martes, 27 de marzo de 2012

1º y 2º de Bachillerato: Nietzsche y el concepto de decadencia: El Inocente de Visconti

   Para comprender el concepto nietzscheano de "decadencia" no hay nada mejor que ver la película El Inocente del gran Luchino Visconti. Inspirada en una novela (magnífica) de Gabriele D'Annunzio, el film cuenta la historia de Tullio Hermil, típico representante de la alta aristocracia italiana de finales del siglo XIX, refinada y decadente. Tullio es un ateo radical, que reivindica una total libertad, en contra de las convenciones sociales. Aunque está casado, se expone públicamente con su amante, la bella condesa Raffo, y su audacia llega incluso a pedirle a su mujer consejo cuando tiene problemas con su querida. Pero un día su esposa le engaña con el poeta y escritor Fabrizio d'Arborio, con el que llega a tener un hijo. Esto hará que Tullio caiga presa de los celos, y muestre hacia su mujer una pasión delirante, que le consumirá en vano, porque ella permanece fiel a D'Arborio. Al final, Tullio, vacío y desencantado, se suicida, tras asesinar fríamente al desgraciado niño (el "inocente" que da título a la película).
   Como le dice la condesa Raffo, Tullio es un monstruo, pues pretende que su ideal de libertad se aplique a todos, pero luego se muestra como un tirano, que no encuentra límites para el ejercicio de su voluntad de poder. Trata a las personas como objetos, que sólo parecen existir para satisfacer sus caprichos y su inextinguible ansia de placer. Un décadent , en definitiva, en estado puro. Lamentablemente -¿o afortunadamente?- sólo he encontrado la versón original italiana, subtitulada en francés.



jueves, 22 de marzo de 2012

1º de Bachillerato: Oswald Spengler: La decadencia de Occidente


Oswald Spengler
   (Blankenburg-am-Harz, 1880 - Munich, 1936) Filósofo alemán. Estudió matemáticas, ciencias naturales y economía. Su obra principal, La decadencia de Occidente (dos vols., 1918, 1922), tuvo muy pronto un enorme éxito entre el público. Durante algún tiempo el nazismo le mereció un juicio positivo (Los años decisivos, 1933), aunque más tarde ironizaría ferozmente contra Hitler, los nazis y su escasa inteligencia. En 1931 publicó El hombre y la técnica. Contribución a una filosofía de la vida.
   Spengler es conocido como representante del historicismo y por su teoría de la Kultur expuesta en La decadencia de Occidente. En el centro de su doctrina se encuentra la idea de la pluralidad cultural de la humanidad. La civilización, en singular, no existe. La Historia, como manifestación que es de la vida, se nos ofrece con los requisitos de toda realidad viviente, esto es, articulada e interrelacionada como están las partes activas de un organismo. La Historia es lo mismo que un proceso biológico, y, como tal, pasa por etapas necesarias de gestación, nacimiento, desarrollo y consumación. De lo cual se sigue que una determinada concreción histórica, es decir, una cultura, ha tenido unos antecedentes, nace, se manifiesta en un desarrollo propio y se extingue al final de ese proceso natural (son lo que Spengler llama las cuatro edades de la cultura).
   Con este esquema fijo se acerca Spengler al estudio de las diversas culturas: la Oriental, la Antigua, la del mundo árabe y la de Occidente. Según él, la gestación de una cultura se concreta primeramente en la asimilación de elementos mítico-místicos; sigue a ello la rebeldía contra la tradición, a la vez que se elabora un esqueleto científico. Una tercera etapa supone la hegemonía de la razón y el ejercicio de los valores democráticos. Por último, la cuarta etapa, o de decadencia, supone un momento de enfriamiento racionalista, con la inevitable aparición del escepticismo, el materialismo y el paganismo.
 Para saber más sobre Spengler, puede recomendarse el artículo de Martín López Corredoira: http://www.iac.es/galeria/martinlc/spengler.pdf
encontramos una exposición sucinta y clara de las principales tesis de Spengler, de la que extraemos los siguientes datos sobre el desarrollo de las civilizaciones, y la descripción de su proceso de decadencia:

