Temas de 2º de Bachillerato Prueba EVAU: Historia de la Filosofía (LOMLOE)

 

TEMAS DE 2º DE BACHILLERATO (PRUEBAS EVAU)
HISTORIA DE LA FILOSOFÍA

 

MATERIALES ELABORADOS POR: MANUEL PÉREZ CORNEJO
Dr. en Filosofía y Licenciado en Historia del Arte
Profesor de Filosofía del I. E. S. "Lope de Vega" de Madrid

FILOSOFÍA ANTIGUA

 

LA FILOSOFÍA ANTIGUA I: PLATÓN

 

 







LÍNEAS PRINCIPALES DEL PENSAMIENTO DE PLATÓN (427-347 a. C.)

 

  1) Teoría del conocimiento y antropología

 

   Con anterioridad a Platón, el problema del conocimiento lo habían abordado los filósofos presocráticos, los sofistas y Sócrates, manteniendo diferentes posiciones al respecto.

A) Los filósofos presocráticos griegos –es decir, aquellos que trabajaron antes de Sócrates- se habían ocupado de estudiar la naturaleza (physis), intentando averiguar cuál es la verdadera realidad: la que conocen nuestros sentidos, o la que conoce nuestra razón.

   Dentro de los presocráticos, hay que destacar, en primer lugar, a Pitágoras de Samos (572-496 a.C.), quien mantenía que los números son los “principios”, es decir, los constituyentes fundamentales de la naturaleza. Asimismo, sostenía la teoría de la reencarnación, o metempsicosis, recogida de la religión órfica, según la cual el alma humana transmigra de un cuerpo a otro, hasta alcanzar la redención de sus culpas, y librarse del ciclo de reencarnaciones, elevándose a un mundo superior, divino.

   Hay que citar también a Parménides de Elea (540- 470 a.C.) y Héráclito de Éfeso (544-484 a.C.), quienes en relación con el problema del conocimiento habían presentado dos teorías contrapuestas:

   Parménides había sostenido que la verdadera realidad es el Ser, que sólo puede conocer el pensamiento; por consiguiente, el mundo de los sentidos es ilusorio y el movimiento es aparente, no existe. La verdadera realidad, el verdadero Ser, que únicamente puede conocer nuestra razón, no cambia jamás (como demuestran las matemáticas). Parménides afirma, en suma, que “pensar y ser son uno y lo mismo”.

   Heráclito, en cambio, sostenía que la verdadera realidad es la que conocen nuestros sentidos, que nos muestran una naturaleza en permanente movimiento, en constante devenir. Ese movimiento se produce, según Heráclito, por la dialéctica, es decir, la “guerra o lucha de contrarios”: Para Heráclito, por tanto, nada está fijo en la realidad, sino que en ella “todo fluye” (panta rêi).

   B) Los sofistas (del griego sophistés:” maestro” o “profesor”), como Protágoras de Abdera (485-411 a.C.) y Gorgias de Leontini (485-380 a.C.), mantenían el escepticismo, es decir, sostenían que no existe ninguna verdad absoluta, sino que toda verdad depende del punto de vista particular adoptado por cada sujeto. No existe, por tanto, ningún conocimiento científico universalmente cierto, sino que sólo hay una multitud de opiniones diferentes, todas ellas igualmente justificadas. Para Protágoras “el hombre es la medida de todas las cosas”, y por tanto el conocimiento es relativo a cada ser humano particular y concreto.

   C) En cambio, Sócrates (470-399 a.C.) -maestro de Platón y principal protagonista de sus Diálogos- rechazaba el escepticismo de los sofistas, y sostenía que, ejercitando el alma racional, es posible alcanzar la sabiduría, esto es, el conocimiento científico de la verdad, basado en un conocimiento racional, objetivo y universalmente válido de los objetos (tomando como ejemplo el conocimiento matemático).

 

* * *

  

   Influido por la teoría matemática de Pitágoras, el concepto del Ser inmutable de Parménides y la teoría del alma racional de Sócrates, Platón va a mantener, frente al escepticismo de los sofistas, la validez universal del conocimiento científico, así como la existencia de valores éticos y estéticos universalmente válidos (la justicia, la belleza, lo útil, el bien…), a los que debería ajustarse la conducta del hombre.

   Para fundamentar sólidamente su teoría del conocimiento, Platón va a formular el primer gran sistema filosófico de Occidente: su teoría de las ideas, según la cual los conceptos universales, tanto los conceptos científicos (especialmente los conceptos matemáticos), como los conceptos éticos y estéticos, son ideas, es decir, un tipo de ser especial, abstracto, diferente de los seres materiales, sensibles.

   La teoría de las ideas implica, por tanto, un dualismo cosmológico, es decir, Platón mantiene que, si queremos explicar qué tipo de ser les corresponde a los conceptos universales abstractos, es necesario admitir la existencia de dos mundos diferentes:

   1) Por una parte, el mundo de las ideas o mundo inteligible, constituido por una pluralidad de seres inmateriales, eternos e inmutables: las ideas. Por ejemplo, el hecho de que reconozcamos como “triángulos” diversas figuras, permite deducir que hay un arquetipo común, o idea, de “triángulo”, que comparten todas las figuras de esta clase, que determina su forma esencial. Y lo mismo sucede con cualquier clase de objetos, o cualidades: “árbol”, “hombre”, “azul”, “grande”, “pequeño”, “igual”, etc.

   Las ideas, según Platón, son los arquetipos de la realidad, es decir, los modelos según los cuales están formados los objetos del mundo visible, que son simples copias o imitaciones de las ideas.

   El idealismo platónico es objetivo, pues las ideas existen independientemente de que el hombre las conozca o piense. No nacen de nuestra conciencia, sino que la conciencia puede llegar a conocerlas, o no, según sea educada. Además, el mundo de las ideas tiene un rango superior al mundo corporal o material. Las ideas son el auténtico y verdadero ser, de manera que el mundo de las ideas es el mundo verdadero, la verdadera realidad, mientras que el mundo corporal o sensible es puramente aparente, engañoso e ilusorio.

   El mundo de las ideas, en fin, no forma un conjunto disperso, sino que se encuentra jerarquizado, y posee una estructura “piramidal”: En el grado inferior, más próximo al mundo sensible, se encuentran las ideas matemáticas (“dualidad”, “triangularidad”…); a continuación, se sitúan las ideas de objetos (“hombre”, “caballo”…), cualidades (“azul”, “rojo”, “color”…), relaciones (“mayor que…”, “menor que…”, “igual a…”) y actividades (“fuerza”, “potencia”…); seguidamente, las ideas éticas y estéticas (“justicia”, “nobleza”, “belleza”…); finalmente, en su cúspide se encuentra la idea del Bien, que en la filosofía platónica ocupa una posición clave, porque es la causa de todas las ideas, se sitúa por encima de todas ellas, y es el origen y fin de todo ser. Sólo del Bien extraen las demás ideas su ser y su valor; además, es el Bien lo que proporciona orden, unidad y medida a todos los objetos, tanto sensibles como inteligibles.

   Para explicar la posición que ocupa la idea del Bien en el mundo inteligible, Platón utiliza en el Libro VI de su diálogo La República, el ejemplo del Sol: La posición del Bien dentro del mundo inteligible es comparable a la del Sol en el mundo visible: al igual que el Sol es fuente de vida, de crecimiento y de desarrollo en el mundo material, también la idea del Bien es la fuente de la que emana todo ser y existencia en el ámbito ideal.

   2) Frente al mundo de las ideas, se encuentra el mundo sensible, subordinado a aquél, y compuesto por los objetos de la experiencia. Es un mundo aparente, de sombras, que obtiene su ser sólo por participación o imitación (“mimesis”) del único mundo que existe realmente: el mundo de las ideas.

   Como puede verse, con su teoría de las ideas, Platón lleva a cabo una síntesis de las filosofías anteriores, pues el mundo de las ideas posee las características de inmutabilidad que atribuía al Ser Parménides, en él se encuentran los números de Pitágoras, así como los valores éticos universales de Sócrates; en cambio, el mundo sensible es un mundo en perpetuo devenir (Heráclito), y en él domina el relativismo de las opiniones (Sofistas).

   Con su teoría de las ideas, además, Platón consigue fundamentar rigurosamente la ciencia (son las ideas las que proporcionan un conocimiento universalmente válido), la ética y la estética (los valores éticos y artísticos universales se sustentan sobre ideas) y la política (la acción del político ha de orientarse por valores ideales, que eviten la corrupción).

   No obstante, esta teoría plantea dos importantes problemas:

   En primer lugar: ¿Qué relación existe entre el mundo de las ideas (universal y eterno) y el mundo sensible (compuesto por seres concretos, materiales, temporales y en constante devenir)? Platón aborda esta cuestión en su diálogo Timeo, donde introduce la figura del “Demiurgo”, o Artesano divino, una Inteligencia superior que, tomando como modelo el mundo eterno de las ideas, introduce los arquetipos ideales en la masa material sensible caótica que llena el espacio vacío. El Demiurgo ordena la materia en el espacio, de acuerdo con el modelo eterno de las ideas, introduciendo armonía y orden en ella, y organizándola en un “Cosmos”, sometido a proporciones matemáticas rigurosas, que garantizan su armonía.

   Un segundo problema que plantea la teoría de las ideas es el de su conocimiento: Si las ideas están separadas del mundo sensible, ¿cómo podemos llegar a conocerlas?

   Platón responde con su antropología: Igual que existen dos realidades o mundos distintos: el sensible y el inteligible, también el ser humano se divide en dos partes: cuerpo y alma. El cuerpo es parecido al mundo sensible, porque es visible y cambiante, como él; en cambio, el alma es afín al mundo de las ideas, al que sólo puede acceder la razón o la inteligencia. Y del mismo modo que el mundo ideal es inmortal, perfecto y superior al mundo sensible, también el alma es inmortal y más perfecta que el cuerpo.

   En el diálogo Fedón, en el que Platón narra los últimos momentos de Sócrates antes de morir, demuestra que el alma es inmortal, utilizando dos argumentos:

1) El argumento de los contrarios: Todas las cosas se originan a partir de su contrario (lo mayor de lo menor, lo débil de lo fuerte, etc.); en consecuencia, también la vida ha de surgir de la muerte, de manera que el alma, por su naturaleza simple, no puede morir, sino que ha de ser inmortal.

2) El segundo argumento corresponde a la famosa teoría platónica del conocimiento como reminiscencia o recuerdo de las ideas (“anámnesis”): Debe existir en nosotros un conocimiento previo de las ideas, como “igualdad”, “bien”, “justicia”, belleza” …, porque, si no fuese así, no podríamos reconocer que unos objetos son más o menos iguales, bellos, justos o buenos que otros; únicamente podemos juzgarlos si tales ideas están ya de algún modo previamente en nuestra mente.

   Esto significa que, al alma, antes de nacer, pertenecía al mundo inteligible, y habitaba en él; allí contemplaba, junto con los dioses, todas las ideas; pero al encarnarse y caer prisionera en la “cárcel” del cuerpo, “olvidó” dicho conocimiento, por lo que debe tratar de recuperarlo.

   Mediante el contacto con los objetos del mundo sensible, especialmente los objetos bellos, se suscita en el alma el amor al conocimiento, y empieza a recordar las ideas, haciéndose de nuevo consciente de ellas. A ese proceso de paulatino recuerdo de las ideas es a lo que habitualmente denominamos aprendizaje. Por consiguiente, concluye Platón, aprender no es otra cosa que recordar ideas que el alma ya sabía, pero olvidó al ingresar en el cuerpo, cuando nació el individuo.

   Platón entiende el aprendizaje como un proceso de purificación del alma respecto del cuerpo, por el que esta atraviesa una serie de grados de conocimiento, cada vez más elevados, hasta que llega a conocer la verdad, gracias a la filosofía. En el Libro VI de La República, Platón presenta el denominado ejemplo de la línea, en el que establece un paralelismo entre los grados del conocimiento y los grados del ser, valiéndose de una línea imaginaria. Ya vimos que, según Platón hay dos mundos: el mundo sensible y el mundo inteligible; pues bien, según esto, Platón distingue también dos grandes tipos de conocimiento:

a)    La opinión (dóxa), conocimiento correspondiente al mundo sensible. Incluye, a su vez, dos tipos de conocimiento:

a.1) La imaginación o conjetura (eikasía), que es el tipo de conocimiento más imperfecto, porque hace referencia a las sombras e imágenes de los objetos sensibles, es decir, a lo visible indirectamente.

a.2) La creencia (pístis), que hace referencia a los objetos y seres vivos que forman el mundo sensible, es decir, a lo directamente visible. El estudio de dichos objetos se halla encomendado, según Platón, a la Física, que a su juicio no es ciencia, puesto que se refiere al mundo sensible, que es una falsa realidad.

b)    El conocimiento superior es la ciencia o epistéme, que hace referencia al mundo inteligible. Siguiendo el símil de la línea, también pueden distinguirse en la ciencia dos grados de conocimiento:

b.1) En primer lugar, el razonamiento discursivo (dianoia), conocimiento que ya hace referencia a las ideas, pero que todavía utiliza hipótesis sensibles para realizar sus razonamientos, y no logra superar por completo la esfera de lo sensible. Las ciencias que corresponden a este grado del conocimiento son las ciencias matemáticas: Aritmética, Geometría, Astronomía y Música. Las ciencias matemáticas preparan al alma para ascender al mundo ideal, ya que le dan un fuerte impulso hacia la región superior, arrancándola del mundo del devenir, y acostumbrándola a la contemplación de objetos inteligibles (por eso, según parece, en la puerta de la Academia estaba escrito: “Nadie entre aquí, si no sabe geometría”).

b.2) El grado más elevado y perfecto del conocimiento es la inteligencia pura (nóesis). Se ocupa de conocer las ideas en sí mismas y sus relaciones, prescindiendo ya de toda base sensible. Se trata de un conocimiento directo e intuitivo de las ideas, por parte del espíritu (nous), a través de la “visión mental” de las mismas. La ciencia correspondiente es la dialéctica (método propio de la filosofía), gracias a la cual el alma vuelve a alcanzar una contemplación del mundo ideal, que había olvidado. La dialéctica posee dos sentidos: un sentido ascendente (anábasis), por el que la mente se remonta de idea en idea, hasta contemplar la idea suprema del bien; y un sentido descendente (diáiresis), proceso inverso, por el que la mente reconstruye la serie de las ideas que configuran los objetos del mundo sensible.

   Para aclarar de un modo intuitivo el proceso de ascenso en el conocimiento, mediante el cual el alma rememora progresivamente el mundo de las ideas, hasta alcanzar la contemplación de la idea del bien, Platón utiliza en el Libro VII de La República una narración simbólica ya famosa: el “mito de la caverna”.

   En este mito, Platón expone la diferencia existente entre las tinieblas en las que se halla el ser humano en su estado de ignorancia de las Ideas, y la “iluminación espiritual” que experimenta al alcanzar un conocimiento de las mismas, tras atravesar los distintos grados del conocimiento.

   Platón asemeja el estado habitual de los seres humanos (es decir, el estado de ignorancia de las Ideas) con el de unos prisioneros que se hallan encadenados desde su nacimiento en el fondo de una oscura caverna, de cara a la pared. Entre los prisioneros y la parte de atrás de la caverna, se sitúa una pared, y más allá de dicha pared, una hoguera; entre la pared y la hoguera, circulan otros hombres llevando objetos, cuyas sombras se reflejan en el fondo de la caverna, siendo contempladas por los prisioneros, que las toman por la auténtica realidad.

   Sin embargo, uno de los prisioneros es liberado de sus cadenas y, tras un penoso de ascenso, sale al mundo exterior, donde queda deslumbrado por luz del día, a la que se acostumbra poco a poco, contemplando primero el cielo estrellado, y, más tarde, la luz del Sol. Deseoso de comunicar su conocimiento a sus compañeros de prisión, retorna a la caverna, para liberarles; sin embargo, fracasa en su propósito, ya que, acostumbrados a las tinieblas, ninguno de sus compañeros cree en sus palabras, de manera que le ridiculizan y, cansados de su insistencia, amenazan con matarle, reduciéndole al silencio.

 

 


 


 

2) Ética

 

   Antes de Platón, el problema de la ética había sido abordado por los sofistas y por Sócrates, quienes tenían en este punto posiciones enfrentadas. Protágoras y Gorgias habían sostenido un relativismo absoluto, afirmando que no existe ningún valor ético permanente, sino que hay tantas opiniones sobre lo bueno y lo justo como seres humanos hay, de manera que no cabe establecer ninguna ley moral universalmente válida; la única ley eterna es la ley de la naturaleza, mientras que las leyes morales son convencionales, y las han inventado los débiles para defenderse de los individuos naturalmente más fuertes.

   Sócrates, en cambio, rechazaba el relativismo ético de los sofistas, y mantenía el intelectualismo ético, es decir, sostenía que únicamente el sabio, aquel que es capaz de conocer y definir correctamente los valores éticos, puede actuar correctamente, porque sabe lo que debe hacer en cada momento; en cambio, quien es ignorante (es decir, quien ignora dichos valores), siempre actuará mal. Para Sócrates, por consiguiente, quien hace el mal, lo hace por ignorancia del bien: si conociera el bien, necesariamente lo elegiría.

 La ética platónica, inspirada en la de Sócrates y opuesta a los sofistas, se apoya en su teoría de las ideas. Platón distingue en el ser humano tres tipos de almas: el alma racional, capaz de conocer el mundo de las ideas; el alma irascible, correspondiente al ánimo o voluntad, y el alma apetitiva o concupiscible, que corresponde a los apetitos y pasiones inferiores del cuerpo.

   El alma racional, habiendo adquirido el conocimiento de las ideas, ha de controlar a las otras dos almas, es decir, la razón ha de controlar la voluntad y las pasiones inferiores. Así, el alma alcanza el equilibrio, pues cada una de sus partes desempeña la función que le corresponde: el alma racional posee entonces la virtud de la prudencia; el alma irascible, la virtud de la valentía y el alma apetitiva la virtud de la templanza o moderación.

Cuando ese equilibro se consigue, el alma alcanza la virtud de la justicia, que implica la armonía entre todas las partes del alma, y es la virtud más noble y elevada.

En el diálogo Fedón, para explicar el destino del alma tras la muerte, Platón expone la teoría de la metempsicosis o reencarnación, que adopta de la religión órfica y del pitagorismo: Señala que, al morir el hombre, el alma racional se separa del cuerpo, yéndose al mundo de las ideas, donde convive con lo divino e inmortal; pero esto sólo lo logran aquellas almas que se han dedicado a la filosofía, preparando su mente para la muerte y la posterior separación entre cuerpo y alma, alcanzando el conocimiento de las ideas y purificándose de las pasiones del cuerpo; en cambio, aquellas otras almas que se han dejado arrastrar por los placeres sensibles, o por la injusticia, sin recuperar el conocimiento de las ideas, vagarán durante un tiempo como almas atormentadas, hasta reencarnarse en nuevos seres humanos, o en seres inferiores, como animales.

Por otra parte, igual que su maestro Sócrates, Platón va a mantener el intelectualismo ético: únicamente aquellos individuos que, tras un largo proceso de purificación del alma, a través del estudio, han conseguido ascender por los grados del conocimiento, hasta contemplar el mundo de las ideas, especialmente la idea del Bien, alcanzando la sabiduría, están en condiciones de saber lo que es la virtud y practicarla; de manera que sólo ellos estarán capacitados para gobernar rectamente y conducir con justicia los asuntos del Estado. De aquí concluye Platón que sólo el filósofo, o un gobernante educado en la filosofía pueden ser buenos gobernantes.

 

3) Sociedad y política

 

   La teoría política de Platón está muy condicionada por la situación de profunda crisis social y política que afrontaba Atenas, después de su derrota ante Esparta, tras la Guerra del Peloponeso (431-404 a.C.). Terminada la guerra, se sucedieron un gobierno dictatorial (el llamado “Gobierno de los Treinta Tiranos”), y otro democrático; pero ambos regímenes dieron muestras de una enorme crueldad y corrupción, cometiendo todo tipo de injusticias, entre ellas la condena a muerte de Sócrates, el maestro de Platón, quien fue ajusticiado en 329 a.C., por denunciar los abusos de poder cometidos por los sucesivos gobernantes (aunque el pretexto para condenarlo fue haber “corrompido a la juventud” con sus doctrinas).

   Durante este período caótico, el joven Platón fue invitado a participar varias veces en política; pero rechazó estas ofertas, al comprobar la corrupción dominante. El desengaño experimentado ante la política real, le llevó a Platón a comprender, como dice en su Carta VII, que “todos los Estados actuales están mal gobernados”, y le inclinó a pensar que sólo habrá justicia en la vida política, si los filósofos acceden al poder, o si los gobernantes son educados en la filosofía, para hacerles conocer el ideal de la justicia.

   Filosóficamente, el problema de la política lo habían abordado tanto los sofistas como Sócrates. Los sofistas, en el marco de su relativismo, sostenían que las leyes políticas son convencionales, y carecen de validez absoluta. En la política rigen las pasiones y las opiniones, que varían constantemente, por lo que el político hábil debe saber aprovechar la ocasión favorable, y utilizar hábilmente la oratoria y la retórica, para atraerse la opinión de la multitud y obtener el éxito. Sócrates, en cambio, sostenía que la racionalidad y la sabiduría deben regir la acción política: únicamente el sabio, es decir, aquel que sabe lo que es el bien y la justicia, debe gobernar el Estado, porque el gobierno de los que ignoran los valores éticos conduce siempre a la injusticia y al desorden político.

   Partiendo de estos antecedentes, y apoyándose en su teoría de las ideas, Platón va a proponer una teoría del Estado ideal, que permita instaurar la virtud y la justicia en la sociedad. El filósofo ateniense expone su teoría política en el diálogo La República, donde se ocupa del problema de la justicia. Enfrentándose a los sofistas, ofrece el arquetipo o paradigma de la República o Ciudad ideal, tal como se encuentra inscrito en el cielo eterno e inmutable de las ideas. Platón no nos ofrece, por tanto, una descripción de un Estado realmente existente, sino que más bien, formula una descripción de cómo debería ser el mejor Estado posible, construyendo así una utopía política.

   Para Platón, el fin último del Estado ha de ser garantizar la felicidad de los ciudadanos que lo componen, y esto sólo será posible si los gobernantes se inspiran en el orden inmutable de las ideas. Por eso, en el Estado ideal platónico, el gobierno pertenece a los filósofos, o a aquellos que practican la filosofía.

    La teoría política de Platón se basa, por otra parte, en su ética, pues Platón establece una estricta correlación entre el alma humana y el Estado. La estructura de la ciudad ideal corre paralela al modelo armónico del alma, de manera que la armonía y justicia en el plano individual tienen un reflejo en la armonía y justicia del Estado. Igual que el alma del hombre se encuentra jerarquizada en tres partes: racional, irascible y apetitiva, también el Estado se encuentra estrictamente jerarquizado, y se divide en tres clases o estamentos sociales, que se corresponden con las partes del alma. A cada clase (integrada por miembros de ambos sexos) se le asigna una tarea y una virtud, adecuada a la naturaleza de los individuos que la componen, ya que, a juicio de Platón, no todos los seres humanos están igualmente dotados por la naturaleza, y por consiguiente no deben realizar las mismas funciones:

a)           En primer lugar, se encuentra la clase de los sabios, o filósofos-gobernantes, a los que Platón denomina “naturalezas de oro”, puesto que en ellos domina el alma racional. Sus virtudes esenciales son la sabiduría y la prudencia; se trata de aquellos individuos que, a través de un largo proceso educativo, han logrado alcanzar un conocimiento de las ideas, y por tanto tienen a su cargo la legislación del Estado. Han de encargarse de instruir al resto de los ciudadanos en la virtud.

b)           La clase o estamento militar, los guerreros o guardianes del Estado, a los que Platón denomina “naturalezas de plata”, puesto que en ellos predomina el alma irascible. Se ocupan de la defensa del Estado, tanto en el interior como en el exterior, y su virtud esencial debe ser la fortaleza.

c)           La clase o estamento productor, los artesanos, comerciantes y labradores, a los que Platón denomina “naturalezas de bronce”, puesto que en ellos predomina el alma apetitiva. Su misión es asegurar el aprovisionamiento de la comunidad, y su virtud fundamental debe ser la templanza.

   La justicia en el Estado ideal platónico depende de que exista un equilibro o armonía entre las tres clases sociales que lo componen: Cada una debe ocupar el lugar que tiene asignado, sin pretender salirse de él.

   Dado que las dos clases superiores deben consagrar su vida al bien de la comunidad y al servicio del Estado, Platón establece para ellas un régimen comunista, mediante la abolición de la propiedad privada y de la familia. La educación de los niños deberá ser regulada por el Estado, que establecerá una selección de los mejores para desempeñar cada tarea. De este modo, gobernantes y guerreros estarán a salvo de los peligros de la ambición personal, o de casta. La clase de los productores, en cambio, sí podrá tener propiedad privada.

   Al margen de su teoría de la República ideal, Platón elaboró también una teoría de la evolución de las formas políticas, es decir, de los Estados realmente existentes, caracterizada por un fuerte pesimismo. Según esta teoría, el devenir histórico de los Estados conduce necesariamente a su degradación. El primer tipo de Estado es la aristocracia (forma más perfecta), a la que le sigue la timocracia (dominio del ansia de honores y ambición de los guerreros), luego la oligarquía (gobierno de los más ricos), y finalmente la democracia (el pueblo elimina a los ricos, impone una libertad inmoderada y se desprecian las leyes). Así se desemboca en la tiranía, que supone la ruina definitiva del Estado, y es la peor forma de gobierno posible. Como sentencia Platón: “De la extrema libertad surge la mayor esclavitud”.

* * *

LA FILOSOFÍA ANTIGUA II: ARISTÓTELES

 


 


 

1) Introducción

 

   Aristóteles estudió en Atenas y fue miembro de la Academia de Platón durante unos veinte años. Muerto Platón, viajó por Assos y Mitilene, dedicándose a estudios relacionados con la zoología y la naturaleza. Fue preceptor de Alejandro Magno, quien lo protegió y con quien mantuvo una relación de amistad. En Atenas fundó el Liceo, escuela conocida por el nombre de peripatos, por la costumbre de Aristóteles de impartir sus clases paseando.

 

2) Líneas principales del pensamiento de Aristóteles (384-322 a.C.)

 

   a) Teoría de la realidad

 

   Frente al idealismo de su maestro Platón, Aristóteles va a mantener el realismo: no existen dos mundos separados, uno sensible y otro inteligible, sino un único mundo real, formado por objetos individuales: las sustancias. Cualquier individuo, o sustancia, es un compuesto hilemórfico, es decir, un combinado de materia (hylé) y forma (morphé).

   La forma aristotélica es la idea platónica, unida indivisiblemente a la materia a la que configura. Las formas son universales y son, asimismo, lo que conoce la ciencia, que se ocupa de estudiar conceptos generales. La materia es el principio de individuación, que da lugar a un ser concreto, particular.

   Con su teoría de la sustancia como compuesto hilemórfico, Aristóteles sintetiza el principio material, que recoge de los presocráticos, con el principio ideal, aportado por Platón, para explicar la estructura de la realidad.

   Las ciencias que estudian la realidad se ordenan por su grado de abstracción, y son la metafísica, las matemáticas y la física.

   A) La metafísica, filosofía primera o sabiduría, es la ciencia más abstracta y difícil, según Aristóteles. Se ocupa de estudiar las primeras causas y principios de la realidad; y como lo más básico que existe es el ser, la metafísica se encarga de estudiar el ser en tanto que ser. Pero, aunque el ser es único, se manifiesta de diez maneras diferentes, que Aristóteles denomina las categorías. La lista de las categorías se obtiene analizando la oración; ésta se divide en sujeto y predicado; por tanto, la primera categoría y más fundamental, es la de sustancia, o sujeto; las nueve categorías restantes: cantidad, cualidad, relación, lugar, tiempo, situación, posesión, acción y pasión, son accidentes, o modificaciones que se predican de la sustancia.

   También introduce Aristóteles su teoría de las cuatro causas, según la cual la explicación de cualquier ser requiere mencionar las cuatro causas que lo han producido: formal, material, eficiente y final. La causa formal es la forma que caracteriza a un ser; la causa material, la materia de la que está hecho, sobre la que actúa la forma; la causa eficiente es el agente o motor que produce algún cambio, y la causa final es la meta u objetivo hacia el que se orienta dicho cambio.

   B) Aristóteles distingue entre seres artificiales, que no se mueven por sí mismos, y seres naturales, que poseen por sí mismos el principio del movimiento y del reposo. La física es la ciencia que se encarga de estudiar los seres naturales y su movimiento.

   Aristóteles explica el movimiento mediante los conceptos de ser en potencia (dynamis) ser en acto (enérgeia, entelequia). El movimiento es el paso del ser en potencia al ser en acto: un ser que estaba privado de cierta forma, pero puede tenerla, pasa a adquirirla efectivamente, moviéndose.

   Como todo movimiento requiere un ser en acto previo, que actúe como causa eficiente o motor del cambio, y además siempre se dirige hacia una meta, que actúa como causa final del movimiento; habida cuenta, asimismo, de que resulta imposible la existencia de una serie infinita de motores y de móviles en la naturaleza, es necesario admitir la existencia de un primer motor inmóvil, acto puro, que es causa y fin último de todos los movimientos del universo. Ese motor inmóvil es identificado por Aristóteles con Dios.

   Por lo demás, Aristóteles divide el universo en dos partes: el mundo supralunar, formado por las esferas de los astros, perfecto e inmutable, y el mundo sublunar, terrestre e imperfecto, formado por seres compuestos por los cuatro elementos: agua, aire, tierra y fuego.

 

   b) Antropología y teoría del conocimiento

 

   Para Aristóteles, el hombre, como cualquier otra sustancia, se compone de forma (alma) y materia (cuerpo), siendo el alma el principio vital que organiza y anima al cuerpo. Aunque el alma es única, puede estar dotada de distintas funciones, que dan lugar a tres tipos de almas: el alma vegetativa, propia de los animales, dotada de funciones nutritivas; el alma sensitiva, propia de los animales, dotada de funciones nutricionales y sensitivas, y el alma racional, naturaleza específica del ser humano, dotada de funciones intelectivas, o pensamiento.

   Como forma y materia van siempre unidas, alma y cuerpo son inseparables: por eso, Aristóteles sostiene que el alma humana es mortal, aunque en su tratado Sobre el alma afirma que existe una parte del alma racional: el intelecto agente, que conoce las formas abstractas, y por eso parece ser eterno, inmortal y separado del cuerpo.

   Mientras que en Platón el conocimiento hacía referencia a un mundo superior y diferente al sensible: el mundo de las ideas, Aristóteles adopta en el ámbito del conocimiento una posición netamente empirista: Todo nuestro conocimiento comienza por la sensación y culmina en el pensamiento, ejercido por el alma racional. Por eso Aristóteles, al comienzo de su Metafísica, afirma que “todos los hombres por naturaleza (es decir, por su naturaleza racional) desean conocer”.

   Conocer es “poseer intencionalmente la forma del objeto conocido”; y esto lo logra el alma mediante un proceso de abstracción de las formas universales, a partir de los objetos sensibles, dados en la experiencia. Este proceso de abstracción, que realiza el alma racional, consta de tres fases:

1ª) La sensación: es el nivel más bajo del conocimiento, en el que se captan las formas del objeto singular conocido, pero sin su materia.

2ª) La imaginación supone un grado superior de abstracción, intermedio entre la simple sensación y el pensamiento puro, pues hace referencia a las imágenes de los objetos que extrae el alma por inducción, a partir de una acumulación de experiencias concretas. Dichas imágenes, que se almacenan en la memoria, no son ya objetos particulares, pero tampoco corresponden a las formas puras universales.

3ª) El pensamiento abstracto, en el que se conocen las formas universales, consideradas en sí mismas, y separadas por completo de su base material. Aristóteles explica el pensamiento abstracto distinguiendo dos entendimientos: uno en potencia, para recibir y conocer las formas universales, y otro, agente, que produce los conceptos inteligibles, y es un “estado análogo a la luz”. Al primero lo llama entendimiento paciente, o en potencia, y al segundo, entendimiento agente, o en acto. Es a este último al que Aristóteles considera separado, inmortal y eterno.

   A partir de aquí, Aristóteles distingue entre experiencia (conocimiento particular), arte (conocimiento universal) y ciencia (conocimiento de lo universal y necesario, es decir, de los principios y causas de la realidad).

   Asimismo, distingue tres tipos de ciencias:

 

1)    Ciencias teóricas o especulativas: Su objeto es alcanzar un saber desinteresado o puro. Se ordenan según su grado de abstracción: metafísica, matemáticas y física.

2)    Ciencias prácticas: Se ocupan del comportamiento humano, en orden a que el hombre alcance la felicidad, individualmente, o dentro del Estado: ética y política.

3)    Ciencias poéticas: Se refieren a la capacidad creadora y productiva del individuo, sometida a reglas: retórica y poética.

 

   Una vida dedicada al pensamiento, es decir, al conocimiento de las formas universales, la denomina Aristóteles vida contemplativa o teorética. Es la vida propia del filósofo, orientada al conocimiento, cuyo bien supremo es la sabiduría. En su ética, Aristóteles considera que este tipo de vida es el más perfecto al que puede aspirar el ser humano, de manera que aquel que lo practica alcanza el máximo grado de felicidad. Es, asimismo, una vida que se asemeja a la de los dioses, porque, si estos realizan alguna actividad, será la contemplación, simplemente pensar.

   c) Ética.

