el intelecto se muestra impotente para esclarecer las cuestiones esenciales de la vida ―como dice el personaje de Mickey (Allen) en Hannah y sus hermanas (Hannah and Her Sisters, 1986): “Todos los grandes genios han escrito millones de libros sobre todos los temas imaginables, y, a fin de cuentas, ni uno de ellos sabe más sobre los grandes problemas de la vida que yo”[10]―; y también es verdad que “por muy complicado que sea el sistema filosófico que [uno pueda] desarrollar, al final resulta incompleto”[11], pero en este asunto tampoco le va mucho mejor a la religión o al arte, porque la vida es ilógica e irracional y está regida por lo que Pascal llamaba “razones del corazón”, ajenas al entendimiento, o por el más absurdo azar, que a veces deja impune al criminal (Match point, 2005) mientras que otras lo castiga (Irrational man), sin atender a razón suficiente alguna.
            El azar o caos llamémoslo como queramos no es para Allen algo que se limite al corazón humano, sino que se extiende a todo el universo, un universo que Allen describe en Si la cosa funciona… (Whatever Works, 2009), o en Magia a la luz de la luna (Magic in the Moonlight, 2014) como oscuro, violento e indiferente, y que se encuentra recorrido por una suerte de entropía o desorden creciente. En este punto, Allen conecta, seguramente sin saberlo, con la “filosofía entrópica” de autores como Philipp Mainländer, Manlio Sgalambro o Quentin Meillassoux, para quienes el cosmos está regido, bien por la ineludible 2ª ley de la termodinámica, que lo aboca a la destrucción (Mainländer, Sgalambro), bien por una contingencia total (Meillassoux).
            Partiendo de esta filosofía deletérea, Allen se muestra convencido de que todo, incluso las más sublimes obras de la filosofía, el arte, la literatura y la música, está condenado a una absoluta extinción[12]:

            “Dentro de no mucho tiempo, el Sol se consumirá y el universo entero se esfumará”.
            “Nada sobrevive. Es como una colonoscopia. Te desmayas en un instante, y ya no tienes ni idea de lo que pasa después. Habrá un momento en que no haya obras de Shakespeare o películas de Marilyn Monroe, porque ya no habrá planeta tierra ni habrá gente”[13].

            Así pues, el universo, y con él el ser humano, están destinados a la decadencia, la muerte y la nada, con lo que la vida humana pierde todo su sentido (porque sentido implica, en principio, tener una “razón para vivir”), y se ve abocada al más completo nihilismo, es decir, al derrumbamiento de todos los valores religiosos, éticos y estéticos que orientan la acción humana[14].
            Es la consecuencia obvia ―también lo había pronosticado Nietzsche― de la “muerte de Dios”, víctima de esa misma razón, impotente para dar sentido a la existencia, pero suficientemente poderosa como para acabar con ese ser, supuestamente todopoderoso, pero en el fondo ínfimo, que es Dios (Sgalambro dixit)[15]. Porque Allen no cree en la existencia de Dios (aunque luego matizaremos el alcance de esta “incredulidad”), y una vez que la Persona Divina hace mutis por el foro, el propósito de la existencia humana se hace indescifrable: las cuestiones decisivas no pueden resolverse y la muerte es lo único cierto:

“Yo no soy creyente, quizás porque tengo una visión muy realista de las cosas; lo que ves es lo que hay. (…) Tienes que ser consciente de que estamos condenados a muerte desde que nacemos, vivimos en un mundo sin sentido alguno. Las grandes cuestiones que nos dominan no tienen respuesta (…): por qué estamos aquí, por qué tenemos que envejecer, por qué tenemos que morir, qué significa la vida. Por ello la vida es algo tan trágico. (…)”[16].
           