"Visión cíclica
La visión “lineal” de la Historia debe ser abandonada a favor de una visión cíclica. Hasta ahora la Historia, y en especial la de Occidente, ha sido considerada como una progresión lineal de lo bajo hacia lo alto, a modo de peldaños de una escalera, llevando hacia una progreso ilimitado. De este modo, la Historia de Occidente termina siendo considerada como un desarrollo progresivo: tenemos Historia griega, romana, medieval y moderna; o bien antigua, medieval y contemporánea. Este concepto, insistía Spengler, es tan sólo el producto del ego occidental – como si todo en el pasado apuntase a él, como si todo lo que sucedió sirvió tan sólo para posibilitar que él apareciese como el heredero más perfeccionado de la cadena evolutiva. Frente a esta visión simplista y secuencial, Spengler propone la noción de una Historia que se mueve por ciclos definidos, observables y – al menos básicamente – independientes.

Símbolos máximos
Los movimientos cíclicos de la Historia no son los que corresponden a las meras naciones, Estados, razas o acontecimientos. Son los relacionados con las Altas Culturas. La Historia consignada de la humanidad nos ofrece ocho de ellas: la índica, la babilónica, la egipcia, la china, la mejicana (maya y azteca), la árabe (o “mágica”), la clásica (Grecia y Roma) y la europeo-occidental.
Cada cultura tiene un carácter distintivo, un “símbolo máximo”. Para la cultura egipcia, por ejemplo, este símbolo fue el “camino” o “sendero” que puede descubrirse en la preocupación de los antiguos egipcios – tanto en religión como en el arte y la arquitectura – por las etapas secuenciales transitadas por el alma. El símbolo magno de la cultura clásica fue su preocupación por el “punto presente”, esto es: la fascinación con lo cercano, lo pequeño, con el “espacio” de la visibilidad inmediata y lógica. A esto se refiere la geometría euclidiana, el estilo bidimensional de la pintura clásica y el de la escultura de los relieves. Jamás se verá en ellas un punto de fuga en el fondo – en la medida en que haya un fondo en absoluto. También con esto se relaciona la inexpresividad facial de las esculturas griegas, haciendo patente que el artista no considera nada que se halle más allá de lo externo.
El símbolo máximo de la cultura occidental es el “alma fáustica” (de la leyenda del Doctor Fausto), que expresa la tendencia a ascender y a tratar de alcanzar nada menos que el “infinito”. Sucede que este símbolo es trágico, porque expresa el intento de alcanzar lo que el mismo interesado sabe que es inalcanzable.  Se ejemplifica en la arquitectura gótica; muy en especial en el interior de las catedrales góticas con sus líneas verticales y su aparente ausencia de “techo”.
El “símbolo máximo” lo impregna todo en la cultura y se manifiesta en el arte, en la ciencia, en la tecnología y en la política. Cada espíritu cultural se expresa especialmente en su arte y cada cultura tiene la forma de arte que mejor representa su propio símbolo. La cultura clásica se expresó principalmente en la escultura y en el drama. En la cultura occidental – después de la arquitectura de la época gótica – la gran forma representativa fue la música que es, de hecho, la expresión más perfecta del alma fáustica ya que trasciende los límites de lo visible para incursionar en el “ilimitado” mundo del sonido.