 

   Las ciencias prácticas son, principalmente, la ética y la política. Aristóteles expone su ética en la Ética a Nicómaco (titulada así quizás en memoria de su hijo Nicómaco, muerto muy joven).

   La ética aristotélica es eudemonista (del griego “eudaimonía”: felicidad), es decir, una ética de la felicidad. Pero también es una ética de la virtud, ya que esta es el medio por excelencia para alcanzar la felicidad.

   Aristóteles comienza marcando distancias respecto de la ética de Platón. Está de acuerdo con su maestro en la idea de que la ética debe asentarse sobre principios firmes, lejos del relativismo sofista: el bien no puede estar a merced de la opinión personal y mudable de cada cual; pero, frente a Platón, considera que no existe el “bien en sí”, o la “idea del bien”, sino que el bien, como el ser, es una palabra equívoca, que se dice de muchos modos. Por eso, el bien no es una forma separada y eterna, sino que ha de ser el bien del hombre, es decir, un bien que puede ser realizado y poseído por el ser humano, y que responda a lo más noble de su naturaleza.

   La conducta humana está regida por la causa final, es decir, se mueve por fines; ahora bien, no todos los fines son equivalentes, sino que están jerarquizados, de manera que algunos fines son simples medios para obtener fines superiores. Si esto es así, ¿cuál es el fin último del hombre, el bien supremo al que aspira? Según Aristóteles, todo el mundo está de acuerdo en que el bien supremo y el fin último del ser humano es alcanzar la felicidad, puesto que la felicidad se busca por sí misma, mientras que las demás cosas se buscan para tratar de conseguirla.

   Sin embargo, en lo que no todos los hombres están de acuerdo es en qué sea la felicidad. Unos la identifican con el placer y la diversión, otros con los honores, otros con las riquezas y la salud… Aristóteles aprecia el valor de todos estos bienes, puesto que, sin una cierta cantidad de bienes materiales, sin salud ni diversión, y sin una cierta aceptación social, no se puede ser feliz; pero lo que no acepta es que los bienes mencionados sean la felicidad misma, pues esto significa confundir medios con fines.

¿Qué tipo de vida conduce al bien supremo de la felicidad? Para responder a esta pregunta, Aristóteles recurre a su concepción de la naturaleza. Para todo ser, el bien o la excelencia consisten en la realización adecuada de aquellas funciones que le son propias por naturaleza; así, el bien del cuchillo consiste en cortar, el del ojo en ver…; análogamente, el hombre alcanzará la perfección y la excelencia, y por tanto la felicidad, cuando realice aquellas funciones que le son propias por naturaleza. Dado que la naturaleza del ser humano viene dada por su alma racional, una vida dedicada al ejercicio de la razón, es decir, a la búsqueda del conocimiento (a través del intelecto) será la más perfecta y feliz a la que puede aspirar el hombre. La vida contemplativa o teorética es, por tanto, la más adecuada para el hombre, pues con ella trata de alcanzar aquello que sólo se busca por sí mismo, de manera desinteresada, y no en función de ningún fin diferente: la sabiduría. Una vida dedicada a la teoría, al conocimiento, es, por consiguiente, la más adecuada a la naturaleza del ser humano, porque en ella actualiza las potencialidades de aquello que es su naturaleza específica: la razón. La vida contemplativa o teorética le permite al hombre alcanzar las virtudes dianoéticas o intelectuales, propias de la parte superior del alma: la sabiduría (razón teórica) y la prudencia (razón práctica). Llevando este tipo de vida, el hombre se parece a los dioses, que si a algo se dedican es a la contemplación.

Pero el hombre no es sólo el alma, ni puede dedicarse todo el tiempo a la contemplación intelectual, proporcionada por el conocimiento; también es cuerpo, y tiene una parte sensitiva, apetitiva y volitiva, que debe ser regulada racionalmente. De manera que, además de las virtudes intelectuales, Aristóteles señala que una vida plenamente feliz exige la práctica de la virtud ética.

La virtud ética depende del control de la dimensión volitiva y pasional del ser humano por su razón. Esta virtud, para Aristóteles, no depende del conocimiento, como creían Sócrates y Platón, sino del ejercicio y el hábito de controlar nuestras pasiones. Consiste la virtud ética, pues, en el hábito de decidir bien, actuando siempre de conformidad con el término medio entre dos extremos igualmente erróneos, uno por exceso y otro por defecto, que constituyen dos vicios, de manera que las pasiones y los apetitos del cuerpo se amolden a la razón. El término medio hay que entenderlo, no de manera abstracta y uniforme, sino de acuerdo con las necesidades de cada persona; además, la elección del término medio no supone mediocridad, sino que respecto del bien y la perfección, el término medio de la virtud se halla situado en el punto más alto: la virtud es un extremo de perfección, y muy difícil de lograr (igual que a un arquero le es difícil acertar en el blanco).

La mayor parte de la Ética a Nicómaco está dedicada a estudiar las diversas virtudes, buscando siempre el justo término medio en el cual consiste la virtud, y los vicios o extremos a rechazar, tanto por exceso como por defecto. Así, el valor o fortaleza es el justo medio entre la temeridad y la cobardía; la generosidad, el justo medio entre la prodigalidad y la avaricia; la templanza el justo medio entre la intemperancia y la insensibilidad. La más importante virtud es la de la justicia, que supone la búsqueda del término medio adecuado en todos los ámbitos de la vida.

En resumen, la vida feliz, a juicio de Aristóteles, requiere: dedicación a la vida contemplativa o teorética (virtudes dianoéticas: sabiduría y prudencia) + virtud ética (vida conforme al justo término medio) + disfrute moderado de bienes como la riqueza, la salud, etc. Dicho de otro modo: el hombre más feliz es el hombre sabio y virtuoso, que disfruta con prudencia de los bienes que puede ofrecerle la vida.

 

   d) Sociedad y política

 

Para Aristóteles, la ética está subordinada a la política, ya que el objetivo de ambas ciencias es proporcionar al ser humano el bien supremo de la felicidad; pero la política trata de proporcionárselo, no sólo al individuo particular, sino a los pueblos y las ciudades, lo que hace de ella una ciencia superior y más perfecta.

Aristóteles considera que el ser humano sólo se realiza plenamente en la sociedad, y no puede vivir aislado. El ser humano no es un ser solitario: necesita de los demás, pues sólo en comunidad satisface sus necesidades materiales, y actualiza plenamente sus potencialidades racionales, a través de la educación y las leyes. Por eso afirma en La Política que “el hombre es, por naturaleza, un animal social”: no es un simple animal, como las abejas, que ciertamente viven en comunidades, porque la sociedad humana no se basa en los instintos, como las agrupaciones animales, sino en el lenguaje y la razón, base de la justicia y las leyes; pero tampoco es un dios, porque un dios es autosuficiente, y no necesita de nada, mientras que el ser humano forzosamente necesita de los demás, para subsistir y desarrollarse plenamente como hombre.

Ya hemos visto que la vida perfecta y feliz es aquella en la que el individuo desarrolla plenamente su naturaleza racional; y esto sólo puede lograrse en el marco del Estado, en el ámbito de las leyes y las instituciones políticas. Para Aristóteles, el hombre, fuera de la sociedad, y apartado de las leyes y de la justicia, es el peor de los animales (por las armas que le ofrece su razón); en cambio, el hombre, guiado por la justicia en el marco de la ley del Estado, es el ser más perfecto y mejor de todos. De ahí que Aristóteles mantenga un organicismo social: aunque el Estado (ciudad) es cronológicamente posterior a la familia y a la aldea, es primero que ellas en lo que se refiere a su importancia, porque representa el todo, mientras que las otras instituciones son partes del Estado, y es en él donde se cumple mejor el fin último de la vida perfecta y feliz.

También en política Aristóteles es realista: no busca como Platón, un proyecto de régimen perfecto de gobierno, ni crear una sociedad ideal. Distingue, por tanto, entre “la mejor constitución en absoluto” y la mejor constitución dadas las circunstancias”. Cada pueblo tiene unas características propias, y la constitución ha de adaptarse a ellas, respetándolas, siempre que no se abandone la finalidad esencial del Estado, que es el bien común, y no el provecho privado de sus dirigentes. Esto le permite a Aristóteles distinguir tres formas de gobierno legítimas (aquellas en las que los gobernantes legislan con vistas al bien común), y tres ilegítimas (aquellas en las que los dirigentes legislan atendiendo únicamente a su interés particular). Las formas de gobierno legítimas son la monarquía, la aristocracia y la democracia; las ilegítimas son la tiranía (corrupción de la monarquía), la oligarquía (corrupción de la aristocracia) y la demagogia (corrupción de la democracia).

La mejor constitución para Aristóteles es la que mantiene el “justo medio” entre las formas legítimas, combinando la unidad propia de la monarquía, como vértice del Estado, con la gestión de los mejores en las magistraturas (aristocracia), y la elección y control de la base popular en las asambleas (democracia).

 

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LA FILOSOFÍA ANTIGUA III: LAS ESCUELAS FILOSÓFICAS HELENÍSTICAS

1)      La filosofía en el periodo helenístico

   Tras la muerte de Aristóteles (322 a. C.) y la expansión del Imperio Macedónico con las conquistas de Alejandro Magno, se produjo una profunda transformación de la cultura griega, pues las polis, o ciudades-estado dieron paso a los Reinos Helenísticos, en los que la antigua libertad democrática desapareció y los individuos se convirtieron en súbditos. Esto hizo que surgiese en la filosofía de esta época el “ideal del sabio”, dotado de libertad interior, con un comportamiento prudente y ascético, que se erige como modelo de vida.

2)      Epicureísmo, estoicismo, escepticismo y eclecticismo

   En la época helenística surgen cuatro escuelas filosóficas: el hedonismo, el estoicismo, el escepticismo y el eclecticismo.

1)      El hedonismo fue la filosofía fundada por Epicuro de Samos (h. 341-270 a. C.), quien sostuvo que la felicidad se alcanza consiguiendo el placer (hedoné) y evitando el dolor. Pero, según Epicuro, el máximo placer consiste en la ausencia del dolor, pues un placer demasiado intenso puede convertirse en dolor. El bien supremo, por tanto, es alcanzar la ataraxia, o imperturbabilidad, que consiste en la salud del cuerpo y la serenidad del alma.

   Epicuro distingue entre placeres naturales y necesarios (por ejemplo, alimentarse, si se tiene hambre), placeres naturales y no necesarios (por ejemplo, comer alimentos exquisitos) y placeres ni naturales ni necesarios (comer sin medida y hasta enfermar). Por tanto, el sabio debe llevar a cabo un cálculo de los placeres, cultivando aquellos que son más duraderos y superiores, como los del alma, la amistad y la búsqueda de la sabiduría.

2)      El estoicismo fue la escuela filosófica fundada por Zenón de Citio (h. 334-260 a. C.) Tuvo numerosos seguidores en Grecia, y sobre todo en Roma (Séneca, Epicteto, Marco Aurelio). Para los estoicos, el sabio debe vivir según la naturaleza, y como la naturaleza tiene un orden racional, la virtud ética consiste en adaptar nuestra conducta a las exigencias de la Razón Universal que preside la naturaleza. El sabio alcanza la virtud sometiéndose a la Razón, u orden universal que conforma su destino, actuando racionalmente, y así alcanza la felicidad, porque actuar bien es algo que está en su mano; en cambio, el sabio ha de mostrarse indiferente ante el éxito o la adversidad, porque sabe que los acontecimientos externos no dependen de él. El ignorante, en cambio, como no reconoce ni asume este orden racional, lucha inútilmente contra el destino. El sabio debe aprender a controlar racionalmente las pasiones, los deseos y emociones, para lograr la apatía, es decir, la ausencia de perturbaciones, y así alcanzar la tranquilidad del ánimo.

3)      El escepticismo, fue la escuela filosófica fundada por Pirrón de Elis (h. 360-270 a. C.), y seguida luego por Arcesilao, Carneades y Sexto Empírico. Los escépticos mantienen que el hombre no puede llegar a alcanzar ningún conocimiento cierto, y por tanto, el sabio debe practicar la “epojé”, es decir, la suspensión del juicio, para así lograr la ataraxia, la tranquilidad del ánimo, evitando conflictos inútiles, que siempre surgen de mantener opiniones dogmáticas.

4)      Por último, durante el Imperio Romano surgió el eclecticismo, cuyo principal representante es Cicerón (106-43 a. C.), y cuyo principio era “ex ómnibus optima” (coger lo mejor de todo): se trataba de una doctrina filosófica que mezcla elementos diversos de escuelas y filosofías distintas, sin excesivo rigor.

 

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LA FILOSOFÍA ANTIGUA IV: MUJER Y FILOSOFÍA EN EL MUNDO ANTIGUO:

 

1) Aspasia de Mileto (c. 470-400 a. C.)

 



 

            Platón, en la República, había afirmado que hombres y mujeres tienen las mismas capacidades y que, por lo tanto, ambos pueden dedicarse a todas las tareas de la polis, pudiendo, asimismo, gobernar por igual, siempre que hayan contemplado las ideas mediante su alma racional.

            Hay que, decir, no obstante, que esta igualdad de géneros que plantea Platón fue algo completamente excepcional en el mundo antiguo. Aristóteles consideraba que mujer, bárbaro y esclavo eran equiparables, porque en ellos lo que predomina es el alma sensitiva, irracional, que ha de ser controlada por el alma racional, presente en los hombres libres.

            En el terreno política, incluso en ciudades democráticas, como Atenas, solo unos pocos ciudadanos tenían plenos derechos políticos; mujeres, esclavos y extranjeros estaban excluidos de las tareas políticas, y el papel de las mujeres se reducía, en su inmensa mayoría, a cuidar dela familia y realizar las tareas domésticas.

            Una de las pocas excepciones a esta regla eran las hetairas, que eran cortesanas, cultas y elegantes, por lo general de origen extranjero, que vendían su cuerpo por dinero. Como parte de su profesión, las hetairas debían ser capaces de conversar con personas cultas y sofisticadas, por lo que recibían una sólida formación educativa.

Entre ellas, destacó Aspasia de Mileto, que, dotada de gran cultura, impartía clases de filosofía y retórica. Entre sus alumnos se contaban personajes tan influyentes como el filósofo Anaxágoras y el político Perícles, quien terminó convirtiéndola en su compañera, abandonando a esposa, lo que le llevó a ser acusado de dejarse influir en sus decisiones políticas por esta mujer extranjera, que incluso llegó a ser juzgada por impiedad.

            Decidida partidaria de las reformas democráticas introducidas por Pericles en Atenas, Aspasia estuvo próxima a los sofistas, con quienes compartía el interés por la retórica y la política. Su fama como maestra de oratoria hizo que recibiesen sus enseñanzas Sócrates y Platón, aunque sobre todo este último, dada su oposición a los sofistas, la llevó a criticarla en el diálogo Menéxeno, donde destaca la capacidad de Aspasia para manipular los discursos, a fin de confundir a la población ateniense.

            Poco más se sabe del pensamiento y la obra de Aspasia, pues todos sus escritos se han perdido.

 

2) Hipatia de Alejandría (355 o 370-415)

 



 

            Hipatia era hija del destacado filósofo alejandrino Teón, lo que le permitió recibir una notable formación filosófica y científica, mediante la cual pudo desarrollar numerosos trabajos en los terrenos dela matemática, la astronomía y la filosofía. No obstante, nada queda de sus obras, debido a que fueron destruidas tras su asesinato.

            Desde el punto de vista filosófica, Hipatia estaba muy influida por el neoplatonismo de Ammonio Saccas y Plotino. Mantenía la existencia de la existencia del Uno-Bien y del Nous (Inteligencia), donde se encuentran las ideas, eternas e inmateriales, que son imitadas por la materia imperfecta y caduca de la que están hechos los cuerpos del mundo sensible.

            También parece que recibió una fuerte influencia del gnosticismo, rama herética del cristianismo, según la cual la salvación no se encuentra en la fe, sino en el conocimiento (griego: “gnosis”). El gnosticismo también tiene una fuerte impronta platónica, puesto que considera que el mundo sensible no es sino la creación de un Demiurgo malvado (demoníaco) y que el verdadero Dios es puramente espiritual y accesible sólo a los individuos espirituales, que cultivan su inteligencia, para alcanzar el conocimiento de las ideas. Por eso, los gnósticos no aceptaban en sus círculos a las personas que ellas llamaban “materiales”, presas de la materia y la ignorancia, a las que juzgaban incapaces de conocer el mundo superior de las ideas. En este sentido, Hipatia debió de ser clasista, pero no sectaria ni intolerante, puesto que en sus clases admitía jóvenes de todas las creencias, paganos y cristianos.

            No obstante, los cristianos, que habían ido ganando influencia en todo el Imperio Romano, y especialmente en Alejandría, la acusaron de mantenerse fiel a sus creencias paganas y de intervenir con su influencia en las decisiones de Orestes, el gobernante de la ciudad, por lo que acabó siendo salvajemente asesinada por un grupo de cristianos fanáticos, llamados “parabolanos” en el año 415.

 

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LA FILOSOFÍA MEDIEVAL

 

LA FILOSOFÍA MEDIEVAL I: AGUSTÍN DE HIPONA

 



 

1) Introducción

 

   San Agustín es el primer gran pensador de la Edad Media cristiana. Pertenece a la Patrística, etapa inicial de la filosofía medieval, en la que los primeros Padres de la Iglesia trataron de realizar una síntesis entre la filosofía clásica grecorromana y la religión cristiana, asimilando algunos aspectos de dicha filosofía que eran compatibles con el cristianismo, como la distinción entre el mundo celestial de las ideas y el mundo terrenal sensible, o la inmortalidad del alma, aspectos ambos extraídos de la filosofía platónica.

   San Agustín, en este sentido, llevó a cabo una síntesis magistral entre platonismo y cristianismo, de manera que su filosofía puede entenderse como un platonismo cristiano.

   Los problemas de la filosofía medieval son muy diferentes a los de la filosofía grecorromana antigua: el problema de las relaciones entre razón y fe (entre filosofía y religión); el problema de la demostración de la existencia de Dios; el problema de la creación; el problema de la libertad humana, el problema del mal y el pecado (ley divina y ley humana), así como el problema de la Historia.

 

2) Líneas principales del pensamiento de San Agustín (354-430)

 

   a) Teoría del conocimiento

 

   El problema del conocimiento en San Agustín está unido al problema de las relaciones entre razón (filosofía) y fe (religión). Para San Agustín, el ser humano anhela alcanzar la felicidad y el goce del bien supremo, que este filósofo identifica con Dios. Ahora bien, el disfrute de la felicidad requiere, ante todo, conocer la verdad, porque una vida falsa no puede ser buena, ni feliz. Y la verdad, que es única, puede conocerse por dos caminos: por la razón (filosofía) y por la fe (religión). El primero, es el camino de la razón; el segundo, el del sentimiento (corazón).

   Para San Agustín, como filósofo cristiano, la fe tiene siempre primacía a la hora de conocer la verdad, pero razón y fe no son incompatibles, sino que han de colaborar: la fe dirige nuestra inteligencia en la búsqueda de la verdad, y luego la razón nos permite entender los contenidos de la fe, que así recibe el apoyo de nuestra inteligencia: “Entiende para creer; cree para entender” (Intellige ut credas; crede ut intelligas), es la máxima de San Agustín. La razón, en suma, debe contribuir a explicar los símbolos, dogmas y misterios de la fe.

   Por lo demás, la teoría agustiniana del conocimiento está fuertemente influida por la filosofía de Platón: el conocimiento de la verdad implica una ardua búsqueda, en la que colaboran el amor y la razón, porque para San Agustín el conocimiento es un proceso a la vez afectivo e intelectual.

   Nuestra búsqueda de la verdad se encuentra impulsada por el amor, pero no por el amor egoísta, fruto del deseo desordenado (delectatio, o placer corporal), que se pierde en las vanidades del mundo, sino por el amor espiritual u ordenado, que se manifiesta como amor al conocimiento, o como amor al prójimo (caridad): ambos buscan elevarse hasta la verdad única inmutable y eterna.

   El proceso del conocimiento, orientado por el amor, consta de dos fases:

1ª) Del mundo exterior al interior del alma: Nuestro conocimiento parte del conocimiento sensible, que por su variabilidad es falso, y no garantiza ninguna certeza, desembocando en el escepticismo, a no ser que se logre encontrar alguna verdad indubitable. Anticipándose a Descartes, San Agustín considera que esa verdad radica en la certeza interior, que proporciona la autoconciencia: si el sujeto se engaña al razonar, es evidente que piensa; y si piensa, sin duda existe (si enim fallor, sum). Por consiguiente, es en el interior del hombre donde habita la verdad (in interiore homine habitat veritas).

2ª) Seguidamente, ha de emprenderse un camino de ascensión espiritual, que recorre dos grados del conocimiento: el conocimiento discursivo o ciencia (la razón inferior), y el conocimiento intuitivo de las verdades eternas (ideas platónicas), o razón superior, que el hombre no puede alcanzar por sí solo, sin apoyarse en una acción ejercida directamente por Dios (la razón eterna) sobre su mente: la iluminación intelectual. Igual que el ojo necesita de la luz para ver, la mente humana requiere de la luz divina para conocer la verdad. Mediante dicha iluminación, la razón infinita de Dios potencia y dirige la razón finita del hombre, para que conozca las verdades eternas, situándose así en el umbral del conocimiento de la divinidad, sin permitirle, no obstante, penetrar por completo en el misterio divino.

 

   b) Dios

 

   Aunque la fe cree que Dios existe, nuestra razón puede demostrar también su existencia, para que podamos entenderla. San Agustín ofrece tres demostraciones de la existencia de Dios: 1ª) Por las verdades eternas: dicha verdades, por ser inmutables y atemporales, no puede haberlas creado el hombre, que es un ser mudable, temporal y finito; por tanto, su fundamento ha de ser la verdad inmutable: Dios; 2ª) Por el orden del universo: El orden y finalidad que muestra la naturaleza exige la existencia de un supremo ordenador (Dios todo lo dispuso “con medida, número y peso” (Sabiduría, 11-20); y, finalmente: 3ª) Por el consenso universal: la mayoría de los seres humanos están de acuerdo en afirmar que existe un Ser superior que ha creado el mundo.

   Dios es el Ser y el Bien supremos; es inmortal y eterno, y, aun siendo único, está formado por una Trinidad de personas: Padre (Dios o el Ser), Hijo (Mente o Verbo, sede de las verdades eternas) y Espíritu Santo (Amor), que conecta a las otras dos personas que integran la divinidad.

   Sobre la Creación, San Agustín defiende el ejemplarismo, teoría inspirada en el neoplatonismo, según la cual, Dios, que es trascendente al mundo, lo ha creado de la nada (ex nihilo) tomando como modelos, o prototipos, las ideas que se encuentran en su Mente, y que actúan como ejemplares a los que se conforman los seres creados (“Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba al principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho” Juan, 1, 1-3). Las criaturas, no obstante, al incluir en su composición la materia, son más o menos perfectas, según su género.

   Por lo demás, no todos los seres existen desde el principio, sino que Dios implanta en la materia las razones seminales de todos ellos, que luego van desarrollándose a lo largo del tiempo, en el momento preciso que la Providencia divina ha dispuesto para su aparición.

 

  c) Antropología y ética

 

   La antropología agustiniana es, como la platónica, dualista: el hombre se compone de alma (inmortal) y cuerpo (mortal). No obstante, en relación con el origen del alma, San Agustín rechaza la doctrina platónica de la trasmigración, y sostiene el traducianismo, manteniendo que el alma, creada por Dios, pasa de padres a hijos, transmitiéndose así el pecado original que cometió Adán al desobedecer a Dios, que inclina al hombre al pecado y al mal.

   Pero se plantea la siguiente cuestión: si Dios es bueno y ha creado este mundo, en el que existe el mal, ¿no será Dios el responsable del mal que existe en el mundo? ¿O existe un principio del mal, demoníaco, como sostenían los maniqueos y el propio San Agustín en su juventud, cuando era maniqueo?

   La respuesta de San Agustín es que la existencia del mal no prueba que Dios no exista, ni que sea el causante del mal, ni tampoco que exista, junto al principio del bien un “principio maligno o demoníaco”, como mantenía Mani (s. III), sino que, según San Agustín, existen dos tipos de mal: el mal físico que hay en los seres creados (imperfección) y el mal moral, ninguno de los cuales puede atribuirse a Dios.

1) El mal que hay en los seres creados no es nada que exista realmente, sino una simple privación del bien, una ausencia de perfección, atribuible a la limitación propia de las criaturas, que, por ser distintas de su Creador, siempre son imperfectas. Además, el mal ha entenderse en el contexto global del universo, en el que existe precisamente para que destaque más la luz de la bondad.

2) El mal moral, en cambio, hay que entenderlo en relación con el tema de libre albedrío: Dios, que es bondadoso, ha dotado al hombre de libre albedrío para que pueda escoger entre el bien y el mal (pecado), y así merecer premio o castigo por sus actos. Sin la libertad, todo el orden moral y la idea misma de responsabilidad perderían todo su sentido. No obstante, la voluntad humana es imperfecta, porque el hombre es un ser finito; por eso el ser humano hace el mal: porque en vez de atender a la ley natural (los principios de la moral) que le da Dios a través de su razón, cede a las tentaciones sensibles, y peca. Así, aunque la voluntad puede elegir libremente el mal, es mejor tener libertad que no tenerla; y por eso Dios concedió este bien al hombre: pues es la capacidad de libre elección la que confiere mérito a la acción humana, y la hace susceptible de ser premiada o castigada.

   Sin embargo, debido al pecado original cometido por Adán, que se ha transmitido a todos sus descendientes, la voluntad del hombre es débil, y desfallece, dejándose arrastrar por los bienes sensibles de este mundo, desoyendo la ley de Dios; por eso el alma no puede salvarse por sí sola, sino que necesita de la gracia, una ayuda especial de Dios, que le da a la voluntad fuerza para convertirse, es decir, para querer el bien y rechazar el mal. Sólo así puede alcanzar el hombre la virtud -único camino que le garantiza la salvación-, que es definida por San Agustín como un “amor ordenado”, que nos conduce a respetar la ley eterna, es decir, el orden establecido por Dios en el universo, y conseguir la paz, la tranquilidad del orden, que viene garantizada por la justicia y el derecho.

 

   d) Sociedad, política e historia

 

   San Agustín ofrece una interpretación teológica de la historia de la Humanidad, desde la Creación del mundo hasta el Juicio Final, proyectando sobre ella una simbología cristiana. El fundamento de toda sociedad humana es el amor, pues los hombres se unen o se dividen entre sí en función de los objetos que prefieren y aman. Siguiendo este criterio, y aplicando su doctrina de los dos amores a la interpretación de la sociedad, San Agustín distingue dos tipos de sociedades o dos “ciudades” simbólicas: la Ciudad de Dios, símbolo del amor espiritual y ordenado, y la Ciudad Terrenal, símbolo del amor material y desordenado.

   La primera, cuyo prototipo es Jerusalén, fue fundada por Abel, y sobre ella reina Dios. Se trata en realidad, de una ciudad interior, espiritual (aunque encuentra su proyección exterior en la Iglesia), constituida por todos aquellos que aman, ante todo, a Dios y al prójimo. Sus miembros peregrinan por este mundo, a la espera de su reencuentro con la Divinidad en el Más Allá; buscan la gloria de Dios y están unidos, no por la autoridad, sino por la caridad, garante del perfecto orden y armonía que en ella reinan.

   En cambio, la Ciudad Terrenal, cuyos prototipos son Babilonia (confusión), o la Roma pagana (corrupción, tiranía), fue fundada por Caín, y sobre ella reinan el Demonio, las Tinieblas y el Mal. Está formada por todos aquellos que anteponen el amor propio y el amor a las cosas mundanas al amor divino. Su unidad es forzada, porque procede del sometimiento a la autoridad del Estado que, para garantizar el orden, necesita ejercer la violencia.

   Desde esta perspectiva, Agustín concibe la Historia como un drama sagrado, en el que se despliega una continua lucha entre ambas ciudades, es decir, entre el amor a Dios, la fe, la esperanza, la caridad y la justicia, por una parte, y el amor al mundo, las pasiones, el egoísmo, la ambición y el poder del más fuerte, por otra. Se trata de una lucha colectiva y al mismo tiempo individual, pues se libra en el corazón de cada ser humano, cuya alma, ayudada por la gracia de Dios, debe combatir las fuerzas del mal, para merecer un puesto en la Ciudad Celestial.

   Por lo demás, San Agustín sostiene que la lucha entre ambas ciudades –que caminan mezcladas a lo largo de la historia- tendrá un desenlace feliz, en la consumación de los tiempos, en el día del Juicio Final. Agustín mantiene el providencialismo, es decir, la tesis según la cual todos los sucesos temporales están previstos por Dios, y por tanto también la victoria final de la ciudad celestial (el bien) sobre la ciudad terrenal (el mal), así como quiénes serán salvados y quiénes se condenarán. La Providencia divina, sin embargo, no anula la libertad humana, pues, aunque Dios prevé nuestros actos, no determina la elección del hombre, que depende siempre de su libre arbitrio, y supone una responsabilidad personal.

 

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LA FILOSOFÍA MEDIEVAL II: TOMÁS DE AQUINO

 



1.- Introducción

 

   Tomás de Aquino es el principal representante de la Escolástica medieval (del latín schola: escuela), el segundo gran período de la filosofía cristiana, tras la Patrística. Abarca los siglos XI al XIV, si bien Santo Tomás trabaja en el siglo XIII, período de máximo esplendor de esta corriente de pensamiento, que coincide con el desarrollo de las Universidades medievales y del arte gótico.

   Tomás de Aquino elabora en su principal obra, la Suma Teológica, una síntesis entre la filosofía aristotélica y la religión católica, creando un aristotelismo cristiano. La filosofía de Aristóteles, perdida en Occidente tras las invasiones bárbaras, fue recuperada gracias a los filósofos árabes -como el persa Avicena y el cordobés Averroes-, y hebreos, como el también cordobés Maimónides, conocidos todos ellos en las universidades europeas gracias a las traducciones al latín realizadas en la Escuela de Traductores de Toledo, por orden de Alfonso X el Sabio.

   La filosofía tomista incorpora aspectos del aristotelismo compatibles con el dogma católico, al tiempo que rechaza otros, por su incompatibilidad con el cristianismo, como la eternidad de la materia y la mortalidad del alma humana.

 

2.- Líneas principales del pensamiento de Tomás de Aquino (1225-1274)

 

   a) Conocimiento natural y conocimiento revelado: Relaciones entre razón y fe

 

   Frente a la doctrina de la doble verdad de los averroístas latinos, Tomás va a sostener que la verdad es una sola, pero se puede conocer de dos maneras, por la razón y por la fe. La razón sólo puede conocer de abajo arriba, a partir de los datos de los sentidos; en cambio, la fe conoce de arriba abajo, a partir de la revelación divina; en consecuencia, razón y fe son mutuamente independientes y autónomas. Las verdades de la fe o verdades reveladas (artículos de la fe, como, por ejemplo: “la Trinidad”), sobrepasan la capacidad de la razón humana y pertenecen a la Teología revelada; por tratarse de misterios divinos no pueden ser demostradas racionalmente, sino que han de ser aceptadas inmediatamente como verdades indudables. En cambio, las verdades de la razón sí pueden ser alcanzadas por nuestro entendimiento. Son las verdades de la Filosofía (por ejemplo: “la sustancia es un compuesto de materia y forma”), y pueden ser demostradas racionalmente. Finalmente, existen algunas verdades racionales, que la razón puede comprender por sí sola, pero que Dios ha tenido a bien revelarnos. Son los preámbulos de la fe (preambula fidei). Se trata de una zona de confluencia entre la razón y la fe, correspondiente a la Teología natural, que usa los principios de la filosofía, es decir, la razón, para demostrar verdades que al cristiano le resultan ya conocidas por la revelación divina.

   Como vemos, Tomás de Aquino considera la filosofía una sierva de la teología. Por otra parte, como la verdad es única, la razón no puede llegar nunca a conclusiones incompatibles con la fe, y si llega, los razonamientos del filósofo necesariamente serán erróneos, ya que no se equivoca la razón misma, sino el razonador.

 

   b) Dios

 

   Una de las verdades reveladas por la fe, pero que al mismo tiempo puede ser demostrada por la razón, es la proposición "Dios existe". En el siglo XI, San Anselmo de Canterbury había intentado demostrar la existencia de Dios a priori, es decir, prescindiendo de la experiencia y analizando el concepto de Dios. Es el denominado "argumento ontológico". Según San Anselmo, incluso aquel que niega a Dios debe entender este concepto, que debe hallarse, por tanto, en su mente. Ahora bien, por "Dios" se entiende "el ser mayor pensable"; pero es más estar en la mente y en la realidad que estar solo en la mente. Luego Dios, por ser "el ser mayor pensable" tiene que existir en la mente y en la realidad, pues de lo contrario se caería en la contradicción de que el ser mayor pensable no sería el ser mayor pensable.

   Santo Tomás no acepta este argumento porque, aunque la existencia de Dios puede ser “evidente en sí misma”, partiendo de su concepto, no es “evidente para nosotros”ª, que no conocemos bien el concepto de Dios. Siguiendo a Aristóteles, Santo Tomás piensa que todo conocimiento humano comienza por los sentidos. Por ello la demostración racional de la existencia de Dios no puede ser una demostración a priori (como la intentada por San Anselmo), sino una demostración a posteriori, esto es, una demostración que vaya del efecto hacia su causa: sólo partiendo de los seres que encontramos en nuestra experiencia sensible podremos demostrar la existencia de Dios.