            Conviene entender bien este punto: la falta de certeza se extiende para Woody Allen a todo, incluso a la existencia o inexistencia de Dios. Efectivamente, él no sostiene que Dios no existe (lo que, en cierto sentido, resultaría “reconfortante”), sino que no existen razones para creer en Él, pero tampoco para negar taxativamente que exista. En este sentido, la posición del cineasta podría calificarse de agnosticismo pesimista, más que de “existencialista” (filosofía con la que suele identificársele habitualmente), puesto que el existencialismo es ateo. Igual que Kant, Allen considera que nuestra razón (teórica) no puede demostrar que Dios existe, ni tampoco que no existe; como mucho, puede aventurar que, aun en el caso de que Dios existiese, parece indudable que “no ha tenido mucho éxito” con su creación (La última noche de Boris Grushenko), pues “ha hecho tan mal las cosas” que la gente debería unirse contra él “para ponerle una querella” (Todos dicen I loveyou [Everyone Says I Love You], 1996).
            El ser humano está, por consiguiente, solo ante la sinrazón (el caos, el azar), el sufrimiento, la muerte, y la injusticia de un mundo en el que el crimen no es castigado (o, si lo es, sucede de manera fortuita, como pasa en Irrational man), y en el cual ni siquiera queda el consuelo de que el remordimiento corroa con sus reproches la conciencia del malvado Delitos y faltas (Crimes and Misdemeanors, 1989), Match point, porque no existe ninguna ley moral dotada de suficiente fuerza para poner coto al poder del mal.
            Ante este panorama sombrío y desesperante, ¿qué hacer? Allen no nos lo dice explícitamente, pero a lo largo de su extensa filmografía sí aparece un repertorio de posibles respuestas a la tragedia que supone existir, entre las que tendremos forzosamente que elegir, porque Woody comparte la tesis, sostenida primero por Nietzsche, y luego por los existencialistas franceses (Sartre, Camus), de que, en un mundo del que Dios se ha ausentado (si es que estuvo alguna vez presente), y en el que no hay referentes morales, es el individuo el que deber dar sentido a su vida, decidiendo por sí mismo cómo actuar, sin esperar apoyo exterior alguno, colmando con sus opciones y actos el vacío de su existencia. Como dice el profesor Levy en Delitos y faltas:

“A lo largo de toda nuestra vida, hemos de enfrentarnos a decisiones angustiosas…, elecciones morales. Algunas son a gran escala, la mayoría de estas elecciones se centran en cuestiones menores. Pero todos nosotros nos definimos a través de nuestras elecciones. Somos, de hecho, la suma total de nuestras elecciones”[17].