Desarrollo orgánico
Las Altas Culturas son organismos “vivientes”. Siendo orgánicas por naturaleza, deben pasar por los estadios de nacimiento, desarrollo, plenitud, decadencia y muerte. Esta es la “morfología” de la Historia. Todas las culturas anteriores han pasado por estas diferentes etapas y la Cultura Occidental simplemente no puede ser una excepción. Más aún: hasta es posible detectar en cual de esos estadios orgánicos se ubica actualmente.
El punto más alto de una cultura es su fase de plenitud, que es la “fase cultural” por antonomasia. El comienzo de la declinación y el decaimiento de una cultura está constituido por el punto de transición entre su fase “cultural” y su fase de “civilización” que le sigue de modo inevitable.
La fase de “civilización” se caracteriza por drásticos conflictos sociales, movimientos de masas, continuas guerras y constantes crisis. Todo ello conjuntamente con el crecimiento de grandes “megalópolis”, vale decir: enormes centros urbanos y suburbanos que absorben la vitalidad, el intelecto, la fuerza y el espíritu de la periferia circundante. Los habitantes de estas aglomeraciones urbanas – comprendiendo al grueso de la población – se convierten en una masa desarraigada, desalmada, descreída y materialista, sin más apetitos que el pan y el circo instrumentados para mantenerla medianamente conforme. De esta masa provienen luego los felahs subhumanos, típicos representantes de una cultura moribunda.
Con la fase de la civilización viene el gobierno del dinero y sus herramientas gemelas: la democracia y la prensa. El dinero gobierna al caos y sólo el dinero saca provecho del mismo. Pero los verdaderos portadores de la cultura – las personas cuyo espíritu todavía se identifica con el alma de la cultura – sienten repugnancia ante este poder plutocrático y sus felahs servidores. Consecuentemente, se movilizan para quebrar este poder y tarde o temprano tienen éxito en su empresa pero dentro del marco de una sociedad ya masificada. La dictadura del dinero desaparece pero la fase de la civilización termina dando lugar a la siguiente, que es la del cesarismo, en dónde grandes hombres se hacen de un gran poder, ayudados en esto por el caos emergente del último período de los tiempos plutocráticos. El surgimiento de los césares marca el regreso de la autoridad y del deber, del honor y de la estirpe de “sangre”, y el fin de la democracia.
Con esto llegamos a la fase “imperialista” de la civilización, en la cual los césares con sus bandas de seguidores combaten entre si por el control de la tierra. Las grandes masas o bien no entienden lo que sucede, o bien no les importa. Las megalópolis se deshabitan lentamente y las masas poco a poco “regresan a la tierra” para dedicarse a las mismas tareas agrarias que ocuparon a sus antepasados varios siglos atrás. El frenesí de los acontecimientos pasa por sobre ellos. Y en ese momento, en medio de todo ese caos, surge una “segunda religiosidad”; un anhelo a regresar a los antiguos símbolos de la fe de esa cultura. Las masas, fortificadas de ese modo, adquieren una especie de resignación fatalista y entierran sus esfuerzos en el suelo del cual emergieron sus antepasados. Contra este telón de fondo, la cultura y la civilización creada por ella, se desvanecen."