   Santo Tomás ofrece cinco pruebas diferentes que demuestran la existencia de Dios; son las denominadas CINCO VIAS. Todas siguen un razonamiento lógico semejante:

 

   1) Se parte de un hecho de experiencia. Por ejemplo, el movimiento de los seres.

   2) Se aplica el principio de causalidad: ese hecho de experiencia obedece necesariamente a una causa; ahora bien, es imposible que exista una serie infinita de causas; por consiguiente, tiene que haber una primera causa del hecho de experiencia del que se ha partido.

   3) Conclusión: la causa primera del hecho de experiencia del que hemos partido es Dios; luego Dios existe.

 

   Las vías son las siguientes:

 

   1ª VÍA: ARGUMENTO COSMOLOGICO. Va desde el movimiento del mundo hasta el Primer Motor Inmóvil, y se inspira en Aristóteles. Se parte del movimiento que observamos en el mundo sensible. Ahora bien, el movimiento es el tránsito de la potencia al acto, y dicho movimiento requiere un acto previo que actúe de motor. Así pues, todo lo que se mueve (móvil) es movido por otro (motor). Pero resulta imposible admitir una serie infinita de motores y móviles, porque si así fuese, no existía movimiento en el Universo, cosa evidentemente falsa. Luego hay que concluir que tiene que haber un Primer Motor Inmóvil que mueva sin ser movido: Dios; luego Dios existe.

 

2ª VÍA: CAUSALIDAD EFICIENTE. Va desde las causas subordinadas hasta la primera causa incausada, y se inspira en Aristóteles y Avicena. Partimos de un hecho de experiencia: en el mundo hay causas eficientes subordinadas unas a otras; ahora bien, una cosa no puede ser causa de sí misma, porque en cuanto causa sería anterior a sí misma en tanto efecto. Debe haber, por tanto, una causa anterior que la haya producido. Pero no puede darse una cadena infinita de causas y de seres causados; luego ha de haber una Primera Causa Eficiente, a su vez incausada, de la cual dependen todas las demás causas del universo: Dios; luego Dios existe.

 

3ª VIA: POR LA CONTINGENCIA DEL SER. Va desde la contingencia del mundo hasta el ser necesario, y se inspira en Maimónides. La experiencia nos presenta seres contingentes, es decir seres que de hecho existen, pero que podrían no haber existido. Ahora bien, todo ser contingente ha tenido que ser traído a la existencia por otro que lo saque de la simple posibilidad para hacerlo pasar a la realidad. A su vez, este ser, o es necesario, es decir, es causa de su propia existencia, o ha sido traído a la existencia por otro. Pero resulta imposible seguir indefinidamente en la cadena de seres contingentes, porque en ese caso nada existiría en la actualidad, lo cual es falso. En consecuencia, tiene que existir un Ser necesario que no ha recibido la existencia de otro, sino que es causa de su propia existencia (causa sui): Dios; luego Dios existe.

 

4ª VIA: GRADOS DE PERFECCION. Va desde los grados de perfección hasta el ser infinitamente perfecto, y es de inspiración neoplatónica. Por experiencia, vemos en las cosas grados de perfección diversa: bondad, verdad, etc. Ahora bien, esas perfecciones tienen una causa, es decir, los seres las tienen por participación de un ser más perfecto que ellos. Pero resulta imposible seguir indefinidamente de perfección en perfección. Tiene que haber un grado máximo de perfección, es decir, un ser sumamente perfecto: Dios; luego Dios existe.

 

5ª VIA: ORDEN COSMICO. Va desde el orden del mundo hasta la inteligencia ordenadora. Partimos de un hecho de la experiencia: hay seres en el mundo que, aun careciendo de conocimiento, obran por un fin, es decir, siguiendo un plan preestablecido. Debe existir, por tanto, una causa inteligente que los oriente hacia el fin. Esa inteligencia ordenadora puede ser ordenada a su vez por otras, pero es imposible que exista una cadena infinita de inteligencias ordenadas e inteligencias ordenadoras; por consiguiente, tiene que haber una inteligencia suprema, ordenadora del universo: Dios; luego Dios existe.

   La conclusión de las vías es que Dios es: MOTOR INMOVIL Y ACTO PURO, CAUSA PRIMERA INCAUSADA del Universo, SER ABSOLUTAMENTE NECESARIO Y PERFECCION SUMA, QUE RIGE EL UNIVERSO CON INTELIGENCIA.

 

   Una vez demostrada la existencia de Dios, Santo Tomás trata de determinar qué relación existe entre Dios y el mundo, es decir, afronta el problema de la creación.

   Para explicar la creación, Santo Tomás añade una distinción que no se encontraba en Aristóteles y que procede de los árabes (Alfarabí, Avicena), y judíos (Maimónides): la distinción entre "esencia" y "existencia", que le permite reformar el aristotelismo.

   La esencia de un ser constituye su naturaleza, aquello en virtud de lo cual una cosa es ese ser mismo y no otro. La esencia viene dada por el concepto de ese ser en cuestión. Así, por ejemplo, la esencia de un ser humano está compuesta de materia y forma; en cambio, la esencia de una piedra está formada sólo de materia, o la de un ángel por simple forma espiritual. Toda esencia está en potencia de existir, pero sólo cobra existencia cuando dicha esencia, que tiene la posibilidad de existir, pasa a existir en acto, es decir, pasa a realizarse efectivamente, dejando de ser una mera posibilidad.

   Ahora bien, en Dios, esencia y existencia se coimplican, es decir, en la esencia o naturaleza de "Dios" se encierran todas las perfecciones, entre ellas la de "existir necesariamente", pues, si no fuese así, Dios no sería el ser sumamente perfecto, algo que contradiría su esencia. Así pues, en Dios ESENCIA = EXISTENCIA.

   En cambio, en el resto de los seres, desde los ángeles, formas puras inmateriales, a la materia misma, la esencia no implica la existencia; es decir, su naturaleza o esencia propia es imperfecta, por lo que su concepto no incluye la perfección de "existir". En consecuencia, son seres contingentes: existen, pero podrían no haber existido, y si existen es a causa del acto creador de Dios, que les hace pasar desde la simple posibilidad a la existencia efectiva. Sólo Dios, por tanto, existe necesariamente; los demás seres participan de una existencia más o menos perfecta, según su grado de altura en la jerarquía del ser, es decir, según su proximidad o lejanía respecto de la Divinidad.

 A la vista de lo expuesto, la característica fundamental de la Divinidad es la aseidad, es decir, Dios es el “ser por sí” (ens a se): un ser que se basta a sí mismo, y no depende de ningún otro para existir. Si queremos precisar más las características esenciales de Dios, deben emplearse, según Santo Tomás, tres vías: la vía de la negación, la vida de la afirmación y la vía de la eminencia. Por la vía de la negación, debemos negar en Dios cualquier limitación: Dios es inmutable, infinito, simple, no compuesto (simple), etc.; por la vía de la afirmación, debemos afirmar de Dios todas las perfecciones que encontramos en el mundo: bondad, belleza, inteligencia, etc.; finalmente por la vía de la eminencia, elevamos a un grado superior, eminente, las perfecciones que atribuimos a Dios: Dios es belleza, verdad, bondad, perfección... en grado eminente.

 

   c) Antropología y teoría del conocimiento

 

   Santo Tomás sitúa al ser humano en un lugar central en la creación: participa a través de su razón en el mundo puramente espiritual, y a través de su cuerpo participa en el mundo material. Según esto, el concepto tomista del ser humano es dualista, en función de la teoría del alma aristotélica. El hombre es una sustancia individual, cuya materia es el cuerpo y cuya forma (acto y principio de vida) es el alma. Cuerpo y alma están unidos substancialmente, y no pueden separarse. No obstante, el alma es inmortal, por lo que, tras la muerte, sigue existiendo de modo separado. Pero, como necesita del cuerpo, puesto que forma un todo completo con él, deberá unirse con él en el momento del Juicio Final, cuando se produzca la resurrección de los muertos.

   El conocimiento se explica, como en Aristóteles, por un proceso de desmaterialización o abstracción. Las formas universales existen en las cosas concretas, y la mente las aprehende por abstracción intelectual.

   Las fases del proceso de abstracción son las siguientes: 1) El conocimiento comienza por los sentidos, que captan la imagen de lo objetos individuales o materiales, enviándolas al sentido común; 2) La percepción sensible deja impresa en la memoria las imágenes de los objetos (phantasmata). 3) Tales imágenes son despojadas luego, por obra del entendimiento agente, de sus elementos individuales, haciéndose así universal, y quedándose con los rasgos idénticos de todos los individuos de la misma especie. 4) Finalmente, interviene el entendimiento paciente, que es el que conoce la especie inteligible a través del concepto universal correspondiente.

 

   d) Ética

 

   Para Santo Tomás, como para Aristóteles, todos nuestros actos tienden a un fin, que aparece como un bien deseable. El Bien Supremo es Dios; por tanto, Dios es el fin último y el Bien Supremo hacia el que debe dirigirse el ser humano. Ahora bien, el hombre busca la felicidad (beatitudo), y Tomás, como Aristóteles, considera que la máxima felicidad reside en la vida contemplativa, es decir, aquella dedicada al ejercicio del alma racional y al conocimiento; pero, puesto que el conocimiento más elevado que puede alcanzar el ser humano es el conocimiento de Dios, una vida dedicada al conocimiento de Dios será la más perfecta y feliz posible.

   Existen tres caminos para alcanzar el conocimiento de Dios: por la razón natural (camino accesible a todos los hombres); por la gracia (camino propio de los justos) y por la iluminación divina (lumen gloriae): camino de la gloria y del éxtasis místico, accesible sólo a los santos y bienaventurados, que alcanzan una contemplación directa de Dios.

   Dios gobierna el mundo mediante la ley divina, o ley eterna, de la que participan las criaturas mediante la ley natural. El ser humano actúa éticamente cuando sigue la ley natural; y puesto que su naturaleza está dada por el alma racional, el hombre actúa correctamente cuando sigue la ley moral que encuentra en su razón.

   El primer precepto de la ley natural, que es universal, invariable e indeleble, lo conoce la syndéresis, o razón práctica, y está dado a la conciencia de esta forma: "ha de hacerse el bien y evitarse el mal". Esta es la norma básica que establece el criterio de moralidad al que deben atenerse los actos humanos, y a la que se reducen todos los demás preceptos relacionados con las tendencias naturales del hombre: “No matarás”, “Ayudar al prójimo”, “Buscar el conocimiento” ... Cuando el hombre actúa siguiendo este precepto, obra moralmente, sigue la ley natural y, en última instancia, sigue la ley divina (es decir, “agrada a Dios” con su comportamiento). La virtud consiste esencialmente en adoptar el hábito de seguir la ley moral, lo que implica a su vez ajustar todos nuestros comportamientos a la ley de Dios.

 

   e) Sociedad y política

 

   Santo Tomás se inspira también aquí parcialmente en la Política de Aristóteles: considera que el hombre es naturalmente sociable y que la sociedad civil es necesaria para la perfección de la vida humana. Pero el resto de su teoría debe entenderse en el contexto de la Edad Media, y de las tensas relaciones que existían en el siglo XIII entre la Iglesia y el Estado.

   Para Tomás, el único fin de la existencia es sobrenatural: el conocimiento de Dios. Ello le conduce a subordinar el Estado a la Iglesia. El Estado posee cierta independencia respecto de la religión, pero, al igual que la razón debe servir a la fe, y la filosofía a la teología, también el Estado debe ser, en definitiva, un sirviente de la Iglesia. Con ello, sigue Santo Tomás la teoría de las dos espadas formulada, entre otros, por Bernardo de Claraval: la espada espiritual y la espada material pertenecen a la Iglesia, estando una en manos del sacerdote y la otra en manos del soldado, pero a las órdenes del sacerdote, y bajo el mando del monarca.

   La comunidad política es la unión de los hombres bajo un gobernante que ha de tener como meta promover el bien común mediante las leyes positivas (el Derecho). Santo Tomás sostiene, además una visión moral del Estado: Aunque la salvación del alma es asunto de la Iglesia, como el fin de la sociedad es la vida buena, y ésta es una vida conforme a la virtud, las leyes de la sociedad deben propiciar y fomentar la vida virtuosa, que para Santo Tomás consiste en el itinerario que lleva a la contemplación de Dios. Aunque este fin no puede lograrse por completo en esta vida, el Estado debe asegurar las condiciones terrenales para que los hombres puedan alcanzarlo.

   Santo Tomás afirma, asimismo, que la ley positiva deriva de la ley natural, igual que todo poder se deriva de Dios. De este modo, el orden político se debe subordinar al orden moral, éste al orden cósmico y todo, en última instancia, al orden divino. Sólo un gobierno justo, por tanto, es legítimo y "agrada a Dios", porque las leyes que promulga se ajustan a lo moralmente aceptable, es decir, a la ley natural. Si las leyes del Estado fuesen en contra de lo que dicta la ley natural, siendo injustas (bien porque son contrarias al bien común, bien porque el legislador sólo atiende al provecho de unos pocos, imponiendo cargas desproporcionadas sobre los restantes ciudadanos), dichos decretos suponen una perversión de la ley y los ciudadanos no están obligados a cumplirlas, porque tales leyes impiden el ejercicio de la virtud y dificultan la salvación del alma; por tanto, la soberanía del gobernante no es incondicional, ni ilimitada: si las leyes que promulga son injustas, su poder pierde toda legitimidad, porque va contra la naturaleza, y “atenta contra el mismo Dios”, de manera que en Sobre el régimen de los príncipes Tomás sostiene que el tirano puede, y debe, ser derrocado.

 

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LA FILOSOFÍA MEDIEVAL III: GUILLERMO DE OCKHAM (1285/95 – 1349/50)



   La filosofía de Ockham se centra en torno a dos puntos: 1) separación radical entre fe y razón; 2) crítica hacia la Escolástica del siglo XIII, a la que Ockham acusa de excesiva abstracción: su objetivo será, en cambio, conocer y explicar la realidad singular o individual.

1)      Fe y razón

   Respecto de la separación entre fe y razón, Ockham considera, en primer lugar, que no es posible demostrar la existencia de Dios de una manera definitiva (ni el argumento ontológico de San Anselmo, ni las vías de Tomás de Aquino son concluyentes), sino que su existencia es cuestión de fe. 

   Ockham va a sostener un voluntarismo, es decir, la idea de que el principal atributo de Dios es su voluntad omnipotente: Dios no está limitado por nada, salvo la contradicción.

   Frente a la concepción intelectualista de Dios del tomismo, según la cual la actividad creadora de Dios y su voluntad estarían supeditadas a su inteligencia, Ockham afirma la absoluta primacía de la voluntad sobre la inteligencia de Dios: Dios hace lo que quiere y cuando quiere, siempre que sea posible, es decir, no contradictorio.

   Esto le lleva a sostener un contingentismo: el universo, como un todo, es contingente: podría haber sido completamente de otra forma, por lo que no hay en él leyes fijas ni absolutas.

2)      Ontología  

   En la polémica que enfrentó a lo largo de toda la Edad Media a realistas y nominalistas, Ockham va a sostener que los seres creados por Dios son individuales, es decir, su existencia real es independiente. Por eso, niega la existencia real de los conceptos universales. En este terreno, aplica su famoso “principio de simplicidad o economía”, conocido como la “navaja de Ockahm”: “no deben multiplicarse los entes sin necesidad (o no debe establecerse una pluralidad de conceptos, si no es necesario). Mediante esta “navaja” metodológica, Ockahm obtiene una notable simplicidad, que se opone tanto al dualismo ontológico de Platón (niega la existencia de las ideas) como a la teoría de las formas de Aristóteles y Tomás de Aquino.

  Ockham es, pues, el máximo representante del nominalismo. Durante la Edad Media, los filósofos realistas habían mantenido que los conceptos universales poseen una existencia real fuera de la mente, independientemente de los individuos, siguiendo a Platón y Aristóteles (ideas y formas); en cambio, Ockham va a mantener que lo único que existe realmente son los individuos concretos singulares. Nuestra razón reúne un conjunto de individuos semejantes entre sí, y luego les atribuye un signo lingüístico, un nombre general arbitrario (por tanto, “triángulo” no es una idea o forma real, que imitan lo comparten los triángulos reales, sino que lo único existente son los triángulos reales, que nuestra razón compara, comprueba que son semejantes, y luego reúne bajo el nombre común “triángulo”). De este modo, los universales son únicamente signos, emisiones de voz (“flatus vocis”), que se predican de un grupo de realidades concretas parecidas entre sí.

   Los conceptos universales, por tanto, son “intenciones del alma”, es decir, la manera de concebir que tiene el alma, y no corresponden a ninguna realidad abstracta que exista fuera de ella.

   Si lo único que existe realmente son los individuos singulares, el método de la ciencia será la inducción, que parte del análisis de casos particulares, para extraer una hipótesis general explicativa de los hechos.

3)      Ética

   La ética de Ockham es también voluntarista. Defiende que el hombre, como demuestra la experiencia, posee voluntad libre, sin la cual no tendría sentido la moralidad de los actos humanos. Pero la voluntad humana depende de la voluntad divina, de manera que la bondad o maldad de las acciones humanas depende de que se ajusten a los mandatos de la voluntad de Dios, que a veces pueden resultar incompresibles para la razón humana. Por tanto, Dios no manda algo porque sea bueno, sino que algo es bueno porque Él lo manda.

4)      Política

   En el terreno de la política, Ockham, de acuerdo con la separación que ha establecido entre fe y razón, inicia la separación entre religión y el derecho / política, estableciendo las fronteras entre el poder de la Iglesia y el poder del Estado.

   Frente a la doctrina tomista, según la cual el poder del Estado procede de Dios, de manera que el Estado debe someterse a la Iglesia (el Papa), Ockham cree que el poder, tanto eclesiástico como político, procede de Dios, pero no descansa solo en la Iglesia (el Papa), sino en los hombres en general, que tienen libertad para configurarlo. La Iglesia debe ser una comunidad ajena a las prescripciones políticas, mientras que el poder político no tiene por qué estas reconocido por la Iglesia. No obstante, ambos poderes no deben enfrentarse, sino que deben colaborar en armonía para obtener el bien común.

 

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LA FILOSOFÍA MEDIEVAL IV: MUJER Y FILOSOFÍA EN LA E. MEDIA: HILDEGARD VON BINGEN (1098-1179)

 



 

            Se denomina mística a una experiencia directa de unión con lo divino, personal, no mediada por ninguna autoridad eclesiástica, en la que durante unos momentos el sujeto siente en primera persona la fusión con Dios y con la totalidad cósmica, en una vivencia inefable, es decir, difícil de expresar con palabras, que marca para siempre al que la ha experimentado. Esta experiencia mística se encuentra en todas las religiones, y por tanto también en la cristiana.

            Dentro de la mística medieval, destaca Hildegard, abadesa de Bingen. Mujer de gran cultura, consagrada a la vida religiosa desde su infancia, como monja benedictina, Hildegard fue misionera y predicadora, fundó varios monasterios y mantuvo una correspondencia importante con Bernardo de Claraval.

            Hildegard experimentó una serie de visiones sobrenaturales, que recogió en varios escritos, como Scivias y Ordo virtutum, en los que sus experiencias místicas se ilustraban también con bellas miniaturas. Estos libros están escritos de forma asistemática, y en ellos se mezclan filosofía, poesía y música (era una notable compositora), con poemas, himnos, canciones o narraciones de carácter autobiográfico. En todas sus obras, Hildegard exalta la majestad divina y la belleza del mundo natural, entendido como un reflejo de la grandeza de Dios. También destaca el lado femenino del universo y de la creación, explicando el papel complementario que desempeñan el padre y la madre, o cuando describe la dimensión femenina que puede encontrarse en Dios.

            Además de llevar a cabo estudios de botánica y del uso medicinal de las plantas, en sus visiones místicas, Hildegard describe una luz de fuego que invadía todo su cuerpo, reflejo de la divinidad, era no era un foco estático, sino que estaba viva, irradiando una poderosa fuerza vigurozante. Hildegard pensaba que esta luz viviente era una manifestación directa de la palabra de Dios, siendo también la fuerza que nutre y anima a todos los seres vivos.

            Para Hildegard, por tanto, Dios es, ante todo, la fuente de vitalidad, frescura y fertilidad, porque la Creación es una fuerza viviente, que tiende a crecer y fructificar en todos los seres que existen.

Para referirse a estos atributos divinos, Hildegard utiliza la expresión “viriditas” (“verdor”), expresión latina que hace referencia al verdor de la hierba, pero que para ella simbolizaba, también, la fecundidad y el poder vital de la naturaleza, así como la potencia creadora de la palabra divina, de la racionalidad y del universo en su conjunto. El color verde, que aparece frecuentemente en sus visiones, está, según Hildegard, asociado al a fecundidad y la vitalidad de la Creación y remite a Dios como fuente de toda esa potencia ilimitada.

 

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LA FILOSOFÍA MODERNA

 

LA FILOSOFÍA MODERNA I: DESCARTES

 



1. Introducción

  

   Descartes es el primer gran filósofo de la Edad Moderna, marcada por la crisis de la Escolástica y el desarrollo de la Revolución Científica Moderna, impulsada entre los siglos XVI y XVIII por Copérnico, Kepler, Galileo y Newton.

   La Revolución Científica Moderna acabó con la concepción aristotélico-tomista del universo, basada en las cuatro causas (material, formal, eficiente y final), y la sustituyó por una concepción de la naturaleza basada en el conocimiento de sus leyes matemáticas (leyes de la naturaleza). Pero el derrumbamiento de la ciencia antigua planteó el problema del escepticismo (representado en el siglo XVI por el filósofo francés Montaigne): ¿Dónde encontrar un fundamento seguro e indudable del conocimiento científico, para que no vuelva a repetirse el desastre experimentado por la ciencia antigua?

   Esta pregunta dará lugar a las dos corrientes filosóficas más importantes de la ciencia moderna: el Racionalismo y el Empirismo. Los filósofos racionalistas, como Descartes, consideraron que el fundamento seguro del conocimiento científico se encuentra en las ideas de la razón, y en el hallazgo de un método de investigación riguroso, que asegure el progreso de nuestro conocimiento. En cambio, los filósofos empiristas, como Locke y Hume, van a considerar que el fundamento de todos nuestros conocimientos se encuentra en la experiencia sensible.

 

2.- Líneas principales del pensamiento de Descartes (1596-1650)

 

   a) Teoría del conocimiento y Dios

 

   En sus dos obras más importantes: Discurso del método (1637) Meditaciones metafísicas (1641), Descartes plantea el problema que constituye el punto de partida de su filosofía: ¿Cómo asegurarnos de que la ciencia físico-matemática, que se refiere a la naturaleza exterior a nuestra mente, es verdadera? ¿Es posible establecer alguna verdad firme y constante en las ciencias?

   Tras el hundimiento de la filosofía aristotélico-tomista, el objetivo fundamental de Descartes es encontrar un método que, partiendo de una serie de reglas, garantice el razonamiento correcto y la reconstrucción de todo el saber humano.

   Las reglas de dicho método, que Descartes elabora tomando como modelo el método axiomático de las matemáticas, son las siguientes:

1)    Regla de la evidencia, que exige rechazar cualquier idea que no sea clara (es decir, indudable) y distinta (imposible de confundir con ninguna otra). Se llega a la evidencia, bien por intuición, o visión intelectual directa de una verdad (como lo primeros principios del razonamiento: identidad, contradicción), bien por deducción, que permite derivar una serie de consecuencias necesariamente ciertas de tales principios intuitivamente evidentes (por ejemplo, la demostración de un teorema matemático).

2)    Regla del análisis, que consiste en reducir lo complejo a sus componentes más simples, que pueden conocerse intuitivamente.

3)    Regla de la síntesis, por la cual, partiendo de los elementos simples, conocidos por intuición, se construyen argumentos o deducciones más complejas.

4)    Regla de las enumeraciones sucesivas: se revisan todos los pasos dados, para comprobar que no se han cometido errores en el razonamiento.

   Seguidamente, Descartes aplica este método a la metafísica, raíz del “árbol de las ciencias”, para averiguar si existe una primera verdad absolutamente cierta, sobre la que elevar el edificio del conocimiento.

   Para ello, plantea la duda metódica, que consiste en cuestionar todos nuestros conocimientos, a fin de hallar alguno que sea seguro e indubitable. La duda metódica tiene cuatro niveles:

1)    Primer nivel de la duda: Desconfianza del conocimiento aportado por los sentidos: Como estos nos engañan muchas veces, suscitando ideas oscuras y confusas, podrían quizás engañarnos siempre (ejemplos del tamaño del Sol, o del palo aparentemente quebrado en el agua).

2)    Segundo nivel de la duda: Confusión entre el sueño y la vigilia: Los sueños no se distinguen a veces de la realidad, de manera que toda la realidad muy bien pudiera ser ilusoria (La existencia del mundo exterior es, por consiguiente, dudosa, y hay que demostrarla).

3)    Tercer nivel de la duda: Hipótesis del “Dios engañador”: Los razonamientos matemáticos siguen teniendo validez, incluso en sueños, pero quizás Dios nos ha creado de tal manera que nos engañemos siempre, incluso en los razonamientos más evidentes.

4)    Cuarto nivel de la duda: Hipótesis del “genio maligno”: Aun suponiendo que Dios no puede engañarnos, porque es bondadoso, podría existir un espíritu malvado que se divirtiese haciéndonos errar cada vez que razonamos.

   Sin embargo, aunque la duda parece haber eliminado todos nuestros conocimientos, incluidos los matemáticos, en el acto mismo de dudar aparece algo que resiste cualquier duda: si el sujeto duda, es que piensa, y si piensa, es que existe. “Pienso, luego existo” (“Cogito, ergo sum”) es la primera certeza indubitable de la metafísica. Se trata de la primera verdad, conocida con absoluta claridad y distinción, cuya certeza permite fundamentar de un modo seguro el “edificio de las ciencias”.

   De momento sólo podemos estar ciertos de la existencia del yo pensante; en cambio, la existencia de todo lo demás: el cuerpo, el mundo exterior y todos los seres que hay en él, sigue bajo sospecha. ¿Cómo demostrar que el mundo exterior y el cuerpo existen?

   Descartes examina el yo, y lo define como una sustancia pensante (res cogitans), en la que hay ideas, voluntades y juicios (que son los que pueden inducirnos a error). A su vez, las ideas son de tres clases: adventicias, facticias e innatas. Son adventicias aquellas ideas que parecen provenir de los objetos exteriores (casa, perro), las facticias las crea nuestra imaginación (centauro, quimera), y las innatas, en cambio, parecen ser connaturales al sujeto (por ejemplo: la propia idea del yo, o la idea de infinito).

   Ahora bien, entre las ideas innatas, encontramos una muy especial: la de un “ser infinitamente perfecto” (Dios), que no puede haber sido creada por el yo, ya que este es finito e imperfecto, de manera que esa idea ha tenido que ser puesta en la mente del sujeto por un ser realmente infinito, que sea su causa. Con esto, queda demostrado que Dios existe fuera de la mente del sujeto.

   Descartes añade otras dos demostraciones de la existencia de Dios. La primera es una variante del argumento ontológico de San Anselmo: dado que el yo tiene en su mente la idea de un ser infinitamente perfecto, ese ser tiene que incluir entre sus perfecciones la de existir necesariamente.

   La última demostración que ofrece Descartes es una variante de la vía tomista de la contingencia: si el yo se hubiese dado a sí mismo la existencia se habría otorgado todo tipo de perfecciones, entre ellas la de existir necesariamente; pero se sabe finito, imperfecto y contingente; por tanto, ha tenido que haber sido traído a la existencia por otro ser, que puede ser, a su vez, contingente (sus padres, por ejemplo), o necesario. La cadena de seres contingentes no puede ser infinita, pues entonces el yo no existiría actualmente; pero como sí existe, ha de haber un ser necesario, Dios, que lo ha creado y lo mantiene en la existencia.

   Partiendo de la existencia demostrada de Dios, Descartes demuestra la existencia del mundo exterior y la validez de la ciencia moderna: Dios, como ser infinitamente perfecto, tiene que ser bondadoso y no puede querer engañarnos: Él garantiza, pues, que el mundo exterior existe y que la ciencia matemática que se ocupa de estudiar las leyes del universo es verdadera (siempre, claro está, que sus razonamientos se ajusten a las reglas del método).

   Descartes define la sustancia como “aquello que existe de tal modo que no necesita de ninguna otra cosa para existir”. Según esta definición, sólo Dios (la sustancia infinita) es propiamente sustancia; pero Descartes distingue, además, otras dos sustancias creadas: la sustancia pensante (res cogitans) y la sustancia material (res extensa); el atributo característico de la primera es el pensamiento, y sus modos son las almas; el atributo característico de la segunda es la extensión, y sus modos son los cuerpos físicos. Así pues, en resumen, la metafísica cartesiana distingue tres sustancias: la infinita (Dios), la pensante (almas) y la extensa (cuerpos físicos).

 

   b) Antropología

 

   La antropología que propone Descartes es dualista, ya que distingue en el hombre entre el alma (inmortal, porque siendo pensante es simple, indivisible, y no puede cambiar, ni perecer) y el cuerpo (una máquina compleja, construida por Dios, que se caracteriza por su extensión). Ambas partes del hombre son independientes, y no necesitan la una de la otra para existir.

   La separación que establece Descartes entre estos dos aspectos del ser humano plantea el problema de la comunicación entre las sustancias: el alma y el cuerpo, que este filósofo resuelve a través de la glándula pineal, situada a la base del cerebro, la cual pone en contacto ambas sustancias a través de los denominados “espíritus animales” (unos corpúsculos materiales ínfimos que, circulando por el interior de los nervios y el cerebro, comunican éste con los músculos).

   En base a este dualismo, Descartes construye su teoría de las pasiones del alma, que están causadas por el cuerpo, sin intervención de la voluntad, pues proceden de los movimientos del corazón, la sangre y el sistema nervioso. Las pasiones, a su juicio, son emociones del alma causadas por el cuerpo. Distingue seis emociones primitivas en el hombre, que oscilan entre lo fisiológico y lo psicológico: admiración, amor, odio, deseo, alegría y tristeza; luego, esas pasiones se combinan entre sí, produciendo otras más complejas.

Descartes señala que el hombre puede controlar sus pasiones, modificando las condiciones físicas que las producen. Si dominamos las pasiones, dominaremos el cuerpo; y esto puede hacerlo el hombre, primero, porque dispone de libre albedrío, cualidad que le hace muy superior a los animales (pues las bestias están impulsadas por pasiones que no pueden cambiar), y segundo, porque, mediante su razón puede clarificar sus ideas, para evitar equivocarse al elegir.

Un hombre dotado de una voluntad orientada por ideas claras y distintas, obtenidas mediante la aplicación de un método de razonamiento adecuado, y una serie de reglas que le ayuden a dirigir bien su espíritu, estará en condiciones de controlar mejor sus pasiones, pudiendo así elegir más racionalmente y disfrutar de un mayor grado de libertad.

 

   c) Ética

 

   Una vez demostrada la existencia del mundo exterior, y analizada la composición del hombre en alma y cuerpo, ¿cómo ha de comportarse el hombre en el mundo, para vivir bien y alcanzar la felicidad? La respuesta se encuentra en la moral, que para Descartes supone al grado más alto de la sabiduría.

   Antes de formular el método y descubrir la verdad, Descartes sostiene que el hombre ha de aplicar una moral provisional, que, básicamente, consta de tres máximas, encaminadas a garantizar una conducta prudente y evitar problemas en la vida: 1ª) Adaptarse a las costumbres y leyes del país donde se vive; 2ª) ser firme y resuelto en las acciones que uno resuelve emprender; y 3ª) no intentar alterar el orden del mundo, ni desear lo imposible (hacer de la necesidad virtud).

   Pero esta ética, una vez hallado el Cogito y conocida la existencia de Dios, ha de ser sustituida por una auténtica ética filosófica, más sólida y mejor fundamentada, que en Descartes es una moral del buen juicio.

   El centro de la ética cartesiana es la libertad del sujeto, el libre albedrío de la voluntad, que es lo que asemeja al hombre a Dios, y le diferencia de los animales.

   Según Descartes, el hombre es tanto más libre cuanto más fuerte es su alma, es decir, cuanto más ejerce el autodominio, controlando las pasiones del cuerpo, y encauzándolas adecuadamente, mediante su razón, hacia el bien.

   Descartes cree, por consiguiente, que la auténtica libertad se obtiene, no cuando uno se deja llevar por la fuerza ciega y oscura de las pasiones, sino cundo la voluntad libre es iluminada por la razón y el conocimiento de ideas claras y distintas. De este modo, la clave de la ética cartesiana es juzgar bien: quien conoce la verdad, no puede dejar de actuar correctamente en cambio, el mal procede de las pasiones, que con sus ideas oscuras y confusas enturbian la mente del sujeto y le hacen actuar mal.

   El autodominio se expresa a través de la virtud más perfecta que es la generosidad. Se trata de una virtud que garantiza la máxima felicidad y la mayor alegría para el sujeto, pues gracias a ella es consciente de que, valiéndose de su razón, es capaz de dominar sus pasiones más bajas y viles (como el orgullo y el egoísmo), renunciando a aquellos bienes externos que coartan su libertad.