            Respuesta nº 1: La primera y más expeditiva elección que puede tomar el sujeto, ante el mencionado vacío existencial es, evidentemente, suicidarse: puesto que todo se dirige inexorablemente hacia la muerte, ¿por qué no acelerar el proceso y lanzarse decididamente al encuentro de la nada? Es lo que insinúa Sonja (Diane Keaton) en La última noche de Boris Grushenko (“Si no hubiera nada, la vida no tendría significado, ¿por qué seguir viviendo? ¿por qué no suicidarse?”), y lo que deciden hacer Mickey (Hannah y sus hermanas) ―aunque fracasa en su intento―, la chica del museo con la que intenta ligar Allen en Sueños de un seductor (Play it again, Sam, 1972), e, inexplicablemente, el propio profesor Levy, en Delitos y faltas, quien decide, de repente (según se nos dice, con una fuerte dosis de humor negro) “salir por la ventana”.
            Desde luego, Allen da muestras en varios de sus filmes de considerar el suicidio como una salida perfectamente practicable ante el absurdo de un mundo sin Dios, pero también parece pensar que se trata de una salida demasiado optimista, puesto que quien se suicida da por sentado que con su acción acaba de una vez por todas con sus sufrimientos; mas ya hemos visto que no tenemos ninguna razón de peso para afirmar o negar la existencia o inexistencia del Más Allá, ni de un hipotético Dios remunerador o castigador, de manera que, sí, es posible que todo acabe con nuestra muerte, pero también pudiera ser que no fuese así, y que nos espere tras ella algo aún peor. Por eso, dice Cliff, uno de los protagonistas de Delitos y faltas, interpretado por Allen: “Mira, yo no sé nada del suicidio. Cuando crecí en Brooklyn, nadie se suicidaba, ¿sabes? Todos eran demasiado infelices”, como queriéndonos decir que aquellos desgraciados vecinos de su infancia, abrumados por múltiples cargas laborales e infinitas preocupaciones, no tenían tiempo suficiente para aburrirse y pensar en la nulidad de sus vidas, o de algún modo barruntaban que el suicidio podría aumentar aún más sus sufrimientos, tras dar el paso irremediable. Por otra parte, suicidarse supone tomar demasiado en serio una vida que tiene una forma y un fondo absolutamente grotescos, como descubre Mickey al final de Hannah y sus hermanas, al entrar en un cine tras su intento frustrado de suicidio, y ver el delirante final de Sopa de Ganso de los Hermanos Marx. Al contemplar aquellos tipos ridículos agitarse enloquecidamente ante la pantalla sin objetivo alguno, Mickey comprende el absurdo de la vida y lo acepta, después de llevar a cabo el siguiente razonamiento: “teniendo en cuenta la peor hipótesis: ‘no hay Dios, y solo vivimos una vez’, [lo mejor] es disfrutar de la vida mientras dura, y no seguir buscando respuestas a preguntas que no la tienen. [Pero] también [contemplando] la mejor hipótesis [resulta que ] quizá, solo quizá, sí hay Dios y una vida después de la vida, aunque (…) nadie lo sabe seguro”[18]. Asistir a la comedia de los Marx le permite a Mickey soportar lo absurdo de la lucha que implica la vida, y darse cuenta de que, incluso en un mundo sin Dios, uno puede dar sentido a la propia vida.
            Suicidarse, en definitiva, no tiene más sentido que vivir: ambos resultan completamente absurdos, y no existe ningún motivo para inclinarse más por uno que por otro; el instinto vital, la sangre, nos empuja a la vida, mientras que la lógica conduce a la depresión y el suicidio [19]. Eros nos impele a vivir, mientras que el Thanatos racional mata: ¿cuál de ambos se equivoca en un mundo donde, como viene insistiendo Allen, no existen criterios de valor absolutos?
            Respuesta nº 2: Las reflexiones que realiza el personaje de Mickey tras visionar la película de los Hermanos Marx, podrían conducirnos a pensar que la salida al vacío existencial se encuentra en el humor (idea que haría coincidir a W. Allen con el filósofo alemán Julius Bahnsen, quien concibió el humor como el único modo de afrontar la tragedia que supone la vida humana[20]). Así, el estudiante nihilista interpretado por John Cusack en Sombras y niebla (Shadows and Fog, 1991) felicita al atribulado Kleinmann (Allen) por su sentido del humor frente a la muerte: “muy astuto ―le dice―: bromear sin parar hasta que llegue el momento de la muerte”; y, por su parte, el estrafalario profesor Dobel (Allen) afirma en Todo lo demás (Anything Else, 2003) que “hay más lucidez en un chiste que en la mayoría de los libros de filosofía”[21].