martes, 20 de marzo de 2012

2º de Bachillerato: Agustín de Hipona: La película de Rossellini

   Dentro de la serie dedicada por Roberto Rossellini a los grandes filósofos de la historia, uno de los filmes menos conocidos del gran público es este, dedicado a San Agustín, del que a continuación os ofrezco algunos fragmentos. El realismo, así como el rigor y la profundidad, están garantizados (aunque el actor protagonista no se asemeje mucho a la idea que habitualmente tenemos del obispo de Hipona).


miércoles, 14 de marzo de 2012

1º de Bachillerato: Mundos paralelos y perspectivismo

   Una de las teorías más interesantes de los últimos tiempos es la relacionada con los denominados "universos paralelos": el carácter probabilístico de la física cuántica implicaría la existencia de infinidad de universos posibles, existiendo en paralelo, siendo el nuestro sólo uno de esos mundos.
   El sibilino Eduard Punset entrevistó a Max Tegmark, profesor de física del Massachusetts Institute of Technology, para su programa Redes, invitándole a explicarnos esta fascinante cosmovisión contemporánea que, por lo demás, me recuerda mucho a algunos aspectos de la monadología leibniciana, o a los infinitos mundos postulados por Giordano Bruno a finales del siglo XVI.



jueves, 1 de marzo de 2012

1º de Bachillerato: Jacques Monod: El azar y la necesidad

   Jacques-Lucien Monod (1910-1976) formó parte del departamento de bioquímica del Instituto Pasteur de París. Pionero en la genética molecular, fue galardonado en 1965 con el Premio Nobel por sus descubrimientos relacionados con el control genético de las enzimas. Su trabajo más conocido es El azar y la necesidad (1970), libro científico cargado de implicaciones filosóficas (próximas al pensamiento existencialista de Sartre). 
   La mayor parte de su libro está dedicada a una exposición sucinta, y que quiere ser divulgadora, de los contenidos capitales de la bioquímica en el momento actual de su desarrollo. Dice el propio autor: “la parte estrictamente biológica de este ensayo no es en absoluto original. No he hecho más que resumir nociones consideradas como establecidas por la ciencia contemporánea” (p. 11). Pero el autor no se queda en esto, sino que nos ofrece, sobre todo al final de la obra, una filosofía, que él considera extraída de la ciencia, pero que la excede en mucho, con la que quiere dar una explicación global del universo y del hombre.
Comienza el autor por examinar las diferencias existentes entre los seres artificiales y los naturales. Llega a la conclusión de que los dos están adaptados a un proyecto, especialmente cuando los seres naturales de que se trata son seres vivos, pues éstos tienen como propiedad inseparable la que Monod llama teleonomia. De todos modos se puede establecer la diferencia entre lo natural y lo artificial, pues la finalidad de lo artificial le viene impuesta desde fuera y no viene reflejada en su estructura íntima o microscópica, mientras que la finalidad de los seres vivos les viene desde dentro y afecta a su constitución microscópica. Además, los seres vivos (a diferencia de los artefactos o máquinas) se construyen a sí mismos y se reproducen de manera invariante. De esta suerte, según Monod, lo que caracteriza a los seres vivos son estas tres notas: la teleonomía, la morfogénesis autónoma y la invariancia reproductiva. Además “es absolutamente verdadero que estas tres propiedades están estrechamente asociadas en todos los seres vivientes. La invariancia genética no se expresa y no se revela más que a través y gracias a la morfogénesis autónoma de la estructura que constituye el aparato teleonómico” (p. 27).
Sin embargo, esto choca con el primer postulado del método científico: la objetividad de la Naturaleza: “Es decir, la negativa sistemática de considerar capaz de conducir a un conocimiento ‘verdadero’ toda interpretación de los fenómenos dada en términos de causas finales, es decir, de ‘proyectos’” (p. 31). Y un poco después: “Postulado puro, por siempre indemostrable, porque evidentemente es imposible imaginar una experiencia que pudiera probar la no existencia de un proyecto, de un fin perseguido, en cualquier parte de la naturaleza Mas el postulado de objetividad es consustancial a la ciencia , ha guiado todo su prodigioso desarrollo desde hace tres siglos. Es imposible desembarazarse de él, aunque sólo sea provisionalmente , o en un ámbito limitado , sin salir de la misma ciencia” (p. 31).