   Asimismo, es esta virtud la que garantiza la conservación de la sociedad, porque un gobierno justo es siempre aquel en el que el gobernante se muestra más razonable, ejerciendo el poder con generosidad, legitimidad y justicia.

   En el control de las pasiones ejercido por la virtud, juega un papel importantísimo la glándula pineal: como es ella la que pone en contacto el alma con el cuerpo, el alma sufre cuando recibe a través de dicha glándula la influencia de las pasiones que proceden del cuerpo; pero el alma puede mostrarse también activa dominando tales pasiones, cosa que logra transmitiendo a través de la glándula pineal las órdenes que dicta la razón a los músculos del cuerpo. Por consiguiente, para alcanzar un comportamiento éticamente virtuoso, es menester cambiar la orientación de la glándula pineal, y habituarse a que el alma (la razón) mande sobre el cuerpo (las pasiones).

 

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LA FILOSOFÍA MODERNA II: HUME

 



1.- Introducción

 

   El Empirismo es un movimiento filosófico que surge y se desarrolla en las Islas Británicas entre los siglos XVII y XVIII, y que tiene como principales representantes a John Locke y David Hume.

   Frente al racionalismo, el empirismo hace hincapié en la vertiente experimental de la ciencia moderna, representada en Inglaterra por Isaac Newton (1642-1727), y mantiene que la experiencia es la única fuente del conocimiento, frente al racionalismo para el que, como vimos, esa fuente es la razón. Todo conocimiento surge de la experiencia externa o interna. De ahí que la mente, o conciencia, sea concebida por los empiristas como un "papel en blanco" (white paper) que es preciso ir llenando en el proceso cognoscitivo. Por este motivo, los empiristas niegan la existencia de las ideas innatas, pues todas las ideas, según ellos, proceden de la experiencia.

 

2.- Líneas principales del pensamiento de David Hume (1711-1776)

 

   a) Teoría del conocimiento y Dios

 

   En su libro Investigación sobre el conocimiento humano (1751), Hume mantiene un empirismo extremo: según Hume, la base del conocimiento es la percepción, la cual puede definirse como "todo aquello que puede estar presente en la mente humana, ya sea a través de nuestros sentidos, o que estemos movidos por la pasión, o que ejercitemos nuestro pensamiento y reflexión".

    Las percepciones de la mente humana se dividen en dos clases: impresiones ideas. Las impresiones son las percepciones que se presentan a la mente con mayor fuerza y vivacidad, frente a las ideas, que se nos aparecen como imágenes débiles del pensar y el razonar.

   Las impresiones, a su vez, son de dos tipos: de sensación y de reflexión. Las primeras surgen en la mente a partir de causas externas; las segundas se derivan de nuestra experiencia interior. Las características fundamentales de las impresiones son las siguientes:

a) Son simples, no admiten ambigüedad alguna. Son claras y distintas y carecen de todo tipo de oscuridad y confusión.

b) Son originarias, puesto que anteceden a las ideas. Esto es válido tanto para las impresiones de sensación, como para las impresiones de reflexión. Las ideas son siempre copias o derivación de aquellas. Las impresiones de sensación son los elementos primarios del proceso del conocimiento.

c) Las impresiones son percepciones más vivaces que las ideas y se caracterizan por su inmediatez.

   Por otra parte, las ideas son copias derivadas de las impresiones. Surgen por "debilitación" de las impresiones, y no aportan ningún contenido nuevo, sino que son simples imágenes de las impresiones particulares. Las ideas pueden ser simples o complejas. Las ideas complejas surgen cuando las ideas simples se combinan entre sí, para construir todo nuestro sistema de conocimientos.

   La combinación de las ideas puede producirse de dos maneras: mediante la imaginación, que combina arbitrariamente las ideas entre sí, o a través de una conexión inconsciente, determinada por una fuerza de atracción desconocida entre las ideas. Hume considera que dicha fuerza no es más que la aplicación al mundo psíquico de la ley de atracción universal que Newton ha descubierto entre los cuerpos físicos. Las leyes que regulan la atracción mutua entre las ideas son tres:

a) La ley de la semejanza: Una idea nos impulsa natural y automáticamente a pensar en otra a la que se asemeja; por ejemplo: un retrato nos impulsa a pensar en la persona que representa.

b) La ley de la contigüidad espacio-temporal: La mente asocia espontáneamente dos ideas próximas entre sí. Por ejemplo: si mencionamos la palabra "Moncloa", pensamos espontáneamente en "Madrid".

c) La ley de la causalidad (relación causa-efecto): Nuestra mente tiende a asociar las ideas de aquellos fenómenos que se suceden regularmente. Por ejemplo: la idea de "humo" se asocia inmediatamente con la de "fuego", o la del "hijo" con la del "padre". Esta ley es la más importante, ya que, como veremos más adelante, juega un papel fundamental en nuestro conocimiento de la naturaleza.

   Hume establece una clara correlación entre ideas e impresiones, en virtud del denominado principio de la copia; según este principio, toda idea es copia de alguna impresión precedente; de manera que allí donde no seamos capaces de encontrar alguna impresión a la base de una idea determinada, dicha idea carecerá de significado. "Si sospechamos, dice Hume, que un término filosófico se emplea sin ningún sentido, no tenemos más que preguntarnos de qué impresión se deriva la supuesta idea"; si nos resulta imposible localizar la correspondiente impresión a la base de dicha idea, la idea en cuestión carecerá de significado y no aportará conocimiento alguno.

   Hume considera que nuestra mente, en virtud de los principios expuestos anteriormente, cuenta con dos tipos de conocimiento: el conocimiento de relaciones de ideas (relations between ideas) y el conocimiento de cuestiones de hecho (matters of fact).

 

a) Relaciones de ideas: Representan el conocimiento propio de las ciencias formales (lógica, aritmética y geometría). El conocimiento de relaciones de ideas se basa en la certeza demostrativa, y se trata de un conocimiento universal y necesariamente verdadero, ya que se basa en la no-contradicción de las proposiciones en que se expresa dicho conocimiento.

b) Cuestiones de hecho: Representan el conocimiento referido a los objetos naturales. Este conocimiento es característico de las ciencias empíricas y de la filosofía moral. Las cuestiones de hecho, según Hume, no pueden "demostrarse" en sentido estricto, aunque sí pueden probarse (proof) en base a argumentos probables. Se trata de conocimientos contingentes, es decir, no necesariamente verdaderos, cuyo contrario es posible y perfectamente concebible (por ejemplo: es una cuestión de hecho que "el agua hierve a los 100º", pero esta proposición no es necesariamente verdadera, pues el agua podría haber hervido a cualquier otra temperatura).

 

   En base a esta teoría del conocimiento empirista, Hume emprende una crítica implacable de la metafísica:

1º) Crítica de la idea de “causa”: El conocimiento de las cuestiones de hecho (científicas, morales) se basa en la idea de causalidad o conexión necesaria. Ahora bien, ¿cómo surge en nosotros la idea de causa o conexión necesaria entre "A" como causa y "B" como efecto? Los racionalistas consideraban que la razón, sin acudir a la experiencia podría deducir utilizando un simple análisis la idea del "efecto" de la idea de la "causa"; pero ¿es esto correcto?

   Si examinamos la idea de "causa" o "conexión necesaria" entre causa y efecto, Hume señala que, aplicando el principio de la copia, tenemos que preguntar: ¿de qué impresión sensible se deriva esta idea? La sorprendente respuesta es que no existe ninguna impresión sensible a la base de la idea de "causa" o "conexión necesaria" entre los fenómenos. De manera que nuestra noción de causalidad se basa simplemente en la experiencia reiterada, en la costumbre o hábito, de ver unidos dos fenómenos cualesquiera A y B.

   Ahora bien, ¿por qué proyectamos al futuro la conexión causal A-B, observada en el pasado, si no tenemos impresión sensible del futuro, y por tanto no podemos tener idea alguna de él? A ello responde Hume que es la imaginación y un fuerte instinto natural los que nos impulsan a creer que siempre que aparezca el fenómeno "A" necesariamente tendrá que aparecer el fenómeno "B", en virtud de un supuesto injustificable racionalmente: la creencia (belief) en la regularidad de la naturaleza, y que el futuro será como el pasado.

   Así pues, es la costumbre o hábito de ver unidos dos fenómenos cualesquiera lo que lleva a nuestra mente a vincularlos entre sí, en virtud de la ley de asociación causa-efecto, y a proyectar dicha conexión causal hacia el futuro, haciéndole esperar idénticos efectos cuando se presentan en la experiencia las mismas causas. La costumbre o hábito se convierte en una “segunda naturaleza”, que determina a nuestra imaginación a realizar inferencias causales, y a pasar de la idea de un objeto a la de su acompañante habitual. La función que cumplen los instintos en los animales, la cumple en el hombre la costumbre, esa “guía de la vida humana”, que actuando en el ser humano de manera prerreflexiva y automática, produce en él la creencia en la regularidad de los procesos causales, haciéndole posible actuar eficazmente en el mundo.

   Las consecuencias del análisis de Hume resultan demoledoras para el Racionalismo: en nuestro conocimiento de la causalidad no interviene para nada la razón, sino factores irracionales como la costumbre, la creencia, el instinto y la imaginación. Pero del anterior análisis se deduce, además, que la comprensión de los verdaderos orígenes y causas de todos los fenómenos quedan completamente ocultos para el conocimiento humano: no tenemos la más mínima idea de qué misterioso vínculo o fuerza conecta entre sí los fenómenos de la naturaleza, pues la experiencia sólo nos muestra que un suceso sigue a otro, sin que seamos capaces de comprender poder oculto en virtud en virtud del cual opera dicha causa; lo más que podemos afirmar es que un determinado acontecimiento sigue a otro, pero nunca hemos podido observar el vínculo que les une. En definitiva, debemos abstenernos de hablar de fuerzas en la naturaleza; la causalidad sólo existe en nuestra mente, y se reduce a una simple conexión psicológica entre ideas, carente de correlato objetivo en el mundo.

   Ahora bien, como la Física se basa en el conocimiento de la conexión causa-efecto, del análisis de Hume se desprende que está ciencia solo puede formular leyes probables, no necesarias: Probablemente a las mismas causas les seguirán los mismos efectos, pero no existe demostración posible de que así seguirá sucediendo en el futuro, porque el porvenir nos resulta completamente desconocido.

2º) Crítica de la idea de “sustancia”: A continuación, Hume examina la idea de "sustancia". Nuestra mente sólo posee impresiones sensibles aportadas por los sentidos; ahora bien, ¿existe alguna impresión sensible que corresponda a algún tipo de entidad que se encuentre detrás de esos datos sensoriales?, es decir: ¿Existe algún tipo de impresión sensible a la base de la idea de "sustancia"?

   La respuesta es negativa. Únicamente constatamos la existencia de conjunto de percepciones que habitualmente van unidas, y que nuestra mente asocia como formando parte de un mismo ser; pero no existe constancia alguna de la existencia de un hipotético objeto o sustancia subyacente a tales percepciones. Por consiguiente, no existe conocimiento racional alguno que demuestre la existencia del mundo exterior. Afortunadamente, la imaginación suple también aquí las deficiencias de nuestra razón, con fines supervivenciales, y nos induce a creer o imaginar que, más allá de las impresiones sensibles que tenemos de los objetos, efectivamente existe el mundo exterior, independientemente de nuestra mente. Pero la razón, frente a lo que creía Descartes, es incapaz de demostrar la existencia real de ese mundo.

3º) Crítica de la idea del “yo”: Seguidamente, Hume somete a análisis la idea de "yo" (sustancia pensante): ¿Existe alguna impresión sensible a la base de dicha idea, que permanezca idéntica e invariable a lo largo de la existencia del sujeto? Hume señala que no: lo único que encontramos en el interior de nuestra mente es una corriente de percepciones que se suceden unas a otras; pero nada sabemos acerca del misterioso lugar en que se desarrolla esa vida psíquica. Hume señala que la mente se asemeja a un teatro en el que las percepciones se van sucediendo unas a otras, como si fuesen los personajes de un drama, pero no poseemos el más mínimo conocimiento racional acerca de su constitución o esencia. No obstante, una vez más, la naturaleza hace que la imaginación supla los defectos de la razón, llevándonos a creer o suponer que detrás de esas percepciones hay algo así como una “sustancia pensante”, un “sujeto”; pero tampoco podemos demostrar dicha creencia.

4º) Crítica de la idea de “Dios”: Finalmente, Hume pasa a examinar el concepto de "Dios" (sustancia infinita) ¿Existe alguna impresión sensible que corresponda a la idea de "Dios"? También aquí la respuesta es negativa: no tenemos idea alguna acerca de la existencia de la Divinidad ni de su naturaleza. Además, resulta imposible demostrar la existencia de Dios partiendo a los seres que nos rodean, porque no tenemos experiencia alguna de la relación causa-efecto entre Dios y el mundo, de manera que nuestra mente es incapaz de establecer ninguna conexión causal que los una entre sí. Con todo, nuestro pensamiento está dotado de una tendencia natural a creer, o imaginar, que existe un Ser superior todopoderoso, que ha creado todos los seres; de ahí que para Hume, la única religión verosímil sea una religión natural, no revelada y carente de dogmas.

 

   De su análisis, Hume concluye que: a) Solo la Lógica y las Matemáticas, por basarse en relaciones de ideas, son ciencias rigurosas; b) la Física también es ciencia, aunque sus leyes, por basarse en la experiencia y en la conexión causa-efecto, son meramente probables y carecen de validez universal y necesaria; c) por último, la Metafísica no es ciencia en absoluto, sino un saber engañoso e ilusorio, ya que sus conceptos fundamentales carecen de una sólida fundamentación en la experiencia.

   La teoría del conocimiento de Hume culmina, pues, en un escepticismo moderado; no sostiene un escepticismo absoluto, porque Hume no niega que nuestra mente, basándose en la experiencia, pueda alcanzar determinados conocimientos; pero le resulta imposible ir más allá del límite marcado por la experiencia. Y, puesto que no existe un conocimiento referido a entidades abstractas como la sustancia, el yo o Dios, la metafísica es imposible como ciencia.

 

   b) Ética

 

   En su libro Investigación sobre los principios de la moral (1752), Hume también reduce el papel de la razón en el ámbito de las cuestiones morales. La ética de Hume es emotivista, es decir, para Hume, las distinciones morales no se derivan de la razón, sino de la emoción, o sentimiento moral. La razón, por sí sola, no es capaz de ser la causa inmediata de nuestros actos; al contrario: "la razón es y debe ser esclava de las pasiones, y no pretender otra función que la de servirlas y obedecerlas". De ahí que no se pueda buscar el fundamento de la aprobación o desaprobación moral en ninguna de las distinciones o relaciones que pueda captar la razón, sino que la moralidad pertenece a la esfera del sentimiento.

   Este sentimiento tiene su base en la naturaleza humana, que es común a todos los hombres. Por eso también el sentimiento moral, según Hume, es el mismo en todos los seres humanos, presentándose siempre como un sentimiento desinteresado.

   Las cualidades morales, buenas o malas, son equivalentes a las cualidades sensibles (agradables o desagradables), y al igual que es un sentimiento natural el que nos hace distinguir lo agradable de lo desagradable, lo bello de lo feo, también existe un instinto o sentido natural que nos hace distinguir lo bueno de lo malo.

   El criterio para distinguir el bien y el mal moral es la utilidad o inutilidad que se derivan de una determinada acción; una acción es aprobada, si comprobamos que es útil, es decir, si contribuye a aumentar el placer o felicidad de los seres humanos y a disminuir su miseria; en cambio, una acción es desaprobada si es nociva, es decir, si comprobamos que es inútil, pues contribuye a aumentar la infelicidad o el dolor de los seres humanos.

   La virtud es la cualidad moral suprema, y puede definirse como cualquier acción o cualidad mental que produce en el espectador un sentimiento placentero de aprobación; en cambio, el vicio es toda acción o cualidad mental que produce en el espectador un sentimiento desagradable, o de reprobación.

 

   c) Sociedad y política

 

   Hume, rechazando las teorías contractualistas de Hobbes, Locke y Rousseau (quienes mantenían que el Estado surge en virtud de un contrato social), sostiene en política una posición utilitarista.

   Mantiene que la vida social tiene su origen en las necesidades e inclinaciones humanas, pues para los seres humanos es más provechoso vivir en sociedad que la libertad e independencia individuales.

   Asimismo, las normas sociales son una construcción artificial realizada en base al instinto de sociabilidad, característico de la naturaleza humana. La aceptación de un gobierno y de las leyes nace de la necesidad de seguridad, pues ambos se encargan de vigilar para que los individuos no antepongan sus intereses particulares al bien común.

   La teoría política de Hume es, además, empirista: el Estado no tiene su origen en una institución divina, ni tampoco en un hipotético “estado de naturaleza”, o un “contrato social” -que a su juicio son ficciones indemostrables-, sino en hechos y causas históricas empíricamente comprobables, que tienen que ver, por lo común, con la simple usurpación o la conquista por la fuerza ejercidas por ciertos príncipes, que someten a un amplio sector de la población a su poder.

   La autoridad que se atribuye a ese poder, y la obediencia que suscita, se basan, no en la razón, ni en el consentimiento (aunque a veces estos puedan darse), sino en el hábito de la sumisión, mantenida bajo la amenaza de ciertos castigos, necesarios, porque el hombre se mueve más por sus pasiones que por la razón. La organización política ha de encargarse de que los hombres adquieran ciertos hábitos, que contrarresten las inclinaciones que les desorientan y dividen, favoreciendo los intereses y necesidades generales, que contribuyen a la subsistencia de la sociedad. La fuerza de la ley, y la obediencia a la misma, se basan, en suma, en la necesidad y el hábito, refrendados por el temor al castigo.

   Si el gobierno falta a sus deberes, pierde legitimidad, estando justificada la resistencia a su autoridad; pero Hume limita la desobediencia a situaciones muy excepcionales, y siempre en función del interés general y la utilidad pública, ya que piensa que de la disolución del orden político suelen derivarse más desórdenes e inconvenientes que soluciones.

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LA FILOSOFÍA MODERNA III: LAS TEORÍAS CONTRACTUALISTAS

En la Edad Moderna, junto con el tema de la racionalidad -de Descartes a Hegel- se plantearon también las cuestiones de la legitimidad política y del origen del Estado. Estas cuestiones dieron lugar al surgimiento de las teorías filosóficas del pacto social y a una reflexión en torno a las relaciones entre libertad y autoridad.

Las principales teorías del origen del Estado mediante un contrato social formuladas durante la Edad Moderna son las de Hobbes, Locke y Rousseau. Por su parte, las relaciones entre libertad y autoridad fueron abordadas por movimientos sociales como el comunismo, el socialismo y el anarquismo.

 

1.- La teoría del pacto social en Thomas Hobbes (1588-1679).

 

El filósofo británico Th. Hobbes, mantuvo contactos con Descartes y Galileo, expuniendo su teoría del pacto social en su obra más conocida: Leviátan (1651); en ella se aborda seriamente por vez primera el tema de la sociedad y del origen del Estado. Llevado por el paradigma mecanicista propio del siglo XVII, Hobbes considera que el Estado es algo artificial, una gran máquina social construida por el hombre. Y, como toda máquina, en el Estado hay que considerar diversas partes: la materia de la que está hecho: los seres humanos; la forma: el pacto social; y, finalmente el resorte que pone en movimiento el Estado: el poder.

 

Hobbes considera que, antes de la constitución del Estado, los hombres viven en un hipotético "estado de naturaleza". Hobbes rechaza la idea tradicional de que el hombre sea por naturaleza un ser sociable; más bien, en el estado de naturaleza los hombres son iguales y muestran una clara insociabilidad; al gozar del mismo derecho natural, es decir, de la libertad de usar su propio poder como quieran para preservar la propia naturaleza, sin limitación alguna, cada uno actúa de manera egoísta, buscando tenerlo todo y persiguiendo su propio provecho en perjuicio del otro. Así, movidos por el afán de competición y la gloria, en el estado de naturaleza el hombre es un lobo para el hombre (homo homini lupus) y se vive en permanente situación de guerra de todos contra todos (bellum omnium contra omnes). En consecuencia, no hay ni seguridad, ni industria, ni justicia, ya que no hay ley.

 

Esta guerra podría durar eternamente. En ella la vida es solitaria, miserable y corta, porque nadie puede esperar mantenerse vivo durante mucho tiempo. Por eso el ser humano, conducido por su razón, comprende que debe salir de dicha situación y seguir la ley de la naturaleza que le inducen a buscar la paz, si quiere sobrevivir. Pero Hobbes señala que esa ley de la naturaleza no basta para garantizar la paz, por lo que los hombres deciden renunciar a sus derechos particulares y conferir todo el poder y la fuerza a un hombre o a una asamblea de hombres que pueda reducir todas las voluntades a una sola voluntad. Se establece así el contrato social que da origen al Estado; éste, a partir de su surgimiento, monopoliza el derecho a la violencia. El titular del mismo puede ser una persona (monarca) o una asamblea, pero, en cualquier caso, Hobbes considera que su poder es ilimitado, inalienable e indivisible. Hobbes compara el Estado con el monstruo Leviatán de la Biblia, en tanto que simboliza un gran e insuperable poder, al que deben los hombres la paz y la protección.

 

Con esta teoría, Hobbes substituye la doctrina medieval del origen divino del poder por una fundamentación racional; pero la teoría de Hobbes constituye una justificación de la política absolutista, propia de las monarquias del siglo XVII: niega la división de los poderes (legislativo, ejecutivo y judicial, que deben reunirse bajo una misma persona), y, ademas, la cesión de derechos por parte del pueblo en el soberano es irrevocable. Por ello, en ningún caso se le podrá retirr el poder que se le ha conferido, si no se quiere caer de nuevo en el caos del estado de naturaleza.

 

2.- La teoría del pacto social en John Locke (1632-1704).

 

John Locke formuló su teoría política en los dos tratados titulados Sobre el gobierno civil, publicados en 1690. Si Hobbes fue el gran teórico del absolutismo monárquico, Locke será el gran teórico del liberalismo político.

 

En el primer tratado se ocupa de refutar la obra De Patriarca de Robert Filmer (1604-1647), en la que éste defendía la idea de que la libertad es ilimitada. Frente a Filmer, Locke defiende que la libertad tiene límites prescritos por la razón humana: la libertad de la naturaleza debe estár limitada por la ley natural, si no se quiere caer en el libertinaje. Asimismo, el derecho del ser humano está limitado a su persona: implica el derecho a la vida, a la integridad corporal, a la libertad y a la propiedad de las cosas que produzca con su trabajo.

 

Para contestar a la cuestión del origen del Estado, Locke utiliza, igual que Hobbes, la suposición de un estado de naturaleza y la realización de un contrato social. Según Locke, el estado de naturaleza no se caracteriza por la violencia, ni por la "guerra de todos contra todos". Es cierto que existe libertad e igualdad de todos los seres humanos y que cada individuo tiene un poder ilimitado para disponer sobre sí mismo y su propiedad; pero también es cierto que los seres humanos, gracias a la razón, están sometidos a la ley natural, cuya norma suprema es la conservación de la naturaleza y el respeto al derecho natural de los otros hombres. El derecho natural prohíbe dañar o aniquilar la vida, la libertad y las posesiones de los otros. Por tanto, el estado de naturaleza es, por lo general, un estado pacífico.

 

Sin embargo, siempre hay individuos que ignoran la ley natural. Dado que en el estado de naturaleza existe igualdad entre todos, cada uno tiene el derecho de ser juez y de juzgar y castigar por sí mismo a quien ha roto el estado de paz. Pero como cada uno sería juez de sus propios asuntos, esto conduciria a un estado de guerra perpetuo, si no hubiera una instancia superior en cuyas manos se pusiera na administración de justicia. Así pues, los hombres se agrupan formando una comunidad, en base a un contrato social, con el fin de obtener la paz y la autoconservación. Mediante dicho contrato, los miembros de la sociedad entregan el poder legislativo, el poder judicial y el poder ejecutivo a una instancia superior. Así surge el Estado, cuya misión es defender el bien común, establecer y hacer guardar las leyes y garantizar la libertad y los derechos naturales de los individuos. Su surgimiento se debe a que, como hemos visto, los hombres ailsados no podrían defender la ley natural y por ello delegan ese poder en el Estado, que está encargado de preservarla.

 

El poder del Estado, con todo, no es absoluto, ni arbitrario, ni ilimitado, sino que debe estar sujeto a la ley natural, según la cual hay que respetar los derechos del individuo: su vida, su libertad y su propiedad, procurando el bien de todos. Por ello, Locke propone la división de poderes dentro del Estado, es decir, el poder legislativo debe ser independiente del ejecutivo y del judicial: sólo así se podrá evitar el peligro de un poder absoluto, al sancionar la dualidad monarca-Paramento, con la que se limita el poder del monarca y se protegen los derechos y libertades de los individuos. Además, Locke señala que, si el gobernante viola las leyes, el pueblo tiene derecho a deponerlo por la fuerza mediante una revolución.

 

Locke, por otra parte, defiende un Estado laico, no confesional. Locke defiende una estricta separación de la religión y del Estado. El Estado deberá garantizar a los ciudadanos el ejercicio de su derecho a la libre organización del culto religioso, pero deberá cuidar de que ninguna religión se transforme en poder, capaz de suscitar discordias civiles por disputas sectarias de carácter religioso. De ahí el ideal de tolerancia religiosa que Locke formuló en su Carta sobre la tolerancia (1689), de la cual sólo se excluye a los intolerantes mismos, es decir, a quienes no reconozcan la libertad religiosa a los demás; en particular a católicos y musulmanes, que, al someterse a un poder ajeno al Estado, constituyen una amenaza para éste. También excluye a los ateos, de quienes piensa que, al negar a Dios, disuelven los principios que subyacen a la sociedad civil.

 

3.-La teoría del pacto social en J. J. Rousseau (1712-1778).

 

Aunque colaboró enla Enciclopedia, Rouuseau fue el gran disidente de la Ilustración. Nacido en Ginebra, hizo amistad, al llegar en 1741 a París, con Diderot y los ilustrados, pero sus ideas chocaron pronto con las de estos: Rousseau en su Discurso sobre las ciencias y las artes (1750), consideraba que las ciencias y las artes, es decir, la cultura, la razón y la sociedad, lejos de hacer progresar al ser humano, como creían los ilustrados, corrompen su estado natural y sus sentimientos.

 

A partir de aquí, el pensamiento social de Rousseau se construye sobre un esquema lineal: del estado de naturaleza (simplicidad y felicidad) el ser humano pasa al estado de sociedad (corrupción e injusticias), por lo que se plantea el proyecto utópico de regresar al primero sin abandonar el segundo (cosa ya imposible).

 

En el estado de naturaleza, el hombre primitivo vivía en aislamiento; no poseía ni sociabilidad natural ni, como creía Hobbes, vivía en guerra contra los otros. Es lo que Rousseau denomina "el buen salvaje", individuo en estado de inocencia natural, ausencia de moral, bondad innata, igualdad, etc. Al pasar al estado de sociedad, el hombre alcanza un estado menos feliz, libre y bueno. Las primeras sociedades son más felices, por su sencillez y simplicidad, que las sociedades desarrolladas. En estas se pierde la libertad y surgen las desigualdades en el momento en que se establece el derecho de propiedad y la autoridad para salvaguardarlo. La sociedad es un engaño: en ella, los débiles son sometidos a los intereses de los más ricos, surgiendo las diferencias entre ricos y pobres, poderosos y débiles, amos y esclavos.

 

Para Rousseau, es necesario regresar a una sociedad que responda a la naturaleza perdida. El primer paso es la transformación del individuo mediante una educación natural y no represiva, como propone en su novela Emilio (1762); el segundo paso es la transformación de la sociedad mediante la idea de un pacto social, que restaure la igualdad perdida. Esta idea la expone Rousseau en El contrato social (1762), donde mantiene que es necesario organizar la sociedad de manera que cada individuo, al asociarse con los demás, se una a todos, pero no abedezca más que a sí mismo, quedando tan libre como antes. Para lograr este objetivo, Rousseau propone una nueva forma de contrato social, que no es ni un contrato entre individuos (Hobbes), ni de los individuos con un gobernante (Locke), sino que es un pacto de la comunidad con el individuo, y a la inversa, del individuo con la comunidad. Así cada asociado se une a todos y no se une a nadie en particular.

 

Mediante el contrato social se crea lo que Rousseau denomina la "voluntad general", voluntad que es colectiva, soberana e inalineable. El gobierno no es sino un ejecutor de la ley que emana de la voluntad general y puede ser siempre substituido. De este modo, Ropusseau establece la soberanía popular y la libertad individual, ya que, al hacer el contrato con la comunidad, cada individuo, por así decirlo, contrata consigo mismo, y al obedecer a las leyes que emanan de la voluntad general, no obedece más que a sí mismo.

 

El contrato social inspirará a los revolucionarios franceses de 1789, y a los comunistas del siglo XIX; también inspiró a Thomas Jefferson (+1826), autor de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América.

 

* * *

LA FILOSOFÍA MODERNA IV: KANT

 

 



 

1.- Introducción

 

   Kant es el filósofo más importante de la Edad Moderna. En él convergen los dos problemas filosóficos fundamentales de esta época: el problema del conocimiento y el problema de la libertad, al tiempo que consigue sintetizar en su pensamiento de forma original las aportaciones del empirismo y el racionalismo.

   Durante su juventud, y hasta 1770, Kant recibe la influencia del racionalismo dogmático, representado en Alemania por Leibniz y Wolff, y cree en la posibilidad de una ciencia metafísica, capaz de conocer los objetos trascendentes, como el mundo en su conjunto, el alma o Dios.

   Pero el conocimiento de la filosofía empirista de Hume le hará a Kant “despertar del sueño dogmático racionalista”, y poner en duda que la metafísica pueda ser realmente una ciencia. De este modo, a partir de 1781, con la publicación de la Crítica de la razón pura, se inicia el denominado período crítico del pensamiento kantiano, en el que Kant se propone examinar los límites de la razón humana, tanto desde el punto de vista teórico (conocimiento), como práctico (ético).

 

2.- Líneas fundamentales del pensamiento de Kant (1724-1804)

 

   a) Teoría del conocimiento

 

   En el período crítico, Kant señala que todos los problemas de la filosofía pueden resumirse en cuatro preguntas fundamentales:

 

1ª) “¿Qué puedo saber?”, es decir, ¿cuáles son los límites del conocimiento humano? A esta cuestión tratará de responder Kant en la Crítica de la Razón Pura.

2ª) “¿Qué debo hacer?”, es decir, ¿qué leyes morales deben seguirse? A esta pregunta responderá Kant en la Fundamentación de la Metafísica de las costumbres y la Crítica de la razón práctica.

3ª) “¿Qué me cabe esperar?”, es decir, ¿existe algún tipo de esperanza tras la vida presente, una vez cumplida la ley moral del deber? A esta pregunta responde Kant en su obra La religión dentro de los límites de la mera razón.

4ª) Todas estas cuestiones quedan resumidas en la más fundamental de todas: “¿Qué es el hombre?” A esta pregunta contestará en su obra Antropología filosófica.

 

   Como vemos, todas estas cuestiones preguntan por los límites de la razón, es decir, por las condiciones de posibilidad del conocimiento humano, de la ética, etc.

   Para tratar de resolver tales cuestiones, Kant emplea un método filosófico radicalmente nuevo, el denominado método crítico o trascendental, mediante el cual la razón se examina a sí misma, sus estructuras y su funcionamiento, a fin de averiguar cuáles son sus usos y limitaciones, tanto en el terreno teórico (conocimiento), como práctico (ética).

   En la Crítica de la Razón Pura Kant trata de contestar a la primera gran cuestión mencionada: ¿qué puedo saber?; o dicho más rigurosamente: ¿puede la Metafísica convertirse en ciencia? Para averiguarlo, Kant examina qué condiciones cumplen dos ciencias ya constituidas: la Matemática y la Física. Si la Metafísica cumple tales condiciones, será también una ciencia, y nuestro conocimiento será ilimitado; si no es así, deberá ser abandonada, y nuestro conocimiento contará con un límite claramente establecido.

   Kant señala que la Matemática y la Física son ciencias porque son capaces de formular leyes científicas. Ahora bien, las leyes científicas son juicios; entonces: ¿qué condiciones ha de cumplir un juicio, en general, para que pueda ser considerado científico? Según Kant son dos:

 

- El juicio en cuestión debe aumentar nuestros conocimientos sobre la experiencia.

 

- Ha de poseer validez universal y ser necesariamente verdadero.

 

   A continuación, Kant estudia los tipos de juicios que existen, para ver cuáles cumplen estas condiciones de cientificidad. Según Kant, existen tres tipos de juicios: analíticos, sintéticos y sintéticos a priori.

 

* Los juicios analíticos son universal y necesariamente verdaderos, y poseen validez a priori. Son juicios "explicativos", puesto que no aumentan nuestro conocimiento, ya que en ellos el predicado está contenido en el sujeto y, por tanto, se limitan a explicar lo que en él se contiene. Son los juicios de la lógica. (P. ej: "Un todo es una suma de partes").

* Los juicios sintéticos son los juicios de la experiencia cotidiana. Son contingentes y su verdad debe comprobarse a posteriori. Son, además, juicios extensivos, puesto que aumentan o "extienden" nuestros conocimientos, aunque no a nivel científico, porque no tienen ni universalidad ni necesidad (p. ej: "la pared es blanca").