            Sin embargo, es menester andarse también aquí con tiento, toda vez que nuestro director considera que el dolor puede llegar a ser tan instructivo como el humor, puesto que en su concepción del universo, igual que en la de Bahnsen, ambos se implican mutuamente. Este es el motivo por el que Woody se muestra crítico con el famoso filme clásico Los viajes de Sullivan (Sullivan Travels, Preston Sturges, 1941), en el que se afirma que la comedia es una de las formas más nobles de arte, porque ofrece momentos fugaces de alegría y alivio a los seres humanos aplastados por el sufrimiento y el dolor. Para Allen, esta película cae en un optimismo injustificado y facilón, pues, ciertamente, “la risa nos hace olvidar la dura realidad, pero no durante mucho tiempo”[22], ya que  el dolor y el sufrimiento son imposibles de erradicar, y el humor puede ofrecernos tan solo una sensación ilusoria de libertad.
            Respuesta nº 3: Acabamos de hablar del humor como evasión; pues bien, otra de las respuestas que explora Woody Allen ante el sinsentido vital es la distracción, la ilusión, especialmente bajo la forma del arte (que se basa en la creación de un mundo apariencias ilusorias).
            El concepto de “ilusión” tiene en muchas de las películas de Allen afinidad con el ámbito del ilusionismo, la magia, e incluso de lo paranormal (temas que aparecen frecuentemente en sus producciones: La maldición del escorpión de Jade (The Curse of the Jade Scorpion, 2001), Scoop (2006), Magia a la luz de la luna…); pero el esoterismo, igual que la religión, no ofrece perspectivas viables de solución a los dilemas de la existencia, por la carencia de certezas de la que adolece: Allen suele reflejar estos temas de forma paródica o ridiculizándolos, o bien nos pone de manifiesto que la verdadera magia no reside en los trucos de prestidigitación ni en los espíritus supuestamente evocados por médiums, sino en algo tan cercano y profundo como es el amor, fuente de la mayor parte de las ilusiones que sirven de acicate a nuestras vidas.
            Más importante es la distracción que nos ofrecen las formas ilusorias creadas por el arte, y muy especialmente la propia creación artística, que sí parece poder dar un sentido eficaz a nuestra vida, al menos a la del propio Allen. En este punto, el cineasta norteamericano parece atenerse a los planteamientos expuestos por el antropólogo cultural y premio Pullitzer Ernest Becker, quien en su libro La negación de la muerte (1973) ―obsequiado por Alvy Singer (Allen) a Annie (Diane Keaton) en Annie Hall―, sostiene que las acciones del ser humano no están guiadas tanto por la libido sexual como por el temor a la propia muerte, que tratamos de negar compulsivamente mediante actos de heroísmo y la creación de productos culturales.
            Según Becker, el temor a la muerte que afecta al ser humano es tan terrible, que nuestra mente lo reprime en el inconsciente, pero no desaparece, y sigue allí activo, manifestándose a través de formas sustitutivas, especialmente la creación cultural, en la que se canaliza, a la vez, la terrorífica conciencia de que tenemos que morir y nuestro anhelo de inmortalidad. “La idea de la muerte dice Becker, el miedo que ocasiona, acosa al animal humano como ninguna otra cosa. Es causa principal de la actividad humana, diseñada, en su mayor parte, para evitar la fatalidad de la muerte, para superarla, negando el destino final de la persona”[23]. La muerte, como contenido reprimido inconsciente, que retorna una y otra vez, obsesivamente, es la que impulsa la creatividad del artista… como le sucede al propio Allen. Ya Otto Rank se había dado cuenta (siguiendo a Leopardi y Nietzsche) de que “con la verdad no podemos vivir. Para poder vivir necesitamos ilusiones (…) como el arte, la religión, la filosofía, la ciencia y el amor”[24], pues el ser humano “necesita de un ‘segundo’ mundo, un mundo creado por los humanos, una nueva realidad que puede vivir, representar y con la que nutrirse. ‘Ilusión’ significa juego creador en el plano más elevado. La ilusión cultural es una ideología necesaria para justificarse, una dimensión heroica de la propia vida para el animal simbólico [i. e. el hombre]. Perder la seguridad de la ilusión cultural heroica es igual a morir”[25].
            Estas afirmaciones del antropólogo norteamericano nos permiten entender la frenética creatividad de la que ha hecho siempre gala Allen (hasta que las recientes acusaciones de supuestos abusos sexuales le han puesto cierto freno): como él mismo dice: “la vida es algo tan trágico [que] hay que negar la realidad para sobrevivir, de lo contrario estás perdido”[26]; y si a la creatividad artística se le une el humor y la comedia de los que antes hemos hablado, tendremos la mejor de las “fórmulas ilusorias” para olvidarnos de nuestra finitud y protegernos del desamparo vital, pensando lo menos posible en la futilidad de la existencia:

            “Hago películas para distraerme, para no pensar en la muerte. (…) En la vida real todo el mundo se busca una distracción. (…) Tienes que negar la realidad de la muerte para seguir día a día. Pero yo, incluso con todas las distracciones de mi trabajo y de mi vida, paso mucho tiempo cara a cara con mi propia mortalidad”[27].

            Con todo, hay que decir que tampoco la ilusión artística ofrece una solución definitiva al problema del sinsentido, primero, porque, como ya dijimos antes, las obras culturales son tan perecederas como las vidas de aquellos que las crearon, y, en segundo lugar, porque, aunque el arte puede desde luego ayudarnos, "nunca conducirá al ser humano a una vida más plena y feliz”[28], como se pone de manifiesto en los tristes finales de La rosa púrpura del Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985), y Acordes y desacuerdos (Sweet and lowdown, 1999), o en las amargas reflexiones del atrabiliario artista casado con una de las hermanas de Hannah. Como dice V. Hösle, el arte, para Allen, “se aproxima al escapismo, y aunque puede abrir un universo más puro que la realidad, ese mundo ideal no puede cambiar el mundo real. (…) La representación del arte que hace Allen es sombría, incluso cuando se trata de arte bueno”[29]. El arte es un bonito sueño, pero, como dice el filósofo alemán Nicolai Hartmann, no conmueve lo más mínimo “la dureza de lo real”.
            Respuesta nº 4: Los tres tipos de vida que distinguía Kierkegaard: estética, moral y religiosa, han quedado invalidados para dar una orientación definitiva a la vida: ni el arte, ni la ética ni Dios nos prestan gran ayuda cuando pretendemos salir del pozo sin fondo de la existencia. ¿Nos ofrecerá un asidero, entonces, la ilusión amorosa? Tal como lo interpreta Allen, Freud sostenía que el verdadero objetivo de la vida humana sería la búsqueda de la felicidad, identificada con el placer sexual, la satisfacción de la libido. Esto explica por qué vemos a los personajes de sus películas (sobre todo a él mismo) constantemente enredados en los complicados vínculos de las relaciones de pareja. La búsqueda del “amor de nuestra vida” es, quizás, la distracción más universalmente practicada por todos los seres humanos:

            “Lo más importante en la vida es estar distraído. Hay que buscarse problemas lo suficientemente difíciles de resolver para evitar estar preocupado por los verdaderos problemas. Los problemas relacionados con el amor son bastante entretenidos. ¿Me gustará esa mujer? El amor es una forma de evitar pensar en la vida”[30].
           
            Pero hay que decir que, como distracción, la sexualidad resulta poco satisfactoria, porque causa muchos más problemas de los que remedia, de manera que aquel que sigue sus impulsos amorosos y cambia constantemente de pareja, pensando que con este cambio va a alcanzar la ansiada felicidad, no tarda en topar con el desengaño o la depresión: ahí están multitud de personajes allenianos, o el mismo Woody para constatarlo.
* * *
            Si el amor sexual, el arte, la moral, la religión y la filosofía fracasan a la hora de ofrecernos la respuesta que esperamos para los interrogantes existenciales que acucian al ser humano, ¿qué nos queda? Bueno, como dice el personaje de Gabe en Maridos y mujeres (Husbands and Wives, 1992), “puede que, en el fondo, se trate de no pedirle demasiado a la vida”.
Habiendo asumido que la vida es ante todo dolor y sufrimiento, parece evidente que afrontar y superar el dolor es lo único que puede dar sentido a nuestro paso por la existencia; por eso Danny Rose (Allen), protagonista de Broadway Danny Rose (1984), afirma: “es importante divertirse un poco, pero también hay que sufrir; si no, se pierde el significado de la vida”[31]. En el sufrimiento se encuentra la clave que nos lleva a empatizar con el resto de los mortales, entenderlos y compadecernos de ellos.
Ahora podemos entender por qué Woody considera que el exceso de razón puede resultar peligroso: juzgar solo con el cerebro termina por hacernos escépticos, distantes, e insensibles al sufrimiento de los demás:

“La falta de sentido de culpa puede ser peor que el sentimiento de culpa, no solo para la sociedad, sino para el propio individuo, que con la capacidad de sufrir pierde también toda relación con la dimensión moral de la vida”[32].