Monod considera que la única manera de salvar la teleonomía, como propiedad de los seres vivos, sin contradecir el postulado de la objetividad es establecer que “la invariancia precede necesariamente a la teleonomía”, o sea “que la evolución, el refinamiento progresivo de estructuras cada vez más intensamente teleonómicas, es debido a perturbaciones sobrevenidas a una estructura poseyendo la propiedad de invariancia” (p. 35). A esta idea de Monod se oponen los sistema vitalistas y animistas, a los que el autor ataca despiadadamente: a Bergson, a Elsässer y a Polanyi, a Teilhard de Chardin, a Marx y a Engels; todos ellos caen en el error del vitalismo o del animismo, es decir, en la explicación de la invariancia y de la evolución por la teleonomía, ya en la biosfera, ya en el universo entero.
Ahora bien, después de haber insistido una y otra vez en la teleonomía que manifiestan los seres vivos, llega por fin Monod a preguntarse por la ratio ultima de ella; y la respuesta no puede ser más descorazonadora: esa ultima ratio es el azar. “Se conocen hoy en día centenares de secuencias, correspondientes a distintas proteínas, extraídas de los organismos más diversos. De estas secuencias y de su comparación sistemática ayudada por los modernos medios de análisis y de cálculo, se puede hoy deducir la ley general: la del azar” (p. 109). Pero aunque el origen esté en el azar inmediatamente se establece la necesidad. “Es preciso admitir, que la secuencia 'al azar' de cada proteína está de hecho reproducida, millares o millones de veces, en cada organismo, en cada célula, en cada generación, por un mecanismo de alta fidelidad que asegura la invariancia de las estructuras” (p. 110). “Azar captado, conservado, reproducido por la maquinaria de la invariancia y así convertido en orden, regla, necesidad. De un juego totalmente ciego, todo, por definición, puede salir, incluida la misma visión” (p. 110).
Hay más, no solamente la teleonomía que se observa en la conservación o invariancia reproductiva de los seres vivos, tiene como ultima ratio explicativa el azar, sino que la misma evolución ascendente desde las especies inferiores hasta las más elevadas, también se basa en el azar. Escribe Monod: “Decimos que estas alteraciones son accidentales, que tienen lugar al azar. Y ya que constituyen la única fuente posible de modificaciones del texto genético, único depositario, a su vez de las estructuras hereditarias del organismo, se deduce necesariamente que sólo el azar está en el origen de toda novedad, de toda creación en la biosfera. E1 puro azar, el único azar, libertad absoluta, pero ciega, en la raíz misma del prodigioso edificio de la evolución: esta noción central de la biología moderna no es ya hoy en día una hipótesis, entre otras posibles o al menos concebibles. Es la sola concebible, como única compatible con los hechos de observación y de experiencia” (pp. 125-126).
Pero veamos qué es lo que Monod entiende por azar. “Se emplea esta palabra, por ejemplo, a propósito de los juegos de dados, o de la ruleta (...). Pero estos juegos mecánicos y macroscópicos no son 'de azar' más que en razón de la imposibilidad práctica de gobernar con una precisión suficiente el lanzamiento del dado o de la bola. Es evidente que un mecanismo de lanzamiento de muy alta precisión es concebible, y permitiría eliminar en gran parte la incertidumbre del resultado (...). Pero en otras situaciones, la noción de azar toma una significación esencial y no ya simplemente operacional. Es el caso, por ejemplo, de lo que se pueden llamar las 'coincidencias absolutas', es decir, las que resultan de la intersección de dos cadenas casuales totalmente independientes una de otra” (pp. 126-127). En este último sentido de “azar esencial” es como lo toma Monod en su explicación (?) de la evolución y del inicio de toda invariancia.