* Finalmente, los juicios sintéticos a priori son juicios sintéticos (es decir, hacen referencia a la experiencia, por lo que amplían nuestro conocimiento de la realidad), pero, a la vez, son a priori, es decir, universal y necesariamente verdaderos. Éstos son los juicios de la ciencia. Una ley científica es, por tanto, un juicio sintético a priori (p. ej: "7+5 = 12"; "La fuerza es igual a la masa por la aceleración").

  

   La cuestión inicial de la Crítica de la razón pura puede reformularse ahora así: ¿Cómo son posibles los juicios sintéticos a priori de la ciencia (es decir, de la Matemática y de la Física) ?; y, por otro lado, ¿son posibles los juicios sintéticos a priori en la Metafísica? (si lo son, será ciencia; si no, no); por último, ¿qué elementos deben entrar en juego en el conocimiento para que podamos formular juicios sintéticos a priori?

   La respuesta que da Kant a estas preguntas es revolucionaria: Si el conocimiento científico de la realidad se expresa a través de juicios sintéticos a prori, es decir, juicios que son sintéticos (referidos a la experiencia) y a priori (universal y necesariamente verdaderos), esto significa que, aunque parte de nuestro conocimiento procede de la experiencia, no todo él procede de la experiencia, sino que ha de intervenir también algún factor a priori, independiente de la experiencia, aportado por la razón del sujeto, que es el que confiere al conocimiento científico su universalidad y necesidad.

   Por tanto, parece evidente que en el conocimiento intervienen dos factores: la sensibilidad, que, según Kant, es pasiva, puesto que se limita a recoger los datos brutos o desorganizados, procedentes del mundo exterior; y la mente del sujeto, que es activa, espontánea, y está dotada de una serie de formas o estructuras a priori (es decir, previas a la experiencia), gracias a las cuales organiza el caos de los datos sensibles. De manera, pues, que en todo conocimiento intervienen tanto la experiencia como la razón: hay una materia del conocimiento, que procede del objeto, y una forma del conocimiento, es decir, unas estructuras aportadas a priori por la mente del sujeto que conoce.

   Con esta interpretación del conocimiento, Kant da un giro radical en teoría del conocimiento, que recibe el nombre de "giro copernicano". Kant señala que Copérnico, para resolver las contradicciones y problemas de la astronomía antigua, decidió cambiar por completo el punto de vista admitido hasta entonces, abandonando la hipótesis de que todos los astros giran alrededor de la Tierra, y pasando a considerar que giran alrededor del Sol; pues bien, Kant considera que el enfoque tradicional de la filosofía, según el cual se parte siempre de los datos aportados por los objetos, hace imposible la ciencia, es decir, hace imposible comprender cómo podemos conocer algo con necesidad y universalidad acerca de los objetos; por eso recomienda cambiar de enfoque: si admitimos que es el sujeto el que estructura los datos del objeto mediante una serie de formas mentales a priori, será posible explicar fácilmente la universalidad y necesidad del conocimiento científico. Kant considera, pues, que el conocimiento se rige por las leyes aportadas por la mente del sujeto, y no sólo por los datos procedentes del objeto; o dicho de otro modo: sólo conocemos a priori de las cosas lo que nuestra mente ha puesto en ellas.

   Toda la Crítica de la razón pura está dedicada a analizar esas estructuras a priori que aporta la mente del Sujeto al proceso del conocimiento. Ahora bien, la mente no es algo simple, sino que en ella hay que distinguir tres grandes facultades: la sensibiliidad, el entendimiento y la razón.

   Cada una de estas facultades tienen estructuras a priori específicas, gracias a las cuales, cada una sintetiza o unifica una multiplicidad de contenidos, cada vez más complejos.

1) En el proceso del conocimiento interviene primero la sensibilidad, que, mediante las intuiciones puras a priori del espacio y del tiempo, organiza el caos de las estaciones constituyendo nuestra “representación mental” del objeto: el fenómeno (p. ej: "la caída de un grave"). En la sensibilidad, por tanto, encontramos una materia del conocimiento (datos brutos de la experiencia) y una forma a priori del conocimiento, aportada por la mente del sujeto, con la que se estructuran esos datos (espacio y tiempo).

  Así es posible explicar cómo son posibles los juicios sintéticos a priori en matemáticas: la Geometría construye sus figuras a priori en la intuición pura del espacio, y  la Aritmética construye series de números en la intuición pura del tiempo; por ello los juicios matemáticos son científicos es decir, poseen validez universal y necesaria.

2) Tras la sensibilidad interviene el entendimiento, el cual piensa el caos de los fenómenos, organizándolo a través de una serie de conceptos puros a priori, puestos por la mente del sujeto: las categorías (como “sustancia”, “causalidad”, “acción recíproca”, “necesidad”, etc.) También en el entendimiento, por tanto, interviene una materia del conocimiento (la multiplicidad de fenómenos sensibles dispersos) y una forma del conocimiento: las estructuras a priori aportadas por la mente del sujeto, o categorías. El resultado de ambos factores es el conocimiento de las leyes de la naturaleza (p. ej: la "ley de la gravedad”).

   Kant señala que entre sensibilidad y entendimiento hay una correlación perfecta: las categorías, aisladas de la intuición sensible, no ofrecen conocimiento alguno, son formas vacías de contenido; pero, asimismo, las intuiciones sensibles, consideradas aisladamente son "ciegas", es decir, no proporcionan conocimiento científico. Por consiguiente, solo la colaboración entre categorías e intuiciones sensibles proporciona conocimiento científico acerca de los objetos.

   A partir de lo dicho, Kant deduce que únicamente nos es dado conocer las manifestaciones sensibles de la naturaleza: los fenómenos (del gr. phainomenon: lo que se manifiesta o aparece), porque están organizados en espacio-tiempo; en cambio, las cosas en sí mismas., los noúmenos (del gr. noein: pensar; nous: pensamiento) pueden ser pensados, pero jamás conocidos, porque no tenemos experiencia de ellos y por consiguiente, no pueden aplicárseles las categorías. Nuestro conocimiento, por consiguiente, está limitado a los fenómenos de la naturaleza, es decir, las cosas tal como se nos aparecen; en cambio, las cosas tal como son en sí mismas no podemos conocerlas: la "cosa en sí" es, como dice Kant, una "eterna X" incognoscible, que únicamente podemos pensar, ya que no tenemos ninguna intuición sensible, dada en el espacio y en el tiempo, de ella.

   Puede responderse ahora a la cuestión de cómo son posibles los juicios sintéticos a priori en la Física: es el entendimiento, el que, mediante las categorías, estructura los fenómenos de la naturaleza, y así llega a conocer las leyes de la naturaleza. La razón, por tanto, no toma las leyes de la experiencia, sino que le dicta a esta sus leyes, organizándola y estructurándola. Sin embargo, ya hemos visto que sólo nos es dado conocer las leyes de los fenómenos; las leyes de las cosas en sí mismas nos resultan completamente desconocidas.

3) La última facultad que interviene en el conocimiento es la razón, facultad que permite unificar los diversos conocimientos aportados por el entendimiento, englobándolos en síntesis cada vez más amplias mediante cadenas de razonamientos (teorías científicas). La unificación que lleva a cabo la razón la realizan una serie de principios a priori, incondicionados, que son, a su vez, condición de todos los demás conocimientos de la razón. A esos primeros principios los denomina Kant ideas de la razón pura (obsérvese que, mientras el concepto de Idea en Platón designaba el ser por excelencia, la realidad superior, en Kant las ideas designan únicamente los conceptos supremos de la razón, mediante los cuales esta unifica todos sus posibles conocimientos).

   Las ideas de la razón pura son tres:

 

* La idea de "Mundo", mediante la cual la razón unifica todos los fenómenos de la experiencia externa, remitiéndolos a una totalidad.

* La idea de "Alma", mediante la cual la razón unifica todos los fenómenos relativos a la experiencia interna o psíquica del sujeto.

* La idea de "Dios", mediante la cual la razón unifica la totalidad de los fenómenos, externos e internos.

 

   Las Ideas de la razón pura no proporcionan conocimiento alguno acerca de los objetos a los que se refieren, puesto que éstos son noúmenos, materia de pensamiento, pero no de conocimiento. Ahora bien, si no sirven para conocer objeto alguno, ¿qué sentido tienen?

   Kant considera que tales ideas no poseen un uso constitutivo, no ayudan a conocer objetos, sino que sólo poseen un uso regulativo, es decir, son el horizonte de la investigación científica, impulsando a ésta a buscar siempre totalidades más amplias en la explicación de los fenómenos; en este sentido, las ideas aparecen como ideales que impulsan y regulan la investigación científica.

   Ahora ya es posible contestar a la cuestión de si la Metafísica es ciencia o no. Parece claro, a la vista de lo expuesto, que la Metafísica no puede ser ciencia, puesto que pretende alcanzar un conocimiento racional de noúmenos como el Mundo, el Alma o Dios, objetos de los que no disponemos de intuición sensible, por lo que las categorías actúan en el vacío cuando se refiere a ellos, y no proporcionan conocimiento alguno: esos objetos pueden ser pensados, pero no conocidos.

   Sin embargo, Kant considera que la razón no puede evitar caer una y otra vez en lo que denomina ilusión trascendental, es decir, en creer que puede alcanzar un conocimiento en relación con los noúmenos. El motivo de esta ilusión es que, como las categorías son a priori, independientes de la experiencia, parece como si fuese posible utilizarlas para alcanzar un conocimiento más allá de de dicha experiencia; pero cuando se intenta hacerlo, se hace un uso ilegítimo de ellas. Cuando la razón, prescindiendo de los fenómenos sensibles, se aventura a ir más allá de los límites de la experiencia, y trata de conocer objetos trascendentes (situados más allá de los límites del conocimiento humano), como el alma, el mundo o Dios, cae en contradicciones consigo misma (antinomias), es decir, en errores y equívocos insolubles.

   La Crítica de la Razón Pura cierra, por tanto, el camino a la Metafísica como ciencia y al conocimiento de lo suprasensible. Pero con ello queda abierto, según Kant, el camino a la moral; pues pudiera ser que las Ideas de la razón pura, que carecen de sentido en el uso teórico o especulativo de la razón, sí tengan un uso en su ámbito práctico.

 

   b) Ética, antropología y Dios

 

   La ética o filosofía práctica de Kant se encuentra expuesta en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785) y la Crítica de la razón práctica (1788). En estas obras trata de responder Kant a la segunda gran cuestión de su período crítico: ¿Qué debo hacer?

   Para Kant, el patrón de medida para la valoración de una acción es únicamente la buena voluntad: nada puede considerarse bueno sin restricciones, a no ser una buena voluntad, pues el valor de una acción no se mide por el logro de la finalidad perseguida, ya que las acciones están sometidas a contingencias empíricas.

   Una buena voluntad es aquella que actúa por deber, y no sólo conforme al deber. Kant denomina legalidad a ese mero actuar "conforme al deber", que conduce a una acción carente de valor moral; la moralidad, por el contrario, presupone actuar "por" deber, ya que el deber constriñe los deseos e intereses del ser humano, obligándole a respetar las leyes morales que surgen de la razón.

   Ahora bien, ¿cuáles son las condiciones que hacen posible el deber? Según Kant, una ética correcta debe ser capaz de explicar satisfactoriamente la noción del deber; en cambio, una ética incapaz de explicar la idea del deber será inválida. Partiendo de aquí, Kant distingue dos tipos de éticas: las éticas materiales (término con el que designa las éticas anteriores a la suya) y su propia ética, que es una ética formal. Las éticas materiales no pueden explicar la idea del deber, porque sólo son capaces de presentar imperativos hipotéticos, que únicamente valen bajo el supuesto de un fin material que se persigue, y expresan, por tanto, sólo un deber condicionado (de la forma "Si quieres X, haz Y"). Estas éticas no tienen fuerza obligatoria.

   En cambio, la ética kantiana sí puede explicar el concepto del deber, porque se basa en el descubrimiento de una ley moral que, por proceder de la razón, es a priori y posee validez absoluta. Esa ley es el denominado imperativo categórico, que se formula así:

 

   "Obra sólo según una máxima de conducta tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal.”

 

   El imperativo categórico posee una validez incondicionada, ya que no procede de la experiencia, sino de la razón del sujeto, y le indica qué debe hacer, con total independencia de cuáles puedan ser las circunstancias empíricas en las que se encuentre, o cuáles sean sus sentimientos e intereses personales. Como podemos ver, además, la ética kantiana es formal, ya que no nos indica qué debemos hacer, sino qué forma debe tener el comportamiento del hombre para que sus actos sean éticamente correctos.

   La ética kantiana, además, es una ética que fundamenta la autonomía y la libertad del hombre. En efecto: desde la perspectiva de la Crítica de la razón pura la libertad es un noúmeno que no podemos conocer, sino únicamente pensar. Ahora bien, el imperativo categórico pone de manifiesto que el sujeto es autónomo, es decir, que mediante su razón se da una ley de comportamiento; y esto significa que el sujeto es libre, porque sólo alguien libre puede otorgarse a sí mismo una ley de comportamiento, con total independencia de la experiencia. Así pues, la libertad es la condición de posibilidad del imperativo, o, dicho de otra manera, la existencia de la ley moral postula o exige la libertad del sujeto.

   Ahora se muestra la utilidad de la distinción entre fenómenos y noúmenos; esta distinción se aplica a todos los seres, y por tanto también al ser humano: el hombre, como ser sensible, es decir, como fenómeno, está sometido a las leyes de la naturaleza y no es libre; pero como ser racional, como noúmeno, se dicta a sí mismo, mediante su razón, una ley de comportamiento moral; por tanto, como noúmeno el ser humano sí es absolutamente libre.

   Según Kant, el único móvil de nuestras acciones debe ser el absoluto respeto a la ley moral. Ahora bien, puesto que las otras personas también son sujetos racionales y autónomos, sujetos a la ley moral, las otras personas deben ser objeto de un absoluto respeto. Por ello, el imperativo categórico puede formularse también como sigue:

 

   "Actúa de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como fin al mismo tiempo y nunca solamente como medio."

 

   La virtud consiste, según Kant, en tratar de actuar siempre por respeto a la ley moral, tratando a los demás seres humanos como fines, y no como medios, porque ellos son también seres racionales, es decir, morales y libres. Las personas forman, así, parte de lo que Kant llama el reino de los fines, la esfera de las relaciones morales entre personas, que se deben respeto mutuo, y que, como reino de la libertad, debe construirse a lo largo de la historia, en el marco de un Estado republicano.

   Finalmente, la ética kantiana permite fundamentar una fe racional. Al contrario que en
San Agustín o Santo Tomás, en Kant no es la fe la que fundamenta la moral, sino la ley moral la que permite postular una fe basada en la razón, mediante los denominados postulados de la razón práctica.

   Kant es consciente de que la voluntad humana no es una voluntad puramente racional, sino que el hombre aspira también a alcanzar la felicidad, como recompensa por su acción virtuosa. En consecuencia, el orden moral postula o exige la existencia de Dios, como garante de que virtud y felicidad coincidirán finalmente, de manera que al individuo le sea dado gozar del Bien Supremo.

   Asimismo, como los hombres nunca llegan a alcanzar la santidad en su conducta, es decir, un cumplimiento perfecto de la ley moral, debido a su carácter sensible, el orden moral postula o exige la inmortalidad del alma, como garantía de progreso infinito en el cumplimiento perfecto de la ley moral tras esta vida, aproximándonos a la plena santidad.

   Así pues, los postulados de la razón práctica son tres: 1) la inmortalidad del alma (como garantía de la posibilidad de un progreso indefinido en la virtud); 2) la existencia de Dios (como garantía de que virtud y felicidad han de coincidir finalmente en el disfrute del Supremo Bien); y, finalmente, 3) la libertad (que, como vimos anteriormente, se deduce de la existencia de la ley moral).

   Estos tres postulados muestran “qué le cabe esperar al hombre” y el verdadero significado de las ideas de la razón: en la Crítica de la razón pura, Kant había demostrado que se trata de noúmenos, impenetrables para el conocimiento científico; pero ahora sabemos que el verdadero sentido de estas ideas no es en absoluto teórico, sino práctico o moral.

    Las ideas de libertad, inmortalidad del alma y Dios no juegan ningún papel en el uso teórico de la razón, porque no amplían nuestro conocimiento sobre los objetos a los que se refieren, pero sí tienen un importante papel en el ámbito del uso práctico o moral de dicha razón, como ideales prácticos que orientan y dan sentido a la acción moral del hombre y a la historia.

 

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LA FILOSOFÍA MODERNA V: MUJER Y FILOSOFÍA EN LA ÉPOCA MODERNA: OLYMPE DE GOUGES Y MARY WOLLSTONECRAFT

 



 

1) Olympe de Gouges (1748-1793)

 

            La Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789, indicaba que todos los seres humanos son iguales y tienen los mismos derechos por naturaleza, entre lo que se incluyen la libertad, la propiedad y la seguridad personal; además, la Declaración establecía que esos derechos son universales, es decir, se aplican a todos los seres humanos.

            Pero este carácter de universalidad en realidad no era completo, puesto que lo que decía la Declaración literalmente es que todos los “hombres” son iguales en derechos, sin aludir a las mujeres. Así pues, la época de la Ilustración, con su confianza en la razón y en el progreso, parecía el momento histórico oportuno para superar la injusta situación de discriminación y sometimiento a que habían estado sometidas secularmente las mujeres.

Pero lo cierto es que las mujeres habían sido excluidas de la Declaración, y esta incoherencia motivó las protestas de muchas mujeres, que denunciaron la irracionalidad de esta injustificada exclusión, que las convertía en “el Tercer Estado del Tercer Estado”. Igual que, según los principios revolucionarios, un noble no podía representar a un plebeyo, tampoco un hombre podía representar a una mujer, porque sus intereses muchas veces discrepaban.

            Entre ellas se hallaba Olympe de Gouges, que redactó en 1791 la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, con la que pretendía que los principios igualitarios de la revolución se aplicasen de forma verdaderamente universal.

            En la Declaración, se proclamaba que “la mujer nace libre y permanece igual al hombre en derechos”. Todos los ciudadanos y ciudadanas deben, asimismo, ser igualmente admisibles en todas las dignidades, lugares y empleos públicos, según sus capacidades y sin otras distinciones que su talento y su virtud.

            A pesar de sus proclamas a favor de la libertad, igualdad y fraternidad, los revolucionarios hicieron caso omiso de estas reivindicaciones. La Declaración de Olympe fue ignorada, se siguió considerando que solo los varones tenían derecho a participar en la vida pública y ella misma fue guillotinada, acusada de haber traicionado a la Revolución.

 

2. Mary Wollstonecraft (1759-1797)

 



 

            Influida por las ideas de la Ilustración, la escritora y filósofa británica Mary Wollstonecraft publicó en 1792 su tratado Vindicación de los derechos de la mujer. Es una mezcla de géneros literarios: un tratado político, una guía de comportamiento y un tratado educacional. Considera que los derechos y deberes están completamente ligados, de manera que sin derechos no puede haber ninguna obligación.

            Pero para Wollstonecraft, esos derechos dependen, en buena medida de la educación que se brinda a las mujeres, centrada en agradar a los hombres, que las hace más artificiales y débiles de carácter de lo que podrían haber sido, deformándose los valores con conceptos equivocados acerca de la excelencia femenina.

La verdadera igualdad, según Wollstonecraft, sólo podría lograrse cuando las mujeres pudieran acceder a una educación racional igual a la de los hombres, que les garantizase una instrucción adecuada y les diera las herramientas adecuadas para poder pensar por sí mismas. Por este motivo, en su libro, Wollstonecraft reivindicó la necesidad de reformar la educación, para garantizar una formación adecuada e igualitaria entre todos.

 

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 LA FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA

 

LA FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA I: MARX Y LA ESCUELA DE FRANKFURT

 

 



 

1) Líneas principales del pensamiento de K. Marx (1818-1883)

 

   a) Antropología, sociedad y política

 

   La filosofía de Marx es un humanismo materialista. Frente al idealismo de Hegel, Marx sostiene que el hombre no es principalmente espíritu ni conciencia, sino un ser material y sensible; y, por otra parte, aunque toma de Hegel la concepción dialéctica de la historia, para Marx el motor de la historia no es la contradicción entre diferentes sistemas de ideas, sino las contradicciones económicas y la lucha de las clases sociales, enfrentadas entre sí. Si para Hegel la filosofía es, sobre todo, simple teoría, para Marx la filosofía no tiene la misión de explicar la realidad, sino que debe transformarla.

   Asimismo, frente al materialismo de Feuerbach, Marx va a mantener que lo que hace desgraciado al hombre no es la alienación religiosa, sino que el hombre busca refugio en las ficciones de la religión porque experimenta una alienación real, mucho más profunda e importante: la alienación económica, causada por las condiciones que impone el actual modo de producción capitalista. Es esa alienación económica la que hay que criticar y suprimir, si se quiere que el hombre recupere su dignidad perdida.

   En sus Manuscritos económico-filosóficos (1844), Marx sostiene que no existe una “esencia humana” en general, sino que el hombre es un ser activo, que se hace a sí mismo, mediante su actividad práctica (praxis), es decir, por su trabajo, el cual le pone en contacto con otros seres humanos, con los que forma la sociedad y transforma la naturaleza. De manera que la esencia humana no es otra cosa que el conjunto de relaciones sociales que entablan los hombres entre sí, a lo largo de la historia.

     El trabajo es, pues, la manifestación por excelencia el hombre, porque gracias al trabajo el hombre crea sus condiciones de vida y se hace a sí mismo. Pero en la sociedad capitalista, el trabajo se realiza en unas condiciones que no realizan plenamente al hombre, sino que lo alienan, es decir, le llevan a perderse en un mundo de mercancías, que termina por oprimirlo. Es esa alienación económica la que trata de enmascarar la ideología política, jurídica o religiosa creada por la sociedad burguesa, para justificar una situación económicamente injusta, e injustificable.

   La alienación que experimenta el trabajador (proletario) en la sociedad capitalista es triple:

1)    El trabajador está alienado respecto del producto de su trabajo, que, transformado en capital, se convierte en un poder extraño e independiente de él, que termina por dominarlo. En virtud de esta primera forma de alienación el trabajador experimenta la DESPOSESIÓN del producto que ha creado.

2)    El trabajador, además está alienado respecto de su propia actividad laboral, porque su trabajo tampoco le pertenece, pertenece al capital, quien termina convirtiéndolo en una pieza más de la cadena de producción. Por esta segunda forma de alienación, el trabajador sufre una completa DESPERSONALIZACIÓN.

3)    Finalmente, el trabajador se encuentra alienado respecto de los demás hombres, porque en el trabajo alienado se corta toda relación con la naturaleza y con la humanidad: cada uno trabaja para sí mismo, y no ve a los otros más que como competidores o explotadores. Esta alienación se traduce en una completa DESHUMANIZACIÓN del trabajador.

   Para Marx la supresión de la alienación económica sólo puede producirse si tiene lugar una emancipación de los trabajadores mediante una revolución social.

   El proceso revolucionario requiere que el proletariado adquiera conciencia de clase, es decir, cobre conciencia de su injusta situación, y pase a entablar una lucha de clases que termine por derrocar el sistema económico que la ha creado. La acción revolucionaria ha de dirigirse, principalmente, a suprimir la propiedad privada de los medios de producción (terreno, industria, fábricas…), que han de pasar a manos de sus legítimos dueños: los trabajadores, e instaurar una sociedad comunista, donde la relaciones entre mercancías (dinero) sean sustituidas por verdaderas relaciones humanas: sólo entonces empezará la auténtica historia de la Humanidad.

   La filosofía de la historia que presenta Marx en La ideología alemana (1845-1846) recibe el nombre de materialismo histórico. Se trata de una teoría según la cual la fuerza propulsora de los cambios históricos no proviene de las ideas (como creía Hegel), sino de las transformaciones que experimenta la economía, transformaciones que luego provocan cambios ideológicos en la sociedad.

   Marx distingue en toda sociedad dos aspectos: la INFRAESTRUCTURA ECONÓMICA y la SUPERESTRUCTURA IDEOLÓGICA.

a)    Dentro de la INFRAESTRUCTURA ECONÓMICA –que es la base real de la sociedad- se distinguen las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Las fuerzas productivas incluyen la fuerza del trabajo y los medios de producción (tierra, máquinas, tecnologías, materias primas…), mientras que las relaciones de producción son las relaciones que establecen los hombres entre sí en el proceso productivo (división del trabajo, régimen de propiedad, sistemas de distribución y cambio).

La unidad constituida por las fuerzas productivas y las relaciones de producción es denominada por Marx MODO DE PRODUCCIÓN (Marx distingue los modos de producción oriental, esclavista, feudal y burgués-capitalista).

Las relaciones de producción generan una división de la sociedad en diferentes clases sociales, unas económicamente dominantes, y otras dominadas.

b)    La infraestructura económica condiciona la SUPERESTRUCTURA IDEOLÓGICA de la sociedad, es decir, las formas de conciencia o ideología de esa sociedad, que no es sino el conjunto de representaciones mentales (ordenamiento jurídico y político del Estado, e ideas dominantes en una sociedad: morales, religiosas, filosóficas), en las que se refleja el modo de producción económica vigente en esa sociedad.

La ideología vigente en una determinada época es la impuesta por la clase dominante en ese momento histórico, de manera que dicha ideología tiende a justificar la estructura económica existente. Como dice Marx: “el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante”.

c)    Pero las fuerzas productivas están en constante cambio y desarrollo, mientras que las relaciones de producción permanecen invariables, de manera que, a la larga, terminan por obstaculizar el desarrollo de tales fuerzas.

Se produce entonces una contradicción interna (dialéctica) en el modo de producción que, si se acentúa, produce inevitablemente una revolución social, la cual deja paso a un nuevo modo de producción, entrándose así en una nueva etapa de la historia.

d)    El cambio en la infraestructura económica altera lógicamente el conjunto de la superestructura ideológica. Al cambiar las condiciones de vida de los hombres, se modifican sus ideas, sus concepciones y su propia conciencia, y la nueva clase dominante impone su propia ideología; así pues, en la teoría social de Marx los cambios ideológicos se derivan de los cambios en la producción material.

e)    Marx considera que, con la futura revolución comunista y la victoria del proletariado sobre la burguesía capitalista, éste impondrá su propia ideología, que responde, no a los intereses particulares de una clase concreta -como ha venido sucediendo hasta ahora a lo largo de la historia-, sino a los intereses de toda la Humanidad (puesto que el proletariado constituye la inmensa mayoría de la población mundial).

   El materialismo histórico es, pues, una filosofía de la historia en la que los cambios históricos están producidos principalmente por el desarrollo de las fuerzas productivas, especialmente el trabajo humano. Esto significa que, para Marx, el hombre es el actor principal de la historia, si bien ésta sólo puede avanzar al precio de contradicciones y luchas entre las clases sociales, enfrentadas económica e ideológicamente entre sí.

 

   b) Teoría del conocimiento

 

   La teoría del conocimiento marxista se opone tanto al idealismo como al materialismo. Para el idealismo (Hegel), la razón es la base del conocimiento, y es el pensamiento del sujeto el que construye activa e íntegramente el objeto conocido; de esta manera, el idealismo reduce el conocimiento a pura teoría. En cambio, el materialismo (Feuerbach), entiende el conocimiento como un proceso puramente contemplativo, en el que el sujeto se limita a asumir los datos sensoriales, que recibe a través de la experiencia.

   Marx mantiene, en cambio, que el conocimiento no es ni pura teoría, ni mera contemplación sensorial, sino una actividad práctica (praxis), de carácter dialéctico, en la que se produce una constante interacción entre el hombre, como sujeto sensible y la realidad exterior objetiva, de manera que la práctica retroalimenta la teoría. Consecuencia de esta interacción, es la formación en el cerebro del hombre de un reflejo fenoménico del mundo exterior que, sin embargo, no tiene por qué coincidir con la esencia de las cosas; por eso, el conocimiento científico ha de encargarse de descubrir cuál es la verdadera realidad de los objetos.

   En dicho conocimiento, la mente elabora una teoría a partir de los datos sensibles, cuya verdad o falsedad ha de evaluarse de forma práctica. Por eso, para Marx, el conocimiento es, ante todo, trabajo intelectual, porque el simple pensamiento conceptual no pasa de ser simple especulación, mientras no pruebe su eficacia en la praxis, mediante la transformación efectiva de la realidad. El conocimiento tiene, por tanto, un componente revolucionario, al tratarse de una actividad crítica, que selecciona los componentes de la realidad, con la intención de averiguar su estructura objetiva, real.

   Pero, además, por su carácter dialéctico y práctico, el conocimiento está, como cualquier otro trabajo humano, condicionado social e históricamente: no existe el “conocimiento” en sí mismo, como abstracción, sino que el conocimiento progresa siempre en base a las relaciones de producción que el hombre despliega a lo largo de su historia.

   Existe, pues, un conocimiento espurio, pura ideología, que se limita a permanecer en la superficie de los fenómenos, sin explicarlos, y un conocimiento dialéctico, que busca entender los procesos económicos y sociales en profundidad, para transformar revolucionariamente la situación de alienación que oprime a los trabajadores. Este conocimiento, de carácter revolucionario, es propio de la filosofía, arma ideológica del proletariado, y es él el que ha de encargarse de transformar el mundo y la historia.

 

   c) Dios

 

   La reflexión de Marx sobre Dios se inspira en el análisis llevado a cabo por Feuerbach (1808-1872) sobre la alienación religiosa del hombre. Para este filósofo, el secreto de la teología se encuentra en la antropología, puesto que la idea de Dios no es más que la esencia del ser humano, objetivada y separada de los límites del hombre individual: Dios es un producto de la mente humana, en el que el hombre proyecta todas sus propiedades positivas y perfecciones, elevándolas a un grado infinito, y al que luego se somete, venerándolo. De esta forma, cuanto más poder le da el hombre a Dios, más se niega a sí mismo y más dominado está por su propia creación.

   Marx, sin embargo, considera que Feuerbach no ha entendido que el hombre proyecta su ideal de perfección en la religión porque se siente infeliz en la tierra y experimenta una alienación real, social y económica, que es necesario denunciar, criticar y superar, si se quiere poner fin a su alienación religiosa.

   La alienación que sufre el ser humano la explica Marx, como vimos, mediante el materialismo histórico, teoría según la cual en toda sociedad histórica hay que distinguir entre la infraestructura económica y la superestructura ideológica.

   Dentro de la primera, se distinguen, a su vez, las fuerzas productivas y las relaciones de producción, cuya dialéctica determina la división de la sociedad en dos clases sociales enfrentadas entre sí: una, dominante, que ocupa las posiciones de poder dentro de la sociedad, gracias a la explotación que ejerce sobre el trabajo alienado de las clases inferiores, y otra, dominada, que experimenta la desposesión del producto de su actividad laboral.

   Esta situación injusta encuentra su reflejo en la ideología característica de una determinada época histórica, impuesta siempre por las clases que dominan en ese período, y que está formada por las representaciones mentales (jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas), en las que se reflejan las condiciones materiales en las que se desarrolla la vida del hombre de cada época.

   En consecuencia, si en la filosofía anterior, el concepto de “Dios” designaba al Ser supremo o infinito, en Marx este concepto tiene un carácter ideológico: igual que el resto de representaciones religiosas, la idea de Dios tiene la función de enmascarar las condiciones de desigualdad y alienación que padecen las clases explotadas. Se trata de un conjunto de ideas falsas, mediante las cuales la clase dominante encubre la explotación que ejerce sobre el resto de la sociedad.

   La filosofía -que Marx entiende como un arma ideológica, al servicio de la emancipación del hombre- ha de contribuir a transformar la penosa situación del proletariado, llevando a cabo una crítica a la religión, que la desenmascare como el “opio del pueblo”, un anestésico intelectual, encaminado a adormecer la conciencia de los trabajadores, consolándoles por su miserable existencia con una recompensa ficticia, situada tras esta vida, en el Más Allá.

 

2)    La Escuela de Fráncfort y la teoría crítica

La tecnología parece ser hoy en día el máximum de racionalidad alcanzada por el conocimiento humano: todo está previsto y controlado. Sin embargo, los filósofos de la denominada Escuela de Fráncfort (H. Marcuse, 1878-1979; Th. Adorno, 1903-1969; M. Horkheimer, 1895-1973; J. Habermas, nac. 1929), han elaborado frente a esta idea la denominada Teoría crítica. Todos ellos vivieron la experiencia de la profunda irracionalidad e inhumanidad del nazismo: se dieron cuenta de que el ideal del nazismo era crear una dictadura tecnológica, basada en la manipulación genética y en la realización de terribles experimentos con seres humanos, que culminaron en el holocausto de los campos de concentración. Frente a este horror, estos filósofos se propusieron salvar al individuo contra de la opresión tecnológica y todo tipo de represión.

Observaron que la irracionalidad y la opresión del ser humano no son tanto una secuela del nazismo como algo propio de la sociedad industrial capitalista. Al ser perseguidos por el nazismo, ya que muchos eran judíos, se percataron de que, de manera diferente, la opresión del ser humano era allí tan cruel como en el ámbito del nazismo. Se propusieron entonces llevar a cabo un análisis crítico de la racionalidad tecnológica occidental, que parece ocultar, en realidad, una tremenda irracionalidad.