En palabras, de nuevo, del profesor Levy (Delitos y faltas): “solo nosotros, con nuestra capacidad de amor, podemos otorgar significado al universo indiferente”[33]; mas esa capacidad de amar que Allen reivindica no debe confundirse con la simple sexualidad freudiana, sino que, aun abarcando esta, alude a un sentimiento más espiritual y profundo, como el que han entrevisto los poetas[34], pues se traduce en “hallar la alegría en cosas simples, como la familia, el trabajo, y en [la] esperanza de que las generaciones futuras comprenderán mejor”[35].
La clave al enigma de la vida ―como descubre al final de su extravagante periplo vital Boris Gruschenko― está, por tanto, en vivirla (“no ser un amargado”, dice Boris), y no hacerla peor de lo que es (Si la cosa funciona). Los verdaderos valores no puede captarlos el cerebro, sino el corazón, aunque los perciba de forma fragmentaria y fugaz, o no podamos mantener mucho tiempo la conexión sentimental con ellos. Los bienes son transitorios, pero los valores no; por eso, importa, ante todo, huir de la impostura y buscar la autenticidad, sin querer vivir la vida de los otros, como le sucede a la mayor parte de los personajes de los dramas de A. Chejov, tan admirado e imitado en sus películas por Allen[36].
En Manhattan, película en la que la ciudad de Nueva York se convierte en el prototipo de nuestra decadencia, en el paradigma de "un tiempo de catástrofes y crueldades sin límites; [donde] la vida es dura, un nido de serpientes, [en el que] el odio y el racismo [son] males endémicos de la sociedad, el desarrollo de la humanidad y el progreso [puras] leyendas urbanas, la condición humana [resulta] imposible de cambiar y los movimientos políticos y sociales no [pueden] alterar nada", haciendo que "la humanidad [sigua] atrapada en la misma ciénaga”[37], el protagonista, Ike, confiesa que lo único que cuenta en medio de este enloquecedor Maelstrom urbano es mantener nuestra integridad personal, y convencernos de que, como le enseña Tracy, su joven amante adolescente, “no todo el mundo se corrompe”, y que es necesario “tener un poco de fe en las personas”. Sí, todo se reduce a tres palabras muy simples “aceptar, perdonar y amar” (Brodway Danny Rose). Muerto Dios, y entregada nuestra vida al más absurdo azar, lo importante es que al menos nuestro corazón no muera, porque es lo único que nos queda para sobrellevar la existencia.
Al menos ahora la alternativa que se abre ante nosotros está clara: extraer fuerzas de la autenticidad, la comprensión hacia los demás y la magia que emana de esa ilusión que llaman amor, o “salir por la ventana”. Dejados de la mano de Dios, elegir entre estas dos opciones queda exclusivamente en nuestras manos; pero, por favor, antes de decidir, no olvidéis que no hay que pedirle mucho a la vida.