Pero este recurso al azar no deja de tener dificultades para el propio Monod. Ciertamente, según él: “el accidente singular, y como tal esencialmente imprevisible, va a ser mecánica y fielmente replicado y traducido, es decir, a la vez multiplicado y traspuesto a millones o a miles de millones de ejemplares. Sacado del reino del puro azar, entra en el de la necesidad, de las certidumbres más implacables” (p. 153). Pero ¿cómo explicar esto: que el azar dé lugar a la necesidad? Monod escribe: “Teniendo en cuenta las dimensiones de esta enorme lotería y la velocidad a la que actúa la naturaleza, no es ya la evolución, sino al contrario la estabilidad de las 'formas' en la biosfera lo que podría parecer difícilmente explicable sino casi paradójico” (p. 136). “La extraordinaria estabilidad de algunas especies, los miles de millones de años que cubre la evolución, la invariancia del 'plan' químico fundamental de la célula no pueden evidentemente explicarse más que por la extrema coherencia del sistema teleonómico que, en la evolución, ha jugado pues el papel a la vez de guía y de freno , y no ha retenido, amplificado , integra do más que una ínfima fracción de las posibilidades que le ofrecía, en número astronómico, la ruleta de la naturaleza” (pp. 136-137).
Pero, a pesar de esto, Monod insiste en que el azar está en la base de toda teleonomía, de toda invariancia. Por eso, como una mera aplicación de su teoría general, también echa mano del azar para explicar la aparición del hombre sobre la tierra. Esta aparición está íntimamente ligada al lenguaje. En efecto: “el lenguaje articulado, desde su aparición en el linaje humano, no ha permitido solamente la evolución de la cultura, sino ha contribuido de modo decisivo a la evolución física del hombre. Si ha sucedido así, la capacidad lingüística que se revela en el curso del desarrollo epigenético del cerebro forma parte actualmente de la 'naturaleza humana' definida en el seno del genoma en un lenguaje radicalmente diferente del código genético. ¿Milagro? Ciertamente, puesto que en última instancia se trata de un producto del azar” (p. 149).
Una vez más vemos que no escapan al propio Monod las dificultades que entraña su teoría del azar; pero la mantiene a pesar de todo, porque, según él, “esta concepción es la única compatible con los hechos” (p. 153). No obstante resultan chocantes algunos párrafos de Monod como los siguientes: “El milagro está 'explicado': nos parece aún milagro. Como escribió Mauriac: 'Lo que dice este profesor es mucho más increíble aún que lo que nosotros, pobres cristianos, creemos'” (p. 153). “Pero el mayor problema es el origen del código genético y del mecanismo de su traducción. De hecho, no es de un 'problema' de lo que debería hablarse, sino más bien de un verdadero enigma” (p. 157). “El enigma sigue, y envuelve también la respuesta a una pregunta de profundo interés. La vida ha aparecido sobre la tierra: ¿cuál era antes del acontecimiento la probabilidad de que apareciera? No queda excluida, al contrario, por la estructura actual de la biosfera, la hipótesis de que el acontecimiento decisivo no se haya producido más que una sola vez. Lo que significaría que su probabilidad a priori es casi nula” (pp. 158-159). La aparición del hombre es “otro acontecimiento único que debería, por eso mismo, prevenirnos contra todo antropocentrismo. Si fue único, como quizá lo fue la aparición de la misma vida, sus posibilidades, antes de aparecer, eran casi nulas. El Universo no estaba preñado de la vida, ni la biosfera del hombre. Nuestro número salió en el juego de Montecarlo. ¿Qué hay de extraño en que, igual que quien acaba de ganar mil millones, sintamos la rareza de nuestra condición?” (pp. 159-160).
Pero ¿no debería todo esto hacer vacilar a Monod acerca del postulado de la objetividad; es decir, de la necesidad, que es fundamental para la ciencia? No hace vacilar aquel postulado en absoluto, sino que lo mantiene a toda costa. Incluso a riesgo de anular toda ética o toda vida humana apoyada en valores. Así escribe: “Desde el momento en que se propone el postulado de la objetividad como condición necesaria de toda verdad en el conocimiento, una distinción radical, indispensable en la búsqueda de la verdad, es establecida entre el dominio de la ética y el del conocimiento. E1 conocimiento en sí mismo es excluyente de todo juicio de valor, mientras que la ética, por esencia no objetiva, está siempre excluida del campo del conocimiento” (pp. 187-188). La única ética que cabe ya es la ética del propio conocimiento “La ética del conocimiento escribe—, creadora del mundo moderno, es la única compatible con él, la única capaz, una vez comprendida y aceptada, de guiar su evolución” (p. 190). Con lo que se llega a esta conclusión desoladora: “La antigua alianza esta ya rota; el hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del Universo de donde ha emergido por azar. Igual que su destino, su deber no está escrito en ninguna parte” (p. 193). [Fuente: http://www.opuslibros.org/Index_libros/Recensiones_1/monod_has.htm]