El optimismo tecnológico consideraba que el progreso técno-científico iba aparejado a un progreso moral social y político (una sociedad más justa y más libre); pero la teoría crítica denuncia que, por el contrario, ese progreso técnico más que haber servido de instrumento liberador se ha convertido en un mecanismo ideológico de alienación y opresión del ser humano. La sociedad opulenta se caracteriza por ls superproducción, incrementando constantemente la cantidad de mercancías, la creación incesante de necesidades para consumir más. Las técnicas de publicidad, ayudadas por la capacidad de persuasión de los mass media nos empujan a crearnos nuevas necesidades y al despilfarro, mientras las dos terceras partes de la humanidad perecen en una absoluta miseria.

El análisis más interesante es el llevado a cabo por Herbert Marcuse en su famoso libro El hombre unidimensional (1964). En esta obra pone de manifiesto que la primacía de la técnica por encima de cualquier otro valor conduce a un hombre-masa, cuyo interés no es ser mejor, sino tener más cosas. Usa la técnica en su beneficio sin evaluar los problemas que el uso desmedido de ella puede acarrear a él mismo y a su entorno vital. Se trata de un sujeto amoral. Muestra la distorsión existente en la sociedad moderna entre la razón tecnológica y administrativa y la profunda irracionalidad de la vida moderna: es irracional que, pese a la existencia de medios y riquezas suficientes para todos, numerosas personas se encuentren en situación de extrema pobreza; que la paz se mantenga a costa de la amenaza de la guerra, que se utilicen los deportes para masificar y dirigir los afectos y voluntades de los seres humanos, que existan numerosos individuos carentes de sentido crítico, que caen en manos de un consumismo masivo y de la publicidad, que la tecnología se canalice a través de los mass media para manipular la conducta de los individuos a través de la "telebasura", fomentando unas opiniones superficiales y groseras.

   Esta irracionalidad de la tecnología se debe a que, según los filósofos de la Escuela de Frankfurt, el progreso de nuestra sociedad se ha orientado sobre todo hacia el desarrollo de las ciencias físico-matemáticas, y el incremento de la eficacia industrial, empleándose la razón como un simple instrumento para conseguir fines científicos, técnicos y económicos, olvidando otras dimensiones esenciales de la vida humana, como los aspectos morales, la paz, la realización de las personas o su capacidad creadora.

   En nuestra época domina un absoluto cientificismo, teoría que defiende que no existen más conocimientos válidos que los proporcionados por las ciencias positivas. Con ello, el conocimiento científico y tecnológico mismo se convierte en irracional, porque tiende a olvidar las diferentes dimensiones de los seres humanos y tiende a cosificar a éstos.

   Los pensadores de la Escuela de Frankfurt son pesimistas respecto a una posible salida a esta situación; frente a la racionalidad instrumental de la técnica se limitan a proponer otro uso de la razón: una racionalidad crítica que contribuya a poner en evidencia los abusos y errores de la sociedad tecnológica, que convierte a los seres humanos en simples instrumentos del proceso productivo, contribuyendo a emancipar o liberar a los seres humanos. Un campo en el que esa razón crítica tiene una amplia perspectiva de acción es, según Adorno, el ámbito del arte y la música: ambos utilizan la razón, pero sin desvincularla del sentimiento, y no buscan dominar al objeto conocido; de manera que el arte y la música se pueden utilizar de forma crítica, para denunciar los abusos de este mundo completamente “administrado”, demostrando que “otro mundo es posible”.

 

3)    Jürgen Habermas

 



   Jürgen Habermas (1929-) es el principal representante de la llamada “segunda generación” de la Escuela de Fráncfort. La Escuela de Fráncfort, surgida en 1922, cuenta entre sus principales representantes a Theodor Adorno, Max Horkheimer, Herbert Marcuse y Walter Benjamin. Son los creadores de la llamada “teoría crítica”, que se inspira en la filosofía de Max, del que toma el concepto de “alienación”, y en el sociólogo Max Weber (1864-1920), del que asume el concepto de la “razón instrumental”. Según Weber, en el mundo contemporáneo domina la razón instrumental, una razón puramente abstracta, científico-técnica, cuyo objeto es someter toda la realidad (natural y humana) al cálculo matemático y a un control burocrático. Ciencia y tecnología, asociadas con la economía capitalista, han creado una “jaula de hierro”, una sociedad completamente administrada, en la que ambas se han convertido en ideología, es decir, en estrategias de manipulación social, que provocan una total alienación de las masas, anulando su capacidad crítica.

   Las obras más importantes de Habermas son Conocimiento e interés (1968), Ciencia y técnica como ideología (1968) y Teoría de la acción comunicativa (1981).

   En Habermas convergen varias influencias: la hermenéutica (que le lleva a sostener que la verdad se conoce a través del diálogo), el marxismo (del que toma las ideas de infraestructura y superestructura, aunque cree que la superestructura ideológica influye sobre las masas más de lo que pensaba Marx, porque los medios de comunicación de masas tienden a legitimar el sistema capitalista ante las masas alienadas, haciendo que éstas vean el sistema como algo natural e inevitable), el psicoanálisis (que le lleva a pensar que los mecanismos de poder permanecen inaccesibles a la conciencia, y la ideología de dominio se impone de forma inconsciente sobre los dominados), la sociología de Weber (del que toma la idea de la modernidad como triunfo de la racionalidad instrumental y el papel creciente de la burocracia) y, por último la teoría del lenguaje ordinario anglosajona (que entiende el lenguaje como “acto de habla” destinado a la comprensión).

1)    Realidad y conocimiento

   Para Habermas, la realidad abarca tres “mundos”:

a)    El mundo de la naturaleza exterior, que se corresponde con el ámbito de los objetos.

b)    El mundo social, regido por normas y valores compartidos por el grupo social.

c)    El mundo interno subjetivo, privado, propio de los sujetos que componen la sociedad.

 

   El hombre se relaciona con la naturaleza a través del trabajo, cuyo interés fundamental es transformarla. Ahora bien, todo trabajo exige del lenguaje como instrumento de comunicación, de manera que la acción social y laboral del hombre presupone una acción comunicativa.

   Por lo que respecta al conocimiento, Habermas plantea una teoría de la verdad como consenso entre los miembros del grupo social (teoría consensualista de la verdad). Critica la idea neopositivista de que el conocimiento es neutral, objetivo y desinteresado, como si el sujeto cognoscente estuviese al margen de la sociedad. En realidad, el sujeto cognoscente siempre se sitúa en un marco social y comunicativo que da sentido a su conocimiento. Además, todo conocimiento humano está regido por algún tipo de interés:

a)    El interés técnico, corresponde a la razón instrumental y es propio de las ciencias empíricas y matemáticas, que buscan encontrar los mejores medios para obtener ciertos fines.

b)    El interés práctico pretende comprender las acciones humanas, para orientar la acción futura del hombre. Corresponde a las ciencias humanas.

c)    El interés emancipatorio, propio de las ciencias sociales críticas (teoría crítica) trata de hacer reflexionar al hombre sobe la situación de alienación que padece, para que la afronte y supere.

 

2)    Ética

   Habermas distingue tres clases de acciones humanas, que en la vida cotidiana están mezcladas entre sí:

a)    Acción instrumental o estratégica: es de tipo manipulativo, y se propone buscar estrategias para conseguir un fin o un objetivo dirigido por los intereses egoístas del sujeto. Se expresa en la ciencia y la técnica.

b)    Acción comunicativa: es la acción orientada a la comprensión, es decir, a interpretar y dar sentido a las acciones de los demás. A través de ella, los hombres se relacionan como sujetos racionales, éticos y políticos.

c)    Acción dramatúrgica: es la acción orientada a dar expresión a los estados internos del sujeto, es decir, a sus deseos, emociones y personalidad.

 

   La acción instrumental y la comunicativa son muy diferentes: la primera pretende controlar y manipular la naturaleza y la sociedad, influyendo en la conducta de lo demás; la acción comunicativa trata de motivar a los demás, para que su conducta sea más racional y ética.

   Partiendo de esos presupuestos, Habermas expone una ética del discurso, que guarda semejanzas con la ética de Kant, porque pretende ser universal y formal como ella. El discurso es una acción comunicativa, en la que los participantes dialogan en una situación ideal.

   Para que el discurso pueda constituirse, se requieren dos condiciones:

) Libertad para que los participantes puedan decir lo que piensan sin restricciones ni coacciones externas.

2ª) Igualdad de los participantes en la discusión, para que el peso de cada uno de ellos en la misma sea igual.

   Si no se cumplen estas condiciones, el diálogo estaría sesgado y limitado por el poder de un grupo para imponer su interés y preferencias, y las conclusiones del diálogo no estarían socialmente consensuadas.

   La ética del discurso de Habermas se basa en dos principios: el principio del discurso y el principio de universalidad: según el primero de ellos, las únicas normas legítimas son aquellas que establecen los participantes en un discurso que cumplen las condiciones mencionadas; según el segundo principio, las normas del discurso deberán ser aceptables para todos los miembros del grupo al que afecta. Ambos principios corresponden a una situación imaginaria e hipotética, porque, en realidad, siempre se dan estructuras de poder y estrategias de manipulación que distorsionan el proceso de dar, evaluar y exigir razones.

3)    Teoría política

   Habermas distingue entre el mundo de la vida, que se rige por la acción comunicativa y el sistema, es decir, las estructuras creadas y dirigidas por la razón instrumental o estratégica. En las sociedades tribales amos mundos coincidían, pero en las sociedades capitalistas se ha ido separando el sistema (empresas, bancos, grupos industriales, medios de comunicación…) del mundo de la vida, que se ha visto colonizado por aquél, de manera que las relaciones humanas han quedado sometidas a la lógica abstracta de la razón instrumental, el interés, el beneficio y la utilidad.

   Habermas ha aplicado la teoría de la acción comunicativa a la justificación del Estado democrático. Sólo una Constitución democrático, cuyo derecho se fundamente en normas consensuadas dialógicamente, puede reconciliar el sistema con el mundo de la vida.

   Dentro de una constitución verdaderamente democrática son fundamentales los procedimientos, los procesos de deliberación, las instituciones en que éstos se llevan a cabo y los procesos de control sobre ellas. Habermas defiende, por tanto, una democracia procedimental y deliberativa: lo esencial es que las leyes y las normas estén consensuadas, y surjan por un proceso de deliberación, que tiene lugar en instituciones que constituyan y garanticen la libertad del discurso.

   La Constitución es fundamental en la creación de un Estado democrático moderno. Estos Estados son ya multiculturales, por lo que Habermas habla de un “patriotismo constitucional”, es decir, un patriotismo que no se basa en elementos religiosos o raciales, como sucede en los nacionalismos excluyentes sino en compartir o identificarse con un proyecto ético-político que se plasma en valores y derechos contenidos en la Constitución y en la noción paralela de “ciudadanía”. Se trata de un patriotismo basado en cierto modo de vida, en el que se pueden incluir individuos de diferentes etnias y religiones. Desde esta perspectiva, la Constitución expresa no solo un marco legal y jurídico, sino un proyecto ético.

 

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LA FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA II: MUJER Y FILOSOFÍA EN LA ÉPOCA CONTEMPORÁNEA: HANNAH ARENDT

 



                Hannah Arendt (1906-1975) es una de las filósofas más importantes del siglo XX. Su obra más relevante e influyente es Los orígenes del totalitarismo (1951), que supone una contribución fundamental al pensamiento político contemporáneo.

                En este libro Arendt clara qué distingue a los sistemas totalitarios de otras formas de dictadura, explicando cómo fue posible que estos regímenes, basados en el terror, alcanzasen el poder y se mantuviesen en él tanto tiempo.

                El totalitarismo, según Arendt, es un fenómeno nuevo, surgido en el siglo XX, que únicamente puede darse en una sociedad de individuos atomizados y aislados como la que existe en la época contemporánea. Tanto el nazismo como el estalinismo son ejemplos de regímenes políticos totalitarios, pues, a pesar de sus notables diferencias, tienen muchos rasgos en común.

                Ambos se presentan como movimientos de masas, que explotan la frustración y el resentimiento de quienes se sienten aislados y marginados en la sociedad. El movimiento les ofrece a estas personas, dominadas por el miedo, un sentido de pertenencia y un lugar en el mundo, pero lo hace exigiéndoles a cambio una obediencia ciega y una lealtad incuestionable, incondicional e inalterable hacia su líder, pues se sabe que dicha lealtad total es la base psicológica de la dominación total.

Sólo puede esperarse que semejante lealtad provenga del ser humano completamente aislado, quien, sin otros lazos sociales con la familia, los amigos, los camaradas o incluso los simples conocidos, deriva de su sentido de tener un lugar en el mundo solo de su pertenencia a un movimiento, de su afiliación al Partido.

                Para extender su dominación, los totalitarismos hacen uso de la propaganda y del terror. Las afirmaciones propagandísticas, por absurdas que sean, se presentan como verdades indudables, gracias a la propaganda, machaconamente repetida, que termina por calar en la opinión pública, deformando su concepción de la realidad, para hacerla permeable a la ideología totalitaria (“Una mentira repetida miles de veces, termina por convertirse en verdad” [Goebbels])

                Desde el punto de vista ideológico, existen dos formas de totalitarismo. El nazismo basó su ideología en la doctrina de la supremacía de la raza aria, mientras que el estalinismo se apoyó en una interpretación rígida e inflexible de la doctrina marxista. A partir de estos principios indiscutibles, el régimen totalitario lleva a cabo una completa organización social, controlada por la policía y en la que los derechos de las personas no tienen ningún valor.

                La persecución de los enemigos del régimen, tanto reales como ficticios, alimenta un sistema represivo en el que toda la población vive bajo la amenaza constante del terror. La sospecha reina por doquier, porque cualquiera puede ser denunciado y detenido en cualquier momento. El Estado controla todas las esferas de la vida, incluido el ámbito de la privacidad, crea un clima de inseguridad y desconfianza permanente, que no solo aísla a los individuos, sino que los condena a una perpetua soledad.

                El objetivo último del totalitarismo es reducir a todas las personas a la sumisión y la obediencia, eliminando en ellas toda forma de singularidad y espontaneidad. Así se obtendría un poder total e ilimitado, pero para ello hace falta transformar a los seres humanos para que abandonen por completo su capacidad para pensar, su aspiración a la libertad y sus sentimientos de solidaridad con los demás. Por eso, los sistemas totalitarios aspiraban a modificar la naturaleza humana, soñando con transformar a los individuos para que se acomoden a un ideal de pesadilla, según la imagen de una “sociedad perfecta”, profetizada por su líder.

                Los regímenes totalitarios se caracterizan por su aspiración a controlar todos los ámbitos de la sociedad, incluida la esfera de la vida privada, ejerciendo el poder mediante la propaganda y el terror policial, que dividen y aíslan a los individuos, privándolos de sus derechos y despojándoles de su humanidad.

                El interés que Hannh Arendt sentía por comprender el totalitarismo le llevó a cuestionarse los motivos por los que tantos alemanes aceptaron el régimen del terror impuesto por los nazis. Para entender mejor esta cuestión, asistió en calidad de corresponsal de prensa al juicio contra Adolf Eichmann. Por alto cargo del Partido Nazi, Eichmann se encargó de organizar la deportación de millones de personas de origen judío desde sus lugares de residencia hasta los campos de la muerte en los que iban a ser exterminados. Tras la guerra, logró huir a Argentina, pero posteriormente fue capturado y trasladado a Israel para ser juzgado por sus crímenes.

                Ante los jueces, Eichmann declaró que no sentía ningún odio hacia los judíos y que él simplemente se había limitado a obedecer las órdenes de sus superiores. Insistió en que él tan solo había cumplido con su deber, llevando a cabo el mandato con la mayor eficacia posible. Los verdaderos responsables, según Eichmann, son los que dictaron las órdenes, ya que él, como tantos otros oficiales nazis, tan solo se habían dedicado a cumplirlas como era su obligación.

                Durante el juicio, a Arendt le llamó vivamente la atención el contraste entre el carácter gris y anodino de Eichmann y la monstruosidad de sus actos. Se trataba de uno de los mayores criminales de la historia, pero su aspecto era el de un mediocre y aburrido funcionario. ¿Cómo era posible que alguien así hubiese cometido semejantes crímenes? Para Arendt, lo verdaderamente grave del asunto es que Eichmann no estaba mintiendo ni inventando excusas cuando insistía en que él sólo cumplió con su deber. Realmente creía en lo que decía, lo cual demuestra que nunca se había parado a pensar en las consecuencias de sus acciones.

                Eichmann, pues, no era un monstruo, sino un burócrate incapaz de pensar por sí mismo o e cuestionar las órdenes que recibía. A esta dimensión del mal la denomina Arendt la banalidad del mal, que explica cómo personas completamente normales pueden terminar cometiendo actos de inimaginable crueldad, sin dar importancia a lo que hacen, porque nunca se han parado a reflexionar sobre las órdenes que ejecutan.

                En su libro La condición humana (1958) Arendt desarrolla una original filosofía de raíz existencialista, que se separa de las propuestas de su maestro Heidegger, oponiéndose al punto de vista sostenido por este en Ser y tiempo (1927).

                Heidegger insistía en que una vida auténtica es aquella en la que nos atrevemos a asumir la angustia, enfrentándonos a la realidad inevitable de nuestra propia muerte. Por eso, Heidegger insistía en que el ser-ahí humano es un ser-para-la-muerte. Frente a esta visión, Arendt consideraba que lo característico del ser humano es la naturalidad, que es justamente lo opuesto. Lo que nos singulariza como humanos es, según Arendt, la capacidad que tenemos para dar comienzo a realidades nuevas e insospechadas, originando algo que antes no existía. Es lo que sucede cuando una mujer da a luz, pero también es lo que pasa cuando los legisladores crean nuevas normas o cuando un colectivo humano inventa una nueva forma de organizar la sociedad.

                Según Arendt, los seres humanos tienen siempre la capacidad de comenzar de nuev y en esa posibilidad reside la más genuina y auténtica esperanza de la humanidad.

 

 

LA FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA III: NIETZSCHE Y LA POSMODERNIDAD

 


 


 

1)      Líneas principales del pensamiento de Nietzsche (1844-1900)

 

   a) Teoría del conocimiento, ética y Dios

 

   La filosofía de Nietzsche es un vitalismo, es decir, hace la vida la fuerza primigenia o energía fundamental, que se encuentra en constante devenir y transformación; es algo cruel y destructor, pero también un potente impulso creador. No se asimila a la vida entendida como simple mecanismo biológico, sino que incluye todas las manifestaciones de la realidad: arte, Estado, religión…

   La vida, es, asimismo, el criterio de valor supremo, por lo que Nietzsche distingue entre “vida ascendente” –potente y elevada- y “vida decadente”, caracterizada por la reactividad, la pérdida de fuerza y de vigor

   Este vitalismo le lleva a criticar radicalmente la cultura occidental, que está en decadencia porque, según Nietzsche, ha adoptado una actitud excesivamente intelectual, contraria a la vida. Nietzsche tratará de hacer una genealogía -es decir, hallar los orígenes- de la crisis que atraviesa la cultura occidental en la época moderna. Y cree encontrarlos en el surgimiento del platonismo, y el posterior desarrollo de sus tesis en el marco del cristianismo, del idealismo (Kant, Hegel, Schopenhauer) y, últimamente, la ciencia moderna.

   1) Conocimiento: En El nacimiento de la tragedia, Nietzsche, influido por Wagner y Schopenhauer, interpreta la tragedia griega desde los principios de lo apolíneo (Apolo = dios de la razón, equilibrio y medida) y lo dionisiaco (Dionisos = dios de la orgía, del instinto y de la vitalidad desbordada). Para Nietzsche, los griegos hicieron soportable el carácter terrible de la existencia creando un bello mundo ilusorio de representaciones artísticas (especialmente la tragedia), que expresaban el perfecto equilibrio alcanzado en su cultura entre lo apolíneo-formal y lo dionisiaco-vital. Lo ideal y lo real, el “cielo” y la “tierra” no se hallaban separados en el arte trágico, formando ambos una unidad plena, un círculo eterno. También los filósofos presocráticos, especialmente Heráclito, concebieron unidos ambos aspectos de la realidad, el ser y el devenir, lo permanente y el cambio, la razón (Lógos) y el mundo (fluir eterno).

   Sócrates representó el fin del equilibrio trágico griego y la puesta en entredicho del valor de la vida, al promover con su filosofía una desmesurada potenciación de la lógica, de la razón (Apolo), frente a la vida (Dionisos). La crítica de Sócrates divorció el universo de las ideas y el instintivo, considerando lo racional como el único acceso a la vida virtuosa, instaurando la desconfianza hacia lo instintivo y pasional.

   Platón, por su parte, consumó este error, desgajando la realidad en dos universos, inventando un mundo abstracto, el mundo "verdadero " ideal, frente al mundo "aparente" sensible, al que se pasó a considerar como falso y engañoso, negando el testimonio de los sentidos. La desvalorización de los sentidos supuso la supervaloración de la razón.

   El error de la metafísica occidental ha consistido en justificar los valores morales y los conceptos abstractos creando un supuesto mundo superior, "verdadero" e "ideal", opuesto al mundo de la vida, que se niega como falso. Este error procede de considerar al lenguaje como algo autónomo, de modo que los conceptos de "lo justo", "el bien", los números o figuras geométricas, etc., parecen designar entes verdaderos, existentes por sí mismos, cuando en realidad no son más que palabras vacías.

   Para Nietzsche no hay, por tanto, verdades absolutas, ni una "cosa en sí" frente a los fenómenos, sino que los fenómenos, las apariencias, son lo único existente. La única teoría de la verdad posible es un perspectivismo: Son verdaderas aquellas perspectivas o apariencias sobre el mundo que permiten potenciar o aumentar el valor de la vida, y falsas las que lo depotencian. La no-verdad, el error, por tanto, son indispensables para la vida, mientras que la ilusión, la apariencia, no son “erróneas”, si favorecen e intensifican la vida.

   La Metafísica, así como la Religión o la Ciencia y el "mundo verdadero" que postulan, son errores, engaños, ilusiones del lenguaje; pero engaños necesarios: el hombre, temeroso ante un mundo hostil, se vio obligado a detener el devenir, el cambio, para sobrevivir, fijándolo en conceptos lingüísticos como "sustancia", "ser", "forma", "idea", “número”, “espacio”, “tiempo” …; pero estos conceptos universales no designan nada subsistente en sí. Tienen una función vital, y una vez que la han cumplido, han de desecharse y sustituirse por otros más adecuados.

   Sin embargo, en la cultura occidental ha sucedido justo lo contrario: tales conceptos se han considerado como la auténtica realidad, como el "mundo verdadero" -tanto en la Religión, como en la Metafísica, como en la ciencia-, frente al mundo de la vida, que se ha tenido por "engañoso". Esta negación de la vida y su opresión por parte de la razón abstracta, se ha expresado mediante el triunfo del sacerdote primero, del metafísico después, y del científico en la actualidad.

   2) Moral y Dios: Pero el terreno donde se ha producido de modo más acentuado esta negación de la vida desde la abstracción racional es en la moral.

   La moral socrático-platónica, en la que los valores se sitúan en un mundo ideal subsistente más allá del mundo sensible, es profundamente antivital, pues niega los valores del instinto y del cuerpo como inferiores. Después, con la imposición de la moral judeo-cristiana, los valores del resentimiento y de la venganza se impusieron a los valores vitales, proyectándose en un más allá absoluto (Dios), frente al cual el mundo, el hombre, la vida, son una nada corrupta, que hay que negar radicalmente, en aras de la trascendencia.

   En realidad, para Nietzsche esa moral es un síntoma de la decadencia, de la enfermedad, que atraviesa la vitalidad en la cultura occidental. En la Antigüedad, "bueno" era equivalente a "elevado espiritualmente", "noble", "bello", "aristocrático"; y "malo" equivalía a "ruin", "débil", "vulgar", "plebeyo": imperaba una moral de señores. Pero el cristianismo introdujo una moral del resentimiento, una moral de esclavos, que, llena de odio hacia la vida superior, invirtió los valores, considerando "buenos" a los hombres pequeños, mezquinos, ruines y bajos, mientras que los hombres nobles, superiores, elevados física y espiritualmente, eran calificados de "malvados". Desde entonces, el individuo vitalmente débil trata de rebajar al hombre superior, odiando su plenitud y fortaleza vital. Partiendo de una Divinidad que se halla fuera de la vida, condena todo lo generoso, noble, fuerte y elevado espiritualmente.

     Sin embargo, con la Ilustración y el avance de la ciencia, se ha producido un acontecimiento decisivo: la "muerte de Dios", que implica la pérdida del fundamento religioso sobre el que se sustentaba el sistema de valores de nuestra cultura. Con ello, aparece el nihilismo (del latín nihil: nada): fenómeno por el cual, al desaparecer Dios, todos los valores morales que se sustentaban en Él pierden su validez; el hombre deja de creer en ellos y su existencia se hunde en el vacío. La filosofía pesimista de Schopenhauer, la decadente música wagneriana y los vacíos “ídolos” de nuestra época: el Estado, el Progreso, la Utilidad, la Ciencia… en los que el hombre se esfuerza en vano por creer, tras la muerte de Dios, siguen ahogando los instintos vitales y las pasiones. Se trata de una época caracterizada por la “máxima oscuridad”, en la que triunfa una moral rebajadora, gregaria, racionalista, niveladora y democrática, síntoma de la debilidad, la desesperación y el hastío vital del hombre contemporáneo: “el último hombre”.

 

   b) Teoría de la realidad y antropología

 

   Pero el nihilismo tiene también un aspecto positivo: si “Dios ha muerto”, el hombre puede ejercer ahora un papel creador. El horizonte se encuentra abierto para que el ser humano pueda ejercer ahora libremente su creatividad sin trabas, produciendo valores nuevos. La superación del nihilismo requiere, por tanto, un cambio de modelo filosófico, desde la ciencia al arte, por lo que la filosofía de Nietzsche culmina en una estética: en el futuro, el ser humano deberá superarse a sí mismo, y ser capaz de plantear nuevos valores, igual que los artistas crean obras originales.

   Para superar el nihilismo, Nietzsche plantea una filosofía completamente nueva, alternativa a la decadente metafísica occidental, que gira en torno a cuatro conceptos, estrechamente relacionados entre sí: la voluntad de poder, el eterno retorno, el superhombre y la transvaloración de los valores.

 

   b.1) La voluntad de poder

 

   Para Nietzsche, el universo entero, incluido el hombre, es VOLUNTAD DE PODER, es decir, un conjunto de fuerzas y energías en constante devenir, que chocan, sobreponiéndose unas a otras, dando y recibiendo formas, buscando producir fenómenos cada vez más elevados y perfectos. Como impulso creador de formas que subyace a la vida, la voluntad de poder no aspira simplemente a “ser”, sino a “ser más y mejor”. Donde se expresa más intensamente es en la fuerza de voluntad que caracteriza la actividad creadora del genio (especialmente el genio artístico). Mediante la voluntad de poder, Nietzsche consigue reconciliar el impulso formal (apolíneo) y el impulso vital e instintivo (dionisiaco), que la metafísica occidental había segregado artificialmente.

 

   b.2) El eterno retorno

 

   El concepto de Voluntad de Poder va unido al del ETERNO RETORNO, que Nietzsche consideraba su pensamiento “más profundo”. Lo introduce en Así habló Zaratustra (1883-1885), y con él pretende recuperar la visión trágica de la realidad, propia del pensamiento presocrático.

   Puesto que no hay otro mundo que éste ("la tierra"), y su esencia es voluntad de poder, ésta, como conjunto finito de fuerzas, que se despliegan en un tiempo infinito, da lugar a una eterna repetición de las configuraciones del universo. Cualquier estado del universo se ha dado, pues, infinitas veces, en un anillo eterno. Este eterno retorno del instante, que implica a la vez el eterno cambio o devenir, y una absoluta detención del tiempo, permite unir finitud y eternidad (“tierra y cielo”), haciendo que cada momento de la existencia adquiera ahora el rango de eternidad, y por tanto un valor infinito.

 

   b.3) El superhombre

 

   La idea del eterno retorno es trágica, terrible, pues anula toda esperanza: sólo queda la vida, repitiéndose eternamente, con su carga de dolor y de alegría. Ante esta perspectiva, el hombre nihilista cae en la desesperación; en cambio, el hombre superior, el superhombre, es aquel que ha comprendido el verdadero sentido del eterno retorno: sabe que cada instante se repetirá infinitas veces y que, por tanto, no sólo hay que querer vivirlo, sino también, mediante el ejercicio creador de la voluntad de poder, elevarlo, hacerlo único y lo más perfecto posible.

   En consecuencia, igual que el hombre procede por evolución del mono, el hombre ha de ser un puente hacia el superhombre del futuro; la diferencia es que el superhombre no será producto de la evolución biológica, sino de una decisión voluntaria del hombre. El superhombre es, pues, un proyecto a realizar, no una nueva raza biológica. Es aquel “espíritu libre” que, habiendo roto con cualquier tipo de “trasmundo” metafísico, ha logrado superar las "tres transformaciones del espíritu", que se describen en Así habló Zaratustra:

 

1) El espíritu humano, en un primer momento, es semejante al camello, ya que carga con el peso de la ley moral.

2) Después, es semejante al león: rompe con la moral formal y busca el conocimiento.

3) Por último, se asemeja al niño, cuando las acciones fluyen de él espontáneamente, buenas y bellas, sin estar sometido a restricción moral alguna externa a él mismo.

 

   b.4) La transvaloración de todos los valores

 

   El superhombre es, pues, aquel sujeto que ha superado el pensamiento trágico del eterno retorno y dice "sí" a la vida; no cree en la igualdad, ni en los valores que rebajan el poder de la vida, sino que ama al hombre y a la vida como un continuo experimento donde ensayar formas cada vez más valiosas, más elevadas y perfectas, más bellas.

   El superhombre es el filósofo-artista del futuro: como filósofo, practica un nihilismo activo, es decir, lleva a cabo un "filosofar a martillazos", que acaba con los valores de la moral tradicional, que se oponen a la vida; es, pues, un "inmoralista" que se sitúa "más allá del bien y del mal", pero sólo para, desde la plena libertad que ha alcanzado, llevar a cabo una transvaloración de todos los valores vigentes, sustituyéndolos por otros capaces de potenciar la vida al infinito.

   El superhombre habrá de presentar los mejores simulacros, las mejores apariencias, los mejores engaños posibles. Esas apariencias son la realidad, porque sólo el mundo "aparente" es real, pero el filósofo, igual que el artista, habrá de encargarse de seleccionarlas, reforzarlas, corregirlas y elevarlas. Y esto es arte, estética, en el sentido más alto de la palabra. Por ello, el filósofo del futuro será también el supremo artista trágico, puesto que su tarea es la de crear un mundo, una Humanidad y una política cada vez más plenos, elevados y bellos (es lo que el último Nietzsche denominará la “Gan Política”).

   Frente a la “voluntad de verdad” de la filosofía y la ciencia anteriores, sostendrá la “voluntad del error”, de lo aparente, es decir, del arte, que permite presentar las más bellas objetivaciones de la voluntad de poder, es decir, las mejores apariencias. La existencia, en definitiva, es para él un campo de experimentación, en el que la vida puede vivirse con la máxima intensidad posible.

2)    La filosofía posmoderna

 

a)    Modernidad y Postmodernidad

 

   El pensamiento postmoderno es la última y más reciente corriente filosófica. Sus antecedentes se encuentran en el filósofo rumano E. M. Cioran (1911-1995) -representante de una filosofía implacablemente pesimista, que denuncia el sinsentido absoluto de la existencia humana-. Hoy en día cabe destacar los nombres de, Jean-François Lyotard, Gianni Vattimo, Jacques Derrida, Paolo Flores d'Arcais y Gilles Lipovetsky, entre otros, como filósofos afines a esta línea de pensamiento.

 

   Para entender el concepto de "postmodernidad" hay que definir primero qué es "modernidad". Se entiende por modernidad el período que va desde 1492, aproximadamente, hasta 1789, fecha de la Revolución Francesa; se trata de un período que, como hemos visto, culminó en la Ilustración y en su proyecto de modernidad, consiste en desarrollar una ciencia objetiva, una moralidad y leyes universales y un arte autónomo. Los ilustrados creyeron que las artes y las ciencias promoverían el control de las fuerzas naturales, la comprensión del mundo y del yo, el progreso moral, la justicia de las instituciones, e incluso la felicidad de los seres humanos.

 

   Ya hemos visto que el siglo XX ha demolido el optimismo ilustrado; como ha mostrado la Escuela de Frankfurt, si el pensamiento moderno, ilustrado, prometió la liberación absoluta, en realidad ha implantado el más absoluto de los dominios. Si la ciencia, la técnica, la economía y el Estado moderno eran, en principio, las armas que habían de liberar a la humanidad del oscurantismo, la miseria y la tiranía, hoy sabemos que son también las armas de una tiranía, una miseria y un obscurantismo nuevo. El mito del progreso científico-tecnológico se ha derrumbado, como se derrumbó anteriormente la fe cristiana.

 

   Si Nietzsche proclamó la "muerte de Dios", a finales del siglo XX nos vemos forzados a proclamar la "muerte de la razón". Según Jean-François Lyotard, si en las sociedades pre-modernas la cohesión venía de los mitos o de la religión, y en la sociedad moderna de la razón, unitaria y totalizadora, en las sociedades postindustriales y postmodernas esta idea de razón legitimadora no puede ser mantenida por más tiempo: los valores, como pronosticó Nietzsche, se han derrumbado, y la ciencia no tiene autoridad para decirnos lo que se debe hacer. La caída de los mitos ilustrados: razón, ciencia, progreso...ha dejado paso al complejo de la información multimediática y de los lenguajes técnicos.