[1] Cf. ALLEN, W., Cuentos sin plumas. Como acabar de una vez por todas con la cultura. Sin plumas. Perfiles, Tusquets, Barcelona, 2005, pp. 27-31.
[2] Cf. ALLEN, W., Pura anarquía, Tusquets, Barcelona, 2007, pp. 169-174.
[3] LUQUE, R., En busca de Woody Allen. Sexo, muerte y cultura en su cine, Ocho y medio, Madrid, 2005, p. 46.
[4] Cf. HÖSLE, V., Woody Allen. Filosofía del humor, Tusquets, Barcelona, 2002, pp. 66 y 54.
[5] Cf. LUQUE, R., En busca de Woody Allen, op. cit., pp. 14 y 21. En El dormilón (Sleeper, 1973), el protagonista, Miles Monroe (Allen) dice: “Yo no creo en la ciencia. La ciencia es un callejón intelectual sin salida… Los científicos son tipos que despanzurran ratas y disfrutan de becas”.
[6] LYON, D., Posmodernidad, Alianza, Madrid, 1996, p. 23.
[7] LUQUE, R., En busca de Woody Allen, op. cit., p. 34.
[8]Ibid., p. 47.
[9]Ibid., p. 51.
[10]Ibid., p. 60.
[11] ALLEN, W., Delitos y faltas, Tusquets, Barcelona, 2007, p. 112.
[13] GRUESO, N., Woody Allen, el último genio, op. cit., p. 238.
[14] Parece que Woody Allen se hizo consciente de esta aniquilación radical que afecta a la totalidad del universo desde su primera infancia: “Allen ha dicho varias veces que su personalidad empezó a cambiar cuando tenía cinco años: ‘Mi madre siempre decía que al principio yo era un niño feliz y que cuando cumplí los cinco años más o menos, algo pasó (…) que me hizo un niño más amargo'. (…) Si hubiese que buscar una respuesta a este misterio en sus películas lo encontraríamos rápidamente. En Annie Hall [1977], por ejemplo, la madre de Alvy (Allen, niño) lleva a su pequeño al médico porque está continuamente deprimido. Alvy le dice que se ha enterado de que el universo se está expandiendo y que algún día explotará: ‘Algún día estallará en pedazos ―dice Alvy― y eso será el final de todo'. Luego se pregunta: ‘¿qué sentido tiene?’ En otras palabras: la muerte acecha, (…) [de manera que] el arte y la vida no tienen sentido. Tarde o temprano todo muere y nada permanece. (…) Todo se resume en la tragedia de extinguirse. Envejecer y extinguirse, (…) en eso consiste todo”. (EVANIER, D., Woody. La biografía, Turner, Madrid, 2016, pp. 98-99).
[15] Sobre el papel que juega Dios como el “ser ínfimo” en la filosofía de Sgalambro, cf. PÉREZ CORNEJO, M., “En la estela de Schopenhauer y Mainländer: la filosofía “peorista” de Manlio Sgalambro”, en: Schopenhaueriana, 3 (2018), pp. 9-24.
[16]GRUESO, N., Woody Allen, el último genio, op. cit., p. 117.
[18] SPIDELL, T. H., “God, Woody Allen and Job” Christian Scholar’s Review, 29 (3), St. Paul, 2000, cit. En: LUQUE, R., En busca de Woody Allen, op. cit., p. 143.
[19]LUQUE, R., En busca de Woody Allen, op. cit., p. 137.
[20] Cf. BAHNSEN, J., Lo trágico como ley del mundo y el humor como forma estética de lo metafísico, PUV, 2015.
[21]LUQUE, R., En busca de Woody Allen, op. cit., pp. 137 y 182.
[22]EVANIER, D., Woody. La biografía, op. cit., p. 164.
[23] BECKER, E., La negación de la muerte, Kairós, Barcelona, 2003, p. 17.
[24]Ibid., p. 276.
[25]Ibid., p. 277.
[26]GRUESO, N., Woody Allen, el último genio, op. cit., p. 117.
[27]Ibid., pp. 238 y 241.
[28]LUQUE, R., En busca de Woody Allen. op. cit., p. 127.
[29]HÖSLE, V., Woody Allen. Filosofía del humor, op. cit., pp. 101-108.
[30]GRUESO, N., Woody Allen, el último genio, op. cit., p. 178.
[31]LUQUE, R., En busca de Woody Allen, op. cit.,p. 153.
[32]HÖSLE, V., Woody Allen. Filosofía del humor, op. cit., p. 114.
[33]ALLEN, W., Delitos y faltas, op. cit., pp. 144.
[34] “Quizás tienen razón los poetas cuando dicen que el amor es la respuesta a los enigmas que nos plantea la vida” (cit. En: ALLEN, W., Delitos y faltas, op. cit., p. 61).
[35]ALLEN, W., Delitos y faltas, op. cit., p. 144.
[36] La influencia de Chejov, igual que la de Bergman se reconoce en muchas de las películas de Allen: Interiores (Interiors, 1978) Hannah y sus hermanas, Septiembre (September, 1987), Wonder Whell (2017), entre otras, se inspiran más o menos directamente en las creaciones de ambos genios.
[37]EVANIER, D., Woody. La biografía, Op. Cit.,pp. 162-163.