 

   Los pensadores postmodernos se limitan a constatar el fracaso del proyecto ilustrado y sus derivaciones (p. ej. el proyecto marxista); y si el proyecto ilustrado toca a su fin es que también ha sonado la hora del fin de la modernidad. Jean-François Lyotard señala, en este sentido, que la modernidad ha acabado consigo misma: la victoria de la tecno-ciencia capitalista, consecuencia directa de los ideales de la Ilustración, ha dado lugar a una sociedad en la que los ideales ilustrados resultan incumplibles. Los mayores peligros que acechan ahora a la Humanidad no vienen del exterior, sino de su propia entraña: desastre ecológico, catástrofe nuclear...

 

b)    Características del pensamiento postmoderno

 

Los caracteres más significativos del pensamiento postmoderno son los siguientes:

 

* La incredulidad y escepticismo respecto de cualquier ideal trascendente, religioso o metafísico, en definitiva, frente a cualquier visión totalizadora. Frente a esas construcciones abstractas, los filósofos postmodernos proponen la deconstrucción de cualquier concepto o sistema abstracto, que se oponga a la individualidad, comprometiéndose con todo tipo de minorías: sexuales, políticas, étnicas.

 

* La oposición de la ideología de la pertenencia y la lógica de la identidad, es decir, a todo lo que la postmodernidad califica como "ética de las esencias", de las verdades absolutas, del regreso a lo sagrado. Los postmodernos reivindican una ética individual, una lógica abierta, móvil, experimental; valoran la diferencia, lo relativo, la lógica de lo heterogéneo, lo difuso, lo borroso, la impertinencia, etc.

 

* Los filósofos postmodernos insisten en un relativismo extremo: ya no subsisten ni la noción de verdad, ni la de fundamento; y, como el pensamiento no se fundamenta en nada, ni existe un significado absoluto, sólo queda la dispersión de los significantes, los múltiples discursos contradictorios, que se suceden y combinan sin criterio alguno, sin uniformidad, rigor lógico ni oposición.

 

* La postmodernidad valora la diversidad cultural, la presencia femenina, el pluralismo irreductible de posiciones, promociona el arte ingenuo, marginal o popular, la simulación, la repetición inútil, la valoración de lo feo, absurdo o de mal gusto, la seducción, dar rienda suelta a las apetencias instantáneas, la ausencia completa de represión, la fugacidad y la velocidad, la frivolidad, la desorientación, la deriva, lo efímero...

 

* El lenguaje y las acciones se convierten también en algo disperso: las palabras se vinculan a una situación afectiva o vivencial concreta y no en una fundamentación profunda que las justifique: no hay significados últimos de las cosas, sino sólo interpretaciones propias y personales: sólo importa atenerse al instante y a la situación concreta, pues no hay ningún valor universl u objetivo que guíe nuestros comportamientos.

 

* La postmodernidad propone, en definitiva, recuperar al individuo, independizándolo de cualquier criterio de verdad absoluta, fomentando la mezcla, la hibridación y la dispersión contra cualquier obediencia absoluta.

 

   El mundo postmoderno es un mundo descreído, en el que ya no hay valores que relacionen y agreguen a los seres humanos en torno a ideales. Se acabaron las religiones que daban sentido o respuesta a las preguntas más inaplazables. Se acabaron también las ideologías políticas que alimentaban las esperanzas en mundos mejores. La historia de la humanidad no ofrece garantía de progreso, y se apoya más bien en la tesis de que el ser humano no tiene remedio, que dada es capaz de cambiarlo: ni un Dios bondadoso y justiciero, ni una convivencia más respetuosa. Se piensa que la vida individual es muy corta para empeñarla en empresas revolucionaras que auspicien la transformación del mundo y de la humanidad. En este sentido, si la Ilustración fue una ideología de progreso, comprometida políticamente, el pensamiento postmoderno es, por lo general neoconservador, apolítico y neutral. Por eso, en la época postmoderna, cada uno acaba prefiriendo vivir para sí mismo, con proyectos a corto plazo y realistas, sin complicaciones de inciertas consecuencias. El único valor que sobrevive a una visión tan catastrófica es el individualismo.

 

c)    Pensamiento débil y ética indolora.

 

   Frente al pensamiento clásico, "fuerte", "sólido", basado en principios absolutos, los filósofos postmodernos proponen lo que Gianni Vattimo ha denominado pensamiento débil (pensiero debole), en el que se produce un crepúsculo del deber y del sacrificio, y se sustituyen por éticas indoloras, exentas de cualquier sentimiento de culpa y de obligaciones fuertes.

 

   El individualismo conduce a una falta de ética, en el sentido ilustrado de este término (p. ej. Kant). No puede ser moral quien vive ignorando a los demás, y sólo pendiente de sus deseos, intereses y apetencias variables. La deconstrucción de la ética del deber da lugar a un egoísmo asociativo e individualista, que culmina en una moral de la conveniencia y en una ética de los negocios: una buena acción ética es simplemente un buen negocio, del que podemos sacar un provecho concreto.

 

   La ausencia de un compromiso firme hace que los individuos se retiren de la vida pública al espacio doméstico, una vez perdida la batalla social; es verdad que se practica el voluntariado, pero no en función de una vocación ética, política o religiosa, sino por puro querer, por deseo individualista. La moral del cristianismo o del deber kantiana, exigente y dura, compuesta por deberes incondicionados, queda sustituida por una moral indolora: el individuo obra no porque lo exija un deber incondicionado, sino porque le apetece hacerlo en un sentido u otro, sin tener el más mínimo complejo de culpa que pueda ocasionarle un dolor o un conflicto afectivo. Los filósofos postmodernos piensan que cualquier individuo inteligente se dará cuenta de que, si desea el bienestar, le conviene respetar los derechos ajenos: es por tanto, una ética egoísta, en la que el interés por uno mismo sería la clave que regula el comportamiento del individuo en los nuevos tiempos democráticos.

 

   En suma, frente al altruismo que exige la moral del deber, Gilles Lipovetsky afirma que el individualista debe ser responsable, porque si no resulta una posición destructiva para el individuo: en consecuencia, le interesa la defensa de los derechos de los demás para defender los propios.

 

d)    El "fin de la historia"

 

   La postmodernidad, por último, proclama "el fin de la historia". La idea de la historia, de clara inspiración judeo-cristiana (la humanidad en busca de sus metas sería como el pueblo de Israel en busca de la tierra prometida), ha llegado a su final. La única filosofía de la historia que aún puede mantenerse tras el fin del mito del progreso, de la revolución, etc., que daban sentido a la historia, es la que acepta definitivamente el final de la filosofía de la historia.

 

   Vattimo, con todo, más que de final de la historia, prefiere hablar de "final de la historicidad". Hemos entrado en una nueva etapa post-histórica, en una nueva manera de vivir la experiencia temporal, caracterizada por eludir las alteraciones excesivas, y atenerse al momento presente, prescindiendo de cualquier pensamiento en un futuro del que todas las promesas han desaparecido.

 

* * *

LA FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA IV: L. WITTGENSTEIN Y LA FILOSOFÍA ANALÍTICA

 


 


1.- Introducción

 

   Ludwig Wittgenstein pertenece a la filosofía analítica, un amplio movimiento filosófico que se desarrolla a lo largo de nuestro siglo, especialmente en el área cultural angloamericana, interesada en el análisis lógico del lenguaje, como método para averiguar los límites del conocimiento humano. En general, los filósofos analíticos comparten una actitud antimetafísica, heredada de Hume, puesto que consideran que las proposiciones metafísicas carecen de sentido, y los problemas filosóficos son pseudoproblemas, originados por una mala utilización, poco lógica o poco usual, del lenguaje.

 

2.- Líneas principales del pensamiento de Ludwig Wittgenstein (1889-1951)

 

   El filósofo austriaco L. Wittgenstein, hombre de vida atormentada y apasionante (participó en la P. G. M.; rico, cedió toda su fortuna; trabajó como jardinero, en un circo, como maestro de escuela, dio clases en la universidad, fue un homosexual activo y atormentado...) es uno de los pensadores más importantes del siglo XX. Su filosofía atravesó por dos etapas claramente definidas. La primera está expuesta en una obra aforística, sumamente breve y enigmática, el Tractatus Logico-Philosophicus (1919); la segunda se expone en las Investigaciones filosóficas (póstuma, 1953). De hecho, en la vida del filósofo existe una "ruptura" alrededor de 1919-1926, que permite dividirla en dos etapas: una primera se vincula al atomismo lógico de Bertrand Russell, y la segunda a la filosofía del lenguaje ordinario (ordinary language philosophy).

 

a) Teoría del conocimiento, ética y Dios en el Tractatus Logico-Philosophicus: el “primer Wittgenstein”

 

   El Tractatus es una de las obras de más difícil interpretación que ha dado la filosofía de nuestro siglo, por la austeridad de su estilo aforístico. El propósito de la obra es fijar los límites del lenguaje con sentido o, más exactamente, fijar los límites del pensamiento en su expresión perceptible, que es el lenguaje. Es una tarea semejante a la de Kant: el viejo problema kantiano sobre las condiciones de posibilidad del conocimiento y sus límites, se transforma en la obra de Wittgenstein en la pregunta sobre las condiciones de posibilidad y límites del lenguaje. En el libro se analiza la estructura lógica del lenguaje, a fin de deslindar aquello que se puede expresar con él y aquello sobre lo que no se puede hablar.

   El Tractatus se ocupa de estudiar las relaciones entre lenguaje, pensamiento y realidad a través de la teoría pictórica de la proposición y el principio de isomorfía, partiendo de los presupuestos del atomismo lógico.

   La aportación más original de Wittgenstein es su teoría figurativa o pictórica de la proposición. Para Wittgenstein, el lenguaje (conjunto de proposiciones) es una representación del mundo (conjunto de los hechos). Las proposiciones reproducen en su interior la estructura del hecho que describen, del mismo modo que una pintura reproduce un paisaje, o un plano reconstruye la situación de las calles de una ciudad. La proposición es la expresión perceptible de un pensamiento, y el pensamiento es una figura o pintura de la realidad pensada. El hecho está pintado en la proposición, como lo estaría en una fotografía o en un dibujo.

   Para que la proposición pueda representar un hecho se requiere que los elementos del hecho (objetos) queden convenientemente representados por los elementos que intervienen en la proposición (nombres). A cada objeto debe corresponderlo un nombre, y solo uno, en la proposición. Hecho y proposición deben tener idéntica complejidad lógica. Esta coordinación entre elementos de la proposición y elementos del hecho es lo que Wittgenstein llama relación figurativa o relación pictórica.

   Los objetos en la situación real mantienen ciertas relaciones entre sí (estructura del hecho), que han de quedar reproducidas por las relaciones que mantienen los nombres en la proposición (estructura de la proposición). Debe existir una relación de correspondencia entre la estructura de la proposición y la estructura del hecho. Dicha correspondencia se basa en la forma de representación, que es común a la figura y a lo figurado, y que garantiza la posibilidad de que se dé en el mundo lo que representa la figura. La forma de representación del lenguaje es la lógica. El lenguaje es expresión del pensamiento, y pensar es reconstruir situaciones reales mediante estructuras lógicas. Si la lógica es la forma del pensamiento, también debe ser la forma del mundo, ya que de otro modo no será posible pensar el mundo.

   El principio de isomorfía es la base de la teoría figurativa del significado: Existe una idéntica forma lógica entre el lenguaje, el pensamiento y la realidad, de suerte que la realidad es representable a través del lenguaje, en la medida en que tiene una estructura o forma lógica, justamente la estructura o forma que posee toda representación lingüística. Por ello, Wittgenstein dice que la lógica es trascendental, puesto que es la condición de posibilidad del lenguaje y del mundo. Fuera de los límites del espacio lógico, nada puede ser pensado, ni expresado lingüisticamente: "Los límites de mi lenguaje –dice Witgenstein- son los límites de mi mundo."

   La estructura del lenguaje nos permite deducir la estructura del mundo: el mundo es el conjunto de los hechos, compuestos por estados de cosas o situaciones, que, a su vez, se componen de objetos simples o atómicos. Las proposiciones se componen de unos elementos, que son los nombres, y en la proposición los nombres se encuentran relacionados lógicamente entre sí, de la misma manera que lo hacen los objetos que componen los hechos del mundo.

   A continuación, Wittgenstein realiza su famosa distinción entre "decir" y "mostrar". El análisis lógico que Wittgenstein lleva a cabo en el Tractatus conduce a identificar el "lenguaje significativo" con el lenguaje científico. La función del lenguaje es decir cómo es el mundo: sus proposiciones tienen significado en la medida en que describen estados de cosas, y esto es lo que hacen las proposiciones de la ciencia. Todo aquello que no sea un hecho, no podrá expresarlo el lenguaje, y por tanto no se podrá decir, sino sólo "mostrar".

   Esto sucede, en primer lugar, con la forma lógica común al lenguaje, al pensamiento y del mundo. Para poder describir esa forma lógica, deberíamos poder situarnos fuera del lenguaje, del pensamiento y del mundo, lo que es imposible. No obstante, aunque el lenguaje no puede hablar (decir) su forma, la muestra. Las proposiciones lógicas, por tanto, carecen de sentido, puesto que no dicen nada; pero eso no quiere decir que sean absurdas, pues su función no es representar hechos, sino mostrar la estructura lógica que comparten pensamiento lenguaje y mundo, y que hace posible la relación figurativa.

   Asimismo, los problemas éticos, estéticos o religiosos: el sentido de la vida, la inmortalidad, la belleza, Dios..., a pesar de su importancia, quedan fuera de los límites de la lógica y del lenguaje con el que representamos el mundo. Más allá de estos límites se abre el ámbito de lo inexpresable, aquello que no se puede decir, y que constituye lo que Wittgenstein llama la esfera de lo místico. Se trata de cuestiones que no se refieren al mundo, sino a valores éticos, estéticos, o a Dios, que no son “hechos”, ni forman parte del mundo... Hacen referencia a algo que queda fuera del mundo, y por tanto escapa al conocimiento y al lenguaje.

   Las proposiciones lingüísticas sólo pueden representar hechos; y esto es lo que hacen las proposiciones de la ciencia natural: describir cómo es el mundo. Las proposiciones éticas, religiosas, estéticas..., en cambio, pretenden expresar el sentido de la vida humana, su "deber ser", algo que, por no constituir un hecho del mundo, no es representable. Por eso se trata de proposiciones que carecen de significado. El Tractatus cierra la posibilidad de todo discurso sobre lo que está más alto: sobre lo ético, lo estético, la religión o el sentido de la vida humana no es posible decir nada; son lo inexpresable, lo que se muestra a sí mismo, lo místico: sobre estas cuestiones sólo cabe guardar silencio, y actuar.

   Lo que se puede decir, se limita a la ciencia; pero lamentablemente ésta no llega siquiera a rozar los problemas esenciales de la vida. Con ello, Wittgenstein muestra los estrechos límites de la razón y del lenguaje humano, que terminan allí donde lo hacen las ciencias naturales. Detrás de ese límite, se abre el ámbito del sentimiento y de la intuición, ámbito de silencio reverencial ante "lo que está más alto": "De lo que no se puede hablar -sentencia Wittgenstein- hay que callar".

   Partiendo de estos presupuestos, Wittgenstein concibe la filosofía como simple actividad de aclaración de los problemas lógicos que plantea el lenguaje. Las proposiciones filosóficas pretenden hablar sobre cuestiones que quedan fuera del mundo, traspasando los límites del lenguaje significativo, por lo que, en consecuencia, carecen de sentido. La actitud correcta ante los problemas filosóficos es disolverlos, ya que no se los puede resolver, mostrando cómo su planteamiento se debe a un uso lógicamente ilícito del lenguaje. La función de la filosofía queda reducida en el Tractatus a una actividad de análisis lógico, dirigido al esclarecimiento del pensamiento y del lenguaje.

 

b) Teoría del conocimiento, ética y sociedad en el ”segundo Wittgenstein”: las Investigaciones filosóficas.

 

   Después de Tractatus, Wittgenstein se retiró de la actividad filosófica, hasta que, hacia los años treinta, se percató de que su teoría anterior tenía graves problemas, lo que le llevó a proponer una concepción más pragmática del lenguaje.

   Wittgenstin abandonó la concepción isomórfica del lenguaje, por considerar que el lenguaje no es significativo solo en la medida en que reproduce hechos. Su teoría anterior le parecía excesivamente formal y arbitraria, alejada del lenguaje ordinario. Por eso, a partir de este momento, Wittgenstein renuncia al tratamiento sistemático del lenguaje y su método consiste en observar cómo es realmente el lenguaje.

   En las Investigaciones filosóficas, el lenguaje deja de tener como función central y exclusiva la de figurar o representar la realidad. Esta función descriptiva o informativa es una más entre las múltiples funciones que el lenguaje puede desempeñar. Wittgenstein concibe ahora el lenguaje como un instrumento que puede ser usado para diversas actividades: describir científicamente un objeto, dar órdenes, hacer promesas, inventar historias, contar chistes, realizar acciones éticas, rezar… Wittgesntein denomina a estas múltiples actividades "juegos del lenguaje".

   Los juegos de lenguaje no poseen una estructura común. Cada forma de lenguaje tiene sus características y reglas, que sirven a sus funciones específicas. Lo mismo ocurre con los juegos: ¿Qué tienen en común el ajedrez, los solitarios y el fútbol?

   Una segunda analogía entre los lenguajes y los juegos es que ambos son una actividad, una forma de vida. El lenguaje se emplea siempre en un entorno social, como instrumento de participación en la actividad común. Wittgenstein sostiene una concepción pragmática del lenguaje, pues lo concibe como un medio de acción, que forma parte de la vida de las personas, y sólo desde ella puede ser comprendido. El número de juegos de lenguaje es indefinido. Constantemente aparecen lenguajes nuevos y otros caen en desuso; además los contornos de cada juego son variables; como instrumento de la vida humana que es, el lenguaje se crea y recrea en esa actividad común.

   Estas reflexiones le conducen a Wittgenstein a proponer una nueva teoría del significado. Ahora el significado de las palabras no se reduce a nombrar objetos, sino que el significado se identifica con el uso de las palabras en cada juego del lenguaje. Aprender el significado de un término no supone sólo aprender el objeto que el término denota, sino aprender a usarlo en su contexto lingüístico, pero también social y vital.

   El lenguaje es una forma de vida, y las palabras forman parte de la acción humana; su significado dependerá de las reglas que dominen su uso, y estas reglas se fijan en el contexto lingüístico y práctico de esa actividad.

   Asimismo, también cambia la concepción de la filosofía en el “segundo Wittgesntein”. La filosofía ahora tiene dos importantes funciones:

 

* Una función descriptiva del lenguaje: la filosofía no afecta al lenguaje ordinario, que está bien como está y no debe corregirse; lo importante es comprender las proposiciones del lenguaje ordinario, estudiando su uso y describiendo la función que ejecutan en cada juego del lenguaje. La función de la filosofía es caracterizar, describir y distinguir los diferentes usos del lenguaje.

* Una función terapéutica del lenguaje: Según Wittgenstein, los problemas filosóficos se originan en virtud de un uso incorrecto del lenguaje. Con frecuencia, el lenguaje nos extravía, nos engaña, nos insinúa analogías y parecidos que no existen...; y este es el origen de los problemas de la filosofía, que delatan, con su misma existencia, que el uso de nuestro lenguaje ha sido violentado. (Así, por ejemplo, cuando el filósofo habla de entidades tales como "sustancia" está usando el lenguaje abstraído de todo contexto, lo que le lleva a creer que existen entidades que corresponden a este término).

 

   La filosofía, tal como la entiende ahora Wittgenstein, debe convertirse en una terapia del lenguaje. El filósofo ha de enfrentarse a sus problemas como si fueran una enfermedad; debe tratar de disolverlos, o “curarlos”, mostrando que la causa de su aparición es un mal funcionamiento del lenguaje.

 

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LA FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA V: EL EXISTENCIALISMO. M. HEIDEGGER Y JEAN-PAUL SARTRE

 

1.- El Existencialismo.

 

El término "existencialismo" designa una amplia corriente filosófica que surge en Alemania hacia 1930 y de allí se extiende al resto de Europa, especialmente a Francia, entre las dos guerras mundiales.

 

Históricamente, la filosofía existencialista tiene su origen en la situación de crisis cultural y política que caracterizó a este período. La crueldad de la guerra y la destrucción total, hicieron patente el absurdo de la existencia, extendiéndose paulatinamente el sentimiento nihilista -ya pronosticado por Nietzsche- de que todos los valores de la cultura europea habían perdido definitivamente su fundamento. De ahí que el hombre se encuentre en una situación de radical desarraigo y desorientación. Cuando los existencialistas afirman que el hombre es un ser "arrojado al mundo", hay que tomar la expresión literalmente: los europeos se sienten arrojados a un mundo inhóspito, arrojados de sus hogares destruidos y de la seguridad de sus creencias, valores e ideales.

 

Los pensadores existencialistas consideran que las raíces del terrible desastre bélico se hallan en las filosofías de la totalidad, como el hegelianismo y el marxismo; estas filosofías, situándose en el punto de vista del Absoluto, creían poder interpretar a priori todo el curso de la Historia, anulando así al individuo concreto, que no sería sino un apéndice de abstracciones ideales y totalitarias, como "El Estado" o "El Partido". Fascismo y Comunismo no fueron sino macabras y crueles consecuencias de estas filosofías de lo Absoluto.

 

El existencialismo reivindicará, frente a este tipo de filosofías, el carácter original e irreductible de la existencia del individuo concreto.

 

En este sentido, el existencialismo no hace sino recoger las tesis básicas del pensamiento del filósofo danés Sören Kierkegaard (1.813-1.855), que puede considerarse el primer filósofo de la existencia. Kierkegaard, gran conocedor del Idealismo alemán, atacó violentamente las filosofías de Schelling y de Hegel, por entender que su presupuesto fundamental -esto es, la idea de que lo verdadero es el todo, lo Absoluto- es radicalmente erróneo. En efecto: el sistema y la dialéctica aniquilan lo singular, anulando todas las diferencias individuales, disolviéndolas forzosamente en la Unidad abstracta. Para Kierkegaard, sin embargo, es precisamente la existencia humana, el yo individual libre y capaz de decidir y elegir por sí mismo, la única realidad propiamente tal, que no puede ser reducida jamás a ser un momento del desarrollo de la Razón Universal.

 

Para los existencialistas, como para Kierkegaard, la realidad radical es el individuo en su concreta existencia. Por consiguiente, el punto del que debe de partir toda la filosofía no es el Yo puro o trascendental, sino el yo individual.

 

Asimismo, todos los existencialistas coinciden en señalar que la característica fundamental de la existencia del individuo es su absoluta libertad, es decir, la capacidad de elegir su destino sin que su elección se halle ligada a nada que la determine externamente.

 

Por eso, para los filósofos existencialistas, el hombre carece de una naturaleza o esencia fijada de antemano, puesto que tal naturaleza predeterminaría de algún modo sus decisiones, aniquilando su libertad. Para estos autores en el hombre la existencia precede a la esencia, es decir, el hombre existe primero como un ser libre y sólo posteriormente, mediante el ejercicio de su libertad, llega a ser algo determinado.

 

Esta visión del ser humano va a estar fuertemente influida por la obra literaria de autores como F. Dostoievsky, F. Kafka, R. M. Rilke, R. Musil y por el pensamiento de Max Stirner y F. Nietzsche. Estos escritores presentan una concepción "dramática" de la existencia que compartirán todos los existencialistas.

 

A nivel filosófico, la influencia más importante sobre los filósofos existencialistas -especialmente M. Heidegger y J.P. Sartre- proviene de la fenomenología, que consideran como el método más adecuado para estudiar el fenómeno de la existencia, que es el más inmediatamente dado entre todos los existentes. Surge así la denominada fenomenología existencial.

 

La tarea de la fenomenología existencial ha de ser la siguiente:

 

* En primer lugar, describir el fenómeno de la existencia humana, señalando sus estructuras ontológicas fundamentales.

 

* La existencia humana se desarrolla en el mundo (el hombre es un "ser-en-el-mundo"). Ahora bien, según el existencialismo, todos los entes que forman parte del mundo cobran sentido en tanto que aparecen ante la existencia humana. Por consiguiente, la fenomenología existencial deberá no sólo describir tales entes, sino también aclarar las relaciones que el individuo existente establece con ellos.

 

Así, la Fenomenología Existencial desemboca finalmente en una Ontología de la existencia.

 

No obstante, aunque todos los existencialistas comparten los puntos de vista reseñados, sus respectivas filosofías difieren enormemente entre sí. En general, pueden distinguirse los siguientes tipos de existencialismo:

 

1) El Existencialismo espiritualista, formado por autores que vinculan la filosofía existencialista al pensamiento cristiano. Sus principales representantes son Gabriel Marcel (1.889-1.973). Louis Lavelle (1.883-1.951) y R. Le Senne (1.882-1.954).

 

2) La denominada "Filosofía de la Existencia", cuyo principal representante es Karl Jaspers (1.883-1.969).

 

3) El Existencialismo negativo, formado por pensadores como Martin Heidegger (1.889-1.976) y Jean-Paul Sartre (1.905-1.980), que desarrollan su reflexión al margen de todo vínculo teológico, partiendo directamente de la fenomenología husserliana.

 

4) Integran también el movimiento existencialista el filósofo francés Maurice Merleau-Ponty (1.908-1.961) y el premio Nobel de literatura Albert Camus (1.913-1.960), cuya obra, mitad literaria, mitad filosófica -como la del propio Sartre- ofrece una visión muy peculiar e interesante del existencialismo.

 

2.- Martin Heidegger (1889-1976).

 



 

Nacido en Messkich, fue colaborador y sucesor de Husserl, aunque entre ambos se produjo pronto una ruptura intelectual. Mantuvo amistad con Max Scheler. Al ser nombrado en 1933 rector de la Universidd de Friburgo colaboró con el nazismo; aunque poco después se retiró de la enseñanza por discrepancias con el partido. En 1944 fue destituido de su cátedra por las autoridades francesas de ocupación, retirándolse a la soledad de su cabaña en la Selva Negra.

 

Su pensamiento puede dividirse en dos grandes períodos:

 

a) Primer período: "Ser y tiempo".

 

La obra clave del primer período del pensamiento heideggeriano es Ser y tiempo (1927, 1ª parte, inconclusa). En esta obra, Heidegger se plantea la pregunta por el "sentido del ser". No trata de estudiar los "entes" (cosas o manifestaciones del ser), sino "el ser de los entes". Según Heidegger, existe un ente privilegiado que puede formularse la pregunta por el Ser, y ese ente privilegiado es el hombre, a quien Heidegger denomina el Dasein (ser-ahí). En Ser y Tiempo, Heidegger trata de analizar la existencia humana, es decir analizar el Dasein, descubriendo sus estructuras ontológicas fundamentales. A las estructuras fundamentales del Dasein, de la existencia humana, las denomina Heidegger existenciales.

 

Para Heidegger, el ser humano está "arrojado al mundo, es decir, su existencia no ha sido elegida, sino algo que tiene que soportar sin que conozca los motivos. Ahora bien, según Heidegger, el Dasein no tiene una esencia determinada, sino que la esencia del hombre (= Dasein) es la existencia; esto significa que la realidad humana no puede ser definida, no es algo dado, sino que está por decidir. El trazo más característico de la existencia humana es el de hallarse frente a un conjunto de posibilidades entre ls que no le queda más remedio que elegir. Y como esta elección nunca es final, definitiva, su existencia está indeterminada. Esto obliga al Dasein a la acción en el mundo.

 

Las estructuras fundamentales del Dasein son la temporalidad (Zeitlichkeit) y el ser-en-el-mundo (In-der-Welt-sein), es decir, el ser humano se encuentra necesariamente inserto en el mundo de las cosas y de otras personas. Ante ellos la actitud fundamental es la de "preocupación" (Sorge). Las cosas son útiles o instrumentos para el Dasein, definiéndose por el sistema de relaciones que las constituye; la relación del hombre con los otros puede darse de dos maneras: o bien el hombre puede adoptar como punto de partida a sí mismo, en cuyo caso lleva una existencia auténtica; o bien adoptar como punto de partida al mundo y a los demás hombres. llevando una existencia inauténtica, anónima en el reino del "se", donde domina totalmente el se dice o se hace. La posibilidad de adoptar una existencia inauténtica conduce a rebajar al ser humano a simple objeto del mundo; cuando ello ocurre la existencia sufre, según Heidegger, una "caída" en el mundo.

 

Ahora bien, Heidegger señala que entre las posibilidades con las que cuenta el Dasein existe una importante: la muerte (que pone fin a todas las posibilidades). El hombre es, ante todo, un "ser-para-la muerte" (Sein-für-die Tode). El miedo a la muerte es la causa de la angustia que agita a todo ser humano. Y es justamente el miedo a la muerte lo que hace que el ser humano caiga en la inautenticidad, refugiándose en el anonimato de la multitud.

 

Por el contrario, la existencia auténtica se caracteriza por encarar la última y definitiva posibilidad: la muerte, que revela la verdad de la existencia, esto es, su nihilidad (la nada de que está hecha). Es entonces, cuando el hombre se encuentra en presencia de la nada, cuando se desvela el sentido de la existencia. Heidegger señala, dramáticamente que la existencia personal es la travesía entre nadas: la nada de la que surgimos y la nada a la que estamos abocados. Y, sin embargo, el acceso al yo auténtico únicamente lo proporciona la angustia y la anticipación de la propia muerte, cosa a la que la mayor parte de los hombres renuncian, abandonándose al vértigo de la vida cotidiana, en la que lo familiar y lo próximo sirven para olvidar la angustia. Vivir en presencia de la muerte no significa ni intentar precipitarla, ni aguardarla pasivamente, sino que se trata de vivir con la posibilidad de la muerte: es una forma de vivir superior, porque el hombre que afronta la muerte conoce algo que antes ignoraba: el valor exacto de las cosas.

 

b) Segundo período: el problema del ser.

 

El pensamiento de Heidegger en este segundo período se contiene en la Carta sobre el humanismo (1947) y Caminos del bosque (1950), y constituye una reflexión sobre el problema del ser en el marco de una reflexión sombría, muy condicionada por los horrores de la S. G. M. En estas obras Heidegger realiza una inversión total o "vuelta del revés" de su existencialismo anterior.

 

En Ser y Tiempo, Heidegger intentó pensar el ser desde el ente humano; ahora -inversión total- trata de pensar todos los entes desde el ser. En este sentido, el hombre es un ente más del mundo; no es un ser privilegiado, como cree el humanismo tradicional. Por eso, si el hombre quiere vivir en la verdad del ser debe dejar de ser el "señor del ente" y renunciar a su pretensión de dominar elmundo, para pasar a ser el "pastor del Ser".

 

Según Heidegger, la metafísica occidental ha fracasado: a lo largo de la historia de la filosofía occidental se ha olvidado paulatinamente la pregunta por el ser y se ha caído en un absoluto subjetivismo: el hombre se considera el ente más importante, por ser un ser "racional" (lo que se expresa en las filosofías modernas centradas en el Yo o subjetividad). Esta subjetvidad extrema del humanismo culmina en la técnica moderna, mediante la cual el ser humano se olvida por completo del Ser de los objetos, y sólo busca dominarlos. La "voluntad de poder" de Nietzsche es la máxima expresión de ese deseo de señorío y manipulación del mundo por parte del ser humano, que ha llevado al mayor desastre de Occidente: "el olvido del ser", cuya consecuencia extrema es la S.G.M. y el horror atómico, muestras del nihilismo (esto es, la voluntad de aniquilación) que preside la vida contemporánea.

 

Es necesario, por tanto, superar la metafísica y volver a pensar al hombre desde la "claridad" (Lichtung) del Ser. Frente a la técnica que busca hacer al ser humano "señor del ser" se alza la poesía y el pensamiento, que tienen la misión de guardar el Ser. La poesía y el pensamiento dejan a los objetos ser libremente lo que son, renunciando a toda manipulación de las cosas.

 

2.- Jean-Paul Sartre (1905-1980).

 



 

a) Vida y obra.

 

Nacido en París, donde fue profesor de filosofía en un Liceo, la vida de Sartre fue unida siempre a la de la escritora Simone de Beauvoir, a quien permaneció siempre unido. Entre 1933 y 1935 estudió en Alemania con Hedegger, y durante la ocupación nazi de Francia luchó con la resistencia. Hacia los años cincuencta se aproximó al marxismo y en 1964 renunció al premio Nobel de literatura.

 

La filosofía de Sartre posee dos períodos claramente diferenciables, aunque no radicalmente separados:

 

a) Un primer momento, en el que Sartre lleva a cabo un análisis fenomenológico-ontológico de la existencia humana. Las obras principales de este período son El Ser y la Nada (1.943) y El existencialismo es un humanismo (1.946).

 

b) Una segunda fase, en la que Sartre trata de presentar el existencialismo como una filosofía de la acción que, vinculada al marxismo, ha de conducir a una liberación total del ser humano.La obra más importante de este período es la Crítica de la razón dialéctica (1.960).

 

En el presente tema estudiaremos sólo la primera de estas dos etapas.

 

b) Ser-en-sí y ser-para-sí.

 

Sartre, siguiendo la línea de pensamiento inaugurada por R. Descartes y continuada por la fenomenología de E. Husserl, comienza su reflexión tratando de hallar un fenómeno básico, inmediatamente dado, que constituya un sólido punto de partida sobre el que estructurar un análisis ontológico de la existencia humana.

 

Para Sartre ese dato originario e irreductible del que debe partir todo análisis filosófico es la que denomina "conciencia prerreflexiva" o conciencia inmediata, que se diferencia totalmente de la conciencia reflexiva de Descartes o Husserl. En efecto: Husserl había señalado que la intencionalidad -esto es, hacer referencia a un objeto trascendente existente fuera de ella- es la característica fundamental de la conciencia, del Yo. Pero, a juicio de Sartre, tanto Descartes como Husserl cometen el grave error de encerrar a la conciencia en sí misma, mediante la reducción de la "posición de existencia" del objeto, por lo que éste aparece en su filosofía sólo como algo pensado por la conciencia, interior a ella.

 

Para Sartre, en cambio, la conciencia, el Yo, "estalla" hacia el mundo, es decir, está totalmente vertida hacia el exterior, hacia el objeto, por lo que éste no puede nunca limitarse a ser un simple contenido de la conciencia.

 

Asimismo, parece evidente que toda conciencia del objeto se da acompañada de "autoconciencia", es decir, una inmediata conciencia de sí mismo por parte del sujeto.

 

En consecuencia, el fenómeno básico primariamente dado no es ni "la conciencia" (el Sujeto) ni "el mundo" (el Objeto), sino la correlación de ambos, es decir, la existencia de una conciencia ante la que aparece dado el "mundo" como totalidad de objetos posibles.

 

Los objetos aparecen por y para la conciencia, es decir, son fenómenos dados a ésta. Ahora bien, Sartre considera que el fenómeno que aparece ante la conciencia se agota en esa fenomenalidad, es decir: no hay ninguna realidad substancial o esencia que se manifieste a través de él.

 

Sin embargo, el objeto no se reduce, según Sartre, al conocimiento que de él tiene un sujeto individual determinado, sino que el objeto es la suma de todas sus diversas manifestaciones ante uno o muchos sujetos.Por eso cada manifestación fenoménica del objeto remite a ulteriores manifestaciones del mismo, que rebasan siempre el conocimiento inmediato que de él tiene un sujeto concreto. A este infinito que fundamenta todas las manifestaciones o apariciones fenoménicas de los objetos lo denomina Sartre "ser transfenoménico del fenómeno".

 

Ahora resulta necesario describir fenomenológicamente tanto el "ser del objeto" como el "ser de la conciencia". Sartre aborda esta tarea en su obra El Ser y la Nada (1.943), en la que parte de los análisis llevados a cabo anteriormente por G.W.F. Hegel en la Fenomenología del Espíritu (1.807) -donde distingue entre "ser-en-sí" y "ser-para-sí"- y el estudio de la existencia humana realizado por Martin Heidegger en su obra Ser y Tiempo (1.927).

 

En primer lugar: ¿Cómo aparece dado el ser de los objetos? ¿Cuáles son las características que los definen ontológicamente?

 

En la novela filosófica La Náusea (1.938) Sartre describe la experiencia mediante la que se manifiesta el ser del objeto ante la conciencia: cuando los objetos son contemplados en sí mismos, aislados de las habituales relaciones de la vida cotidiana que los hacen familiares, aparecen como algo que está ahí, sin razón, sentido o explicación alguna. Existen sin más, de modo contingente y gratuito; pudieran muy bien no existir, y sin embargo están dados de un modo absolutamente positivo. Cuando el sujeto cae en la cuenta de la facticidad de los objetos, cuando comprende que están, como dice Sartre, "de más", de más "para toda la eternidad", es decir, que no es posible señalar ningún motivo que los haya traído a la existencia, siente el absurdo de su existencia. Ese sentimiento de absurdo ante el sinsentido de la existencia se manifiesta subjetivamente a través de la terrible experiencia de la "náusea".

 

El ser de los objetos se revela para Sartre como simple y puro ser-en-sí. Esto significa que el ser de los objetos no es ni activo ni pasivo, está más allá de la afirmación y de la negación; es un ser empastado en sí, opaco, masivo, macizo, carente de vacío, infinitamente denso, sin interior ni exterior. Absolutamente aislado, no posee relación con nada, ni cabe señalar en él dualidad alguna. Inmóvil, más allá del devenir, del tiempo, carece de causa, de explicación que le confiera necesidad; simplemente es, eternamente idéntico a sí mismo, cerrado en sí mismo.

 

El ser en sí no es temporal, porque eso supondría en cierta medida salir fuera de sí, para trascenderse a sí mismo hacia el futuro. Y tampoco puede deducirse de nada anterior que lo haya creado necesariamente.

 

Efectivamente: si el ser-en-sí debiese su existencia a un Sujeto creador (Dios), dependería de él y sería, por consiguiente, un modo de su conciencia, por lo que no tendría existencia objetiva alguna, ya que la conciencia no es capaz de producir el ser. Por otro lado, si el ser creado hubiera sido puesto por Dios fuera de Él, de su conciencia, entonces sería independiente del creador, por lo que tendría un ser fuera de la conciencia de Éste; en tal caso, quedaría de nuevo sin explicar de dónde le viene dado su ser.

 

¿Significa esto que el ser-en-sí se ha creado a sí mismo? No, pues para ello tendría que ser anterior a sí mismo para poder fundamentarse y esto es impensable.

 

En definitiva, el ser en sí simplemente es, absurdamente, sin justificación posible.

 

Sartre pasa ahora a analizar el ser de la conciencia.

 

Lo primero que cabe destacar es que, frente al ser-en-sí, en el que rige absolutamente el principio de identidad (lo cual da lugar, como pudo verse, a su infinita densidad), en la conciencia hay una dualidad, es decir, es "conciencia de sí misma", "autoconciencia" o, como dice Sartre, es para-sí.

 

Esto implica que el ser de la conciencia no coincide nunca consigo mismo, que la conciencia es una "descompresión del ser", puesto que existe siempre "a distancia de sí misma". La conciencia es, pues, una fisura, una nada, un "agujero" en el ser.

 

¿Cómo surge la conciencia? Vimos que el ser en sí es contingente y no depende de ningún ser necesario que lo fundamente. Por ello es necesario que se fundamente a sí mismo de algún modo; pero esa necesidad de fundamentarse implica un autodesgarramiento en el ser-en-sí, que se pierde a sí mismo. El resultado es la aparición de un "hueco" o "grieta" en el ser, una nada.

 

Así pues, el para-sí es una nada, surgida a partir del intento fracasado del ser en sí de autofundarse.

 

La principal característica del para-sí, según Sartre, es su facticidad, es decir, hallarse arrojado al mundo, en una determinada situación no elegida. Y también esa caída en la situación aparece como un hecho contingente, absurdo e injustificable (p.ej.: "Machado era un poeta español, nacido en Sevilla en 1.875", pero su situación podría haber sido cualquier otra).

 

La conciencia, el para-sí, es absolutamente distinta del ser, es no-ser o negación del ser-en-sí. Por tanto, el para-sí, es decir, el hombre, es aquel ser por el que la Nada se introduce en el mundo.

 

De ahí que Sartre defina al para sí como un ser que "no es lo que es" (es decir, no es "el ser en sí") y que "es lo que no es" (ya que el ser del para sí no es propiamente nada en concreto, sino carencia o falta de ser).

 

Según Sartre, hay toda una serie de comportamientos peculiares de la conciencia o para-sí que ponen claramente de manifiesto que su característica principal es ser una "neantización" del ser; p. ej.: la capacidad para interrogar (¿No es eso un árbol?), para detectar una ausencia (¿No está aquí Juan?), para negar (No puede ser), para imaginar lo irreal ( capacidad por la que la conciencia apunta hacia un objeto que constituye como una nada: imagino, p. ej. a un pariente muerto hace tiempo), o, en fin, la capacidad para emocionarnos (mediante la cual la conciencia trata de negar el mundo para transformarlo "mágicamente"). La condición de posibilidad de todos estos diferentes tipos de comportamiento, que implican siempre un no-ser, no puede ser otra que la de que la conciencia sea ella misma un no-ser, una nada.

 

c) La libertad como condena y angustia.

 

Por otra parte, si el para-sí es la negación del ser-en-sí, está obligado a trascenderlo, superarlo, dejarlo atrás e ir más allá de él. Por tanto, el para-sí es, ante todo, libertad, temporalidad y proyecto, y está remitido siempre hacia el futuro, es decir, hacia lo que aún no-es.

 

Sin embargo, esa libertad no es fruto de una elección por parte del para-sí, sino que es su ser mismo; por eso, Sartre afirma que el hombre está condenado a ser libre.

 

Esto significa que, frente al ser-en-sí, que ya es lo que es, el hombre no tiene un ser definido, es decir, carece de una esencia determinada; no es, por tanto, nada y puede ser cualquier cosa. Sartre expresa esta singular posición del hombre afirmando que en él la existencia precede a la esencia, es decir, el hombre primero existe, se encuentra, surge en el mundo, y luego se ve obligado a "hacerse", a darse un ser definido. En esa tarea de auténtica auto-creación sólo cuenta con su libertad y se ve forzado a decidir él mismo qué hacer con su existencia, sin poder recurrir a ayuda alguna.

 

El para-sí vive esa condena a tener que elegir y actuar para crearse un ser entre los muchos posibles como angustia. Mediante la angustia, por tanto, el hombre toma conciencia de su ser, es decir, de su libertad. Para Sartre, la angustia está inscrita en la condición humana, ya que el hombre, al no poder "no elegir", no logra librarse jamás de la necesidad de tener que decidir su destino. De manera que el hombre tiene siempre que comprometerse de un modo u otro con la situación concreta en la que se encuentra arrojado, siendo enteramente suya la responsabilidad por la elección hecha. Y esa responsabilidad radical por la propia decisión parte del hecho de que, al elegir, el hombre no sólo decide cómo quiere ser él mismo, sino también como quiere que sea el mundo que le rodea, ya que el destino de la situación en la que se halla depende totalmente de su conducta.

 

d) Los otros.

 

No obstante, en el ejercicio de su libertad el hombre no está sólo, sino que hay también otros hombres que, arrojados a sus respectivas situaciones, se ven obligados a dar libremente un sentido a su existencia. Este hecho da lugar, según Sartre, al surgimiento de una nueva categoría ontológica: el ser-para-otro. ¿En qué consiste? Básicamente, en lo siguiente: todo para-sí es para otro para sí un objeto más entre los que aparecen en la situación del otro, por lo que, como objeto, queda convertido en simple en-sí para el otro. A juicio de Sartre, esta situación se pone claramente de manifiesto a través del fenómeno de la mirada.

 

La libertad del otro tiende, pues, a tratarme como un objeto en sí más en su propio proyecto libre de existencia, trascendiendo mi libertad. Pero como el mismo proceso tiene lugar en mí mismo, resulta inevitable que la relación con los Otros sea siempre conflictiva y esté condenada al fracaso: todo para sí tiende a tratar a los otros como si fuesen seres en sí, objetos; pero éstos, ejercitando su libertad, escapan siempre a ese intento de cosificación. "El infierno -según Sartre- son los otros", pues no sólo éstos, al ejercer su libertad, coartan la mía cuando trata de llevar a cabo su particular proyecto de existencia, sino que para ellos soy algo que jamás podré conocer y que escapa eternamente a mi control.

 

 

e) El ateísmo, condición de posibilidad de la libertad humana.

 

Sartre considera que la libertad que caracteriza la existencia humana no es posible si Dios existe. El concepto "Dios" no designa para Sartre más que la idea del Otro, llevada al límite; en este sentido, Dios sería un ser que "vería y no podría ser visto". En consecuencia, él sería el único ser libre, capaz de trascender las libertades de todos los sujetos humanos, y los proyectos existenciales de éstos carecerían totalmente de sentido, ya que serían anulados por los de ese ser omnipotente. Si "el infierno son los otros", Dios es "el infierno absoluto".

 

En este sentido, Sartre se expresa con rotundidad: si el hombre existe y es libre, Dios no puede existir.

 

Sin embargo, no hay que temer que Dios exista, puesto que este concepto es en sí mismo contradictorio. Efectivamente: Dios se define eomo aquel ente que es absolutamente, es decir, que es en sí y que, a la vez, es para sí, es decir, posee plena conciencia de sí. Pero la conciencia quedó definida como un no-ser, una nada. De modo que Dios es y no es, es un ser y una nada; por tanto, es imposible admitir su existencia.

 

f) La "moral de situación".

 

Sartre señala explícitamente que su versión del existencialismo trata de sacar todas las conclusiones que se derivan del ateísmo. Y esas conclusiones pueden resumirse como sigue:

 

La inexistencia de Dios supone una dignificación del hombre; por eso, el existencialismo es, ante todo, un humanismo.

 

El escritor ruso F. Dostoievsky, en su novela Los hermanos Karamazov (1.879-80) había señalado claramente que "si Dios no existe, todo está permitido"; por su parte, F. Nietzsche afirmaba que Dios, en su caída, arrastraba consigo todos los valores ideales y eternos que encontraban en El un seguro fundamento. De estos presupuestos parte el existencialismo sartreano.

 

Ciertamente, sería muy agradable que Dios existiese, o que hubiera al menos un orden moral de valores prefijados que orientara la conducta del hombre; pero, por desgracia, no lo hay.

 

Por tanto, el hombre está entregado desesperadamente a sí mismo. Sin embargo, sólo tras la desesperación -afirma Sartre- empieza la auténtica existencia humana, puesto que ahora el hombre es dueño de crear mediante su libertad valores. Proyectándose a sí mismo conforme a aquello que considera valioso, elige libremente un ideal de cómo quiere que sea su existencia. Ese ideal constituye el proyecto fundamental de su existencia, de manera que todas las elecciones particulares de ese hombre revelan la decisión originaria de la que forman parte. (p.ej.: si he elegido ser un intelectual, todas las acciones y obstáculos que aparecen en mi carrera sólo surgen como consecuencia de ese proyecto original).

 

Sin embargo, el hombre nunca puede alcanzar la meta que se propone, que queda siempre remitida al futuro: su proyecto culmina inevitablemente en un fracaso.

 

El motivo es el siguiente: el hombre pretende llegar a ser en-sí aquello que ha elegido o proyectado como valioso, a fin de alcanzar una plena identidad consigo mismo y, a la vez, ser consciente de esa plenitud. Para superar la nada que él es, el hombre proyecta llegar a ser "en-si/para-sí", es decir, aspira a ser Dios.

 

Pero ya vimos que es imposible hacer coincidir en un solo ser el ser para-sí y el ser en-sí; por ello el hombre ve aplazada siempre su esperanza de dejar de ser una nada y alcanzar definitivamente un ser acabado y pleno. Mientras vive es un simple haz de posibilidades; sólo al morir alcanza el tan anhelado ser-en-sí, pero a condición de dejar de ser lo que él propiamente es: para-sí o conciencia, puesto que la muerte significa el fin absoluto de todas las posibilidades.

 

En otro orden de cosas, las tesis existencialistas plantean un grave problema ético: si no hay Dios ni orden moral alguno, ¿por qué obrar de un modo éticamente correcto? ¿Por qué elegir actuar bien y no mal?

 

Sartre considera que su concepto del hombre no implica en absoluto una especie de anarquía moral o una elección completamente arbitraria entre los valores. Más bien al contrario: puesto que no hay norma o valor alguno que predeterminen cómo ha de comportarse el hombre, éste ha de "inventar" qué es lo valioso para él.

 

Ahora bien, decidir qué es valioso para uno mismo supone proyectar al mismo tiempo una imagen ideal de cómo queremos que sea el hombre y el mundo en general. Por eso, al elegir actuar de determinada manera, el hombre no sólo es responsable de su elección y de su ser, sino que también es responsable ante todos los demás hombres, puesto que sus acciones muestran qué modelo de hombre quiere crear.

 

Ante la profunda responsabilidad que recae sobre cada acción, los hombres tratan de escapar mediante lo que Sartre denomina conductas de mala fe, con las que procuran ocultarse a sí mismos su radical libertad. Todos estos comportamientos se caracterizan por el hecho de que el sujeto supone que no ha sido dueño de sus decisiones, y que han sido más bien las circunstancias exteriores las que las han determinado; por eso la situación en la que se encuentra le parece algo inevitable. El hombre que actúa de mala fe, por tanto, es aquel que piensa que "todo podría haber sido de otro modo, si no hubiera sido porque..."

 

Sartre no duda en calificar a los hombres que actúan de mala fe de "cochinos" y "cobardes": no son, como ellos creen, las circunstancias las que hacen al hombre; en realidad, el hombre no es otra cosa que lo que él mismo elige y está definido única y exclusivamente por sus actos.

 

No quiere esto decir que las circunstancias de la situación no influyan sobre las decisiones humanas; significa simplemente que el hombre no tiene derecho a permanecer inactivo y resignado, como si las cosas no pudieran ser de otro modo. El puede elegir libremente qué desea ser, independientemente de cualquier circunstancia, puesto que las condiciones externas no predeterminan jamás qué debemos elegir y, en última instancia, siempre somos dueños de nuestra decisión.

 

Por eso siempre es necesario elegir y actuar, aunque el resultado de nuestros actos dependa no sólo de factores objetivos adversos, sino de los proyectos de otros hombres, que pueden en todo momento abortar nuestros propios proyectos.

 

Así pues, la única actitud coherente ante la existencia, según Sartre, es adoptar un "duro optimismo", siempre activamente comprometido con la situación concreta en la que nos encontramos y fiel a un proyecto existencial propio.

* * *

 

 

 

 

 

LA FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA VI: MUJER Y FILOSOFÍA EN LA ÉPOCA CONTEMPORÁNEA: SIMONE DE BEAUVOIR

 



                Simone de Beauvoir (1908-1986), compañera de Sartre, realizó una exhaustiva investigación filosófica acerca de la situación de la mujer, partiendo de un enfoque existencialista en su libro El segundo sexo (1949), hito decisivo en la historia del movimiento feminista.

                La idea fundamental que expone Beauvoir en este libro es que “no se nace mujer, sino que se llega a serlo”. A su juicio, si las mujeres viven sometidas a una situación de subordinación, ello no se debe a sus características biológicas o psicológicas, sino al modo en que la sociedad ha establecido una diferencia que es la causante de la desigualdad.

                Mientras que los hombres han tenido la oportunidad de formarse, trabajar y emprender sus propios proyectos, a la mujer se le ha limitado el acceso a la educación, se les impedía ganarse la vida por sus propios medios y se les obligada a dedicar casi todo su tiempo al cuidado de la familia. Por eso las mujeres son “el segundo sexo”, ya que la condición femenina en nuestra sociedad es la de un ser humano de segunda clase, que no ha tenido la oportunidad de elegir libremente, ni decidir qué hacer con su existencia.

                Desde una perspectiva existencialista, la característica fundamental de los seres humanos es la libertad, que les permite construir su propia vida, proyectándolos hacia el futuro y haciéndoles construir su propia existencia. Cuando esa aspiración se frustra, la existencia humana se degrada, porque cae al nivel de las cosas, del en-si, como lo llamaba Sartre, que no pueden dejar nunca de ser lo que son.

                Esta caída en la “facticidad de la inmanencia” es precisamente lo que caracteriza a la situación de la mujer en una sociedad que le niega la oportunidad de ejercitar su libertad. Esta cosificación de la mujer se puede apreciar en el papel que se le ha otorgado tradicionalmente como mediadora entre el hombre y las cosas; de ahí que se le haya impuesto el rol de la maternidad, el cuidado del hogar, o se haya pensado que es un ser que “está más cerca de la naturaleza” y “es más sensible” que los hombres. Para Beauvoir todo esto es una construcción, un resultado de haber organizado la sociedad de una determinada forma, que es necesario cambiar, mediante el ejercicio, por parte de la mujer de lo que es su cualidad más propia como ser humano: la libertad.

FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA VII: ORTEGA Y GASSET

 

 



 

 

Líneas principales del pensamiento de Ortega y Gasset (1883-1955)

 

a)    Teoría del conocimiento y antropología

 

   Para Ortega, la filosofía no nace por razón de "utilidad", ni por capricho, sino que es constitutivamente necesaria al intelecto humano. Su característica fundamental es buscar la verdad total o integral, y para alcanzar este objetivo, la filosofía ha de someterse a tres condiciones, o imperativos, que la diferencian tanto de las ciencias como de la religión:

 

1)    El imperativo de pantonomía o totalidad, por el cual la filosofía aparece como un saber o conocimiento global de la realidad, que pretende conocer la totalidad del universo o, como dice Ortega, “todo lo que hay”. Esto la diferencia de las ciencias, que únicamente se ocupan de estudiar partes concretas de la realidad.

2)    El imperativo de autonomía, por el cual la filosofía renuncia a apoyarse en ningún presupuesto previo. Trata de buscar el fundamento de la realidad, abandonando cualquier punto de partida o supuesto preconcebido (por ejemplo, religioso).

3)    El imperativo de la claridad y el rigor. La claridad, dice Ortega, es “la cortesía del filósofo”; de manera que la filosofía, por ser conocimiento riguroso, debe expresarse en conceptos claros y comprensibles: es conocimiento teórico, y por tanto, alejado de cualquier fe o misticismo. En este aspecto, también se diferencia de la religión.

 

   En El tema de nuestro tiempo (1923)Ortega sostiene que la filosofía, a lo largo de su historia, ha sido un intento de desvelar la verdad y de conocer el ser auténtico de las cosas; ahora bien, el ser se ha interpretado de dos maneras diferentes a lo largo de la tradición filosófica occidental: El REALISMO (Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino…), interpretó el ser como sustancia, fija e inmutable; en cambio, el IDEALISMO (Descartes, Kant, neokantianos…) ha interpretado el ser identificándolo con las ideas de la razón, como un contenido mental.

   Ortega rechaza ambas posiciones: Sostiene que la realidad radical –es decir, la realidad que se encuentra la raíz de todas las demás- es algo anterior y mucho más profundo que cualquier realismo o idealismo: es la VIDA; pero no entendida como lo hizo Nietzsche, de un modo biológico o general, sino la vida concreta, es decir, la tuya o la mía; en suma, la de cada ser humano individual, que siempre se desenvuelve en una circunstancia concreta, con la que el sujeto ha de enfrentarse. Lo real no es, por tanto, ni el yo del sujeto, ni el mundo por separado, sino el yo y el mundo en su mutua relación; dicho de otro modo: el yo y su circunstancia (el mundo) son las dos dimensiones fundamentales de la vida humana.

   Por otra parte, la vida, como realidad radical, está unida al concepto de "perspectiva". El ser del mundo, dice Ortega, no es "alma" ni "materia", sino perspectiva. La perspectiva es una condición gnoseológica de lo real, puesto que la estructura de lo real sólo se nos presenta perspectivamente, desde puntos de vista diferentes, que a su vez necesitan integrarse, si se quiere recomponer las múltiples facetas de que consta la realidad. La perspectiva de cada individuo es siempre única e intransferible (es "mi" perspectiva), y por eso no puede nunca considerarse absoluta, ya que no representa sino un punto de vista más, entre otros muchos posibles.

   Como la realidad se descompone en infinidad de facetas diferentes, conocer la verdad requiere reunir el mayor número de perspectivas sobre la realidad, completándolas mutuamente. El conocimiento “más verdadero”, según Ortega, será aquel que logre aunar el mayor y mejor número de perspectivas sobre la realidad que nos rodea. Esto implica que nunca podemos dar por concluido, ni considerar irrevocable, un conocimiento, pues siempre quedarán nuevas perspectivas y nuevos puntos de vista que sumar a los disponibles. Y esto es lo que significa “Dios” para Ortega: un conocimiento de la realidad desde todas las perspectivas posibles; pero ese conocimiento sólo puede alcanzarse a través de un progreso infinito, y a través de los seres humanos; por eso, no es el hombre quien necesita de Dios, sino Dios quien necesita del hombre, según lo entiende Ortega.

   En ¿Qué es filosofia? (curso impartido entre 1928-29), Ortega utiliza una serie de conceptos nuevos: las "categorías de la vida", para describir con mayor precisión esa nueva realidad fundamental que cree haber descubierto en su exclusiva peculiaridad:

   1) Vivir es, ante todo, encontrarse en el mundo, viviendo sin justificación previa. El hombre aparece de repente situado ante la vida, y se ve obligado a enfrentase a ella. Es lo que describe Ortega diciendo que la vida es “naufragio”.

   2) Pero nos encontramos en el mundo no de una forma vaga, sino concreta, pues siempre estamos ocupados en algo, "Yo consisto en ocuparme con lo que hay en el mundo, y el mundo consiste en todo aquello de que me ocupo y en nada más." Vivir es convivir con una circunstancia y afanarse en ella. La vida es, por tanto, quehacer, una tarea que se nos impone.

   3) La vida, en tanto quehacer, nunca está prefijada, sino que es imprevista. Es, por tanto, posibilidad y problema. Y por ello, también, la vida es dramática, algo que el hombre ha de resolver a cada momento, quiéralo o no.

   4) La vida es, asimismo, anticipación y proyecto: el hombre ha de proyectar en su imaginación qué va a hacer con su vida y cómo va a vivirla; porque la vida no es algo que le venga dado, sino algo que él ha de definir, eligiendo cómo actuar en cada momento, a fin de otorgarse un ser determinado.

   5) La vida supone, por tanto, libertad de elegir, dentro de la circunstancia que nos ha sido dada. Así, lo que el hombre vaya siendo depende, en primer lugar, sólo de él. No puede permitir que nadie elija o escoja por él: tiene que empeñarse personalmente en la construcción de sí mismo, sin poder encomendarle a nadie que le substituya. Es lo que Ortega llama vocación, que como tal es intransferible.

   6) La última categoría vital es su temporalidad: La vida y la perspectiva que la caracterizan no son estáticas, sino que se despliegan en el tiempo, de manera que toda vida tiene un carácter histórico, es historia. “El hombre –dice Ortega- no tiene naturaleza, sino que tiene historia”. Dentro de la historia, van cambiando tanto el yo como la circunstancia que le rodea, así como las perspectivas que el yo va adoptando frente a ella.

   La vida utiliza la razón para enfrentarse a la circunstancia que la rodea, interpretarla, comprenderla y hacerse una idea de ella, con el objetivo de actuar en consecuencia y elaborar sus proyectos vitales. Por eso, Ortega rechaza la “razón pura” de Kant y sus maestros neokantianos: por su abstracción y a-historicidad. Para Ortega, la razón es una función de la vida, es razón vital; pero es también razón histórica, porque el conocimiento de la realidad que proporciona la razón va cambiando con el tiempo. Sólo la razón histórica puede entender las transformaciones que experimenta la vida humana a lo largo del tiempo, permitiéndole comprender cómo ha sido y qué ha hecho el hombre a lo largo de la historia: sólo así podrá elaborar proyectos viables para el futuro.

 

b)    Sociedad y política

 

   A la hora de enfrentarse a la circunstancia que le rodea, el hombre no está solo, ni aislado, sino que comparte esa circunstancia con otros seres humanos (lo que Ortega llama “la gente”), formando parte de una sociedad histórica determinada. En ella encuentra siempre vigente una determinada interpretación del mundo, basada en una serie de ideas y creencias, que condicionan su horizonte vital y sus posibilidades de acción.

   Las “creencias” son aquellos contenidos intelectuales (valores, costumbres, etc.), que condicionan el arte, la ciencia, la moda, la economía, la política, la moral… creados por cualquier sociedad histórica y los individuos que forman parte de ella. Ambos heredan de la generación anterior una serie de perspectivas sobre la realidad, aparentemente irrefutables, que aceptan de un modo irreflexivo, pues son el resultado del automatismo y de la impersonalidad social; en cambio, las “ideas” son aquellos pensamientos que ciertos grupos humanos o individuos crean en un momento concreto, y que suponen nuevos proyectos de vida, descubren nuevos horizontes o abren nuevas perspectivas sobre la realidad. Con el tiempo, esas nuevas ideas, si llegan imponerse, pasan a ser ellas mismas creencias.

   En cualquier época histórica, cada individuo puede adoptar dos posiciones: perder su identidad personal, aceptando irresponsablemente las creencias heredadas y viviendo de acuerdo con lo que piensa la gente, llevando una vida inauténtica, u obedecer a su vocación personal y seguir su propio proyecto de vida, planteando ideas nuevas, adoptando una vida auténtica; y lo mismo sucede con las generaciones, es decir, con los nuevos grupos humanos que se van sucediendo a lo largo del tiempo: hay generaciones caracterizadas por la autenticidad y otras que adolecen de inautenticidad.

   A partir de los conceptos expuestos, Ortega expone su filosofía de la historia y su teoría política, que se basa en la teoría de las generaciones. La identidad de los individuos viene dada por su pertenencia a una determinada generación, es decir, a un grupo de individuos nacidos cada quince años, aproximadamente, que comparten ciertas creencias sobre la realidad. Pero dentro de cada generación histórica siempre hay dos sectores: las masas, que se conforma con pensar lo que piensa la mayoría, sin ponerlo en discusión, y una élite de individuos, la minoría intelectual, que introduce ideas nuevas, nuevos valores y perspectivas sobre la vida y la realidad. Es esa élite intelectual la que, según Ortega, debe encargarse de dirigir la política de un Estado, introduciendo en él un sentido de altura y perfección a través de la educación de las masas. Cuando esto no se produce, y las élites intelectuales optan por claudicar frente a las masas y sus dirigentes, se produce lo que Ortega denomina la rebelión de las masas, que acarrea una profunda crisis social y cultural, fruto de la falta de auténtico liderazgo intelectual y político.

   Análogamente, Ortega distingue entre generaciones ascendentes y descendentes: serían “ascendentes” aquellas generaciones históricas que abandonan los moldes intelectuales heredados de la generación anterior, y proyectan nuevos ideales de vida; serían generaciones “descendentes o conformistas”, en cambio, aquellas que se limitan a aceptar las creencias y formas de vida heredadas del pasado, sin aportar nada original.

 

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FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA VIII: MUJER Y FILOSOFÍA EN LA ÉPOCA CONTEMPORÁNEA: MARÍA ZAMBRANO



                María Zambrano (1904-1991), discípula de Ortega y Gasset, forma parte de la denominada Escuela de Madrid, en la que cabe citar también a otros autores, como Julián Marías, Manuel García Morente, Xavier Zubiri, Antonio Rodríguez Huéscar o José Gaos.

                La filosofía de María Zambrano, expuesta en libros como Filosofía y poesía (1939), El hombre y lo divino (1955) o Claros del bosque (1977) se relaciona con el raciovitalismo de Ortega y Gasset, aunque ella considera que la filosofía orteguiana ofrece una concepción incompleta de la vida humana. La razón vital de Ortega no tiene en cuenta que en el ser más profundo de la persona late un núcleo enigmático y misterioso, que Zambrano asocia a la dimensión divina que hay en el ser humano.

                La razón, por sí sola, no nos permite acceder a este fondo divino que hay en el interior del ser humano; para lograrlo, Zambrano propone un camino alternativo, que reivindica la importancia de la palabra poética. Ella propone sustituir la razón vital de la que habla Ortega por una nueva forma de razón, a la que ella denomina la razón poética.

                ¿Qué se entiende por razón poética? Zambrano señala que, habitualmente, se ha opuesto la razón y la poesía como formas distintas de aproximarse a la realidad. La razón, tal como se la ha entendido en Occidente desde los tiempos de la antigua Grecia, pretende reducir la multiplicidad de lo real unificando la diversidad bajo conceptos universales abstractos. El método racional aplica la lógica y el análisis para intentar desvelar en qué consisten las cosas, con el propósito de conocerlas, describirlas y, sobre todo, manipularlas, no respetando su ser más propio.

                En esta búsqueda, pues, se percibe un rastro de violencia, asociado al modo en que la razón pretende desvelar el secreto de la realidad. La palabra que los griegos usaban para describir la verdad refleja muy bien este carácter activo y agresivo que tiene la razón, pues utilizaban el término “aletheia” para designar la verdad, y este término significa “desvelamiento”, lo cual supone que la búsqueda racional de la verdad implica hacer un esfuerzo activo para sacar a la luz lo que previamente estaba oculto y escondido en el misterio.

                Frente a la actitud racional habitual, la razón poética considera que la realidad se caracteriza por la pluralidad y la diferencia. Para la razón poética, lo real es lo individual y concreto, no lo general ni lo abstracto. En la razón poética, los sentimientos son más importantes que el análisis o que la descripción objetiva.

                También tiene la razón poética una forma muy diferente de acceder a la realidad, porque la palabra poética no puede buscarse activamente, sino que se revela en el proceso creativo de forma intuitiva. No se puede forzar de un modo activo la creación poética, más bien se recibe pasivamente, como un don gratuito y misterioso. Esto hace posible que la poesía conecta con la dimensión más profunda y enigmática de la realidad, que Zambrano asocia con lo sagrado.

                Para María Zambrano, ambas formas de acceso a la realidad: la razón y la poética son igual de importantes. Ella no propone sustituir la razón por la poesía, sino buscar el modo de integrar armónicamente ambas aproximaciones en una nueva forma de racionalidad, que aúne razón y sentimiento, y que es lo que ella denomina la razón poética.

                Según María Zambrano, el pensamiento occidental ha estado marcado, desde Sócrates y Platón, por una forma de racionalismo cuyo objetivo último es el control y el dominio de la naturaleza. Para lograrlo, la filosofía se ha apoyado en el poder del concepto, que le ha permitido construir complejos sistemas abstractos.

                Esta forma de describir la realidad es también la que caracteriza a la ciencia y la tecnología, las cuales, aunque ha proporcionado a la humanidad valiosos conocimientos e instrumentos de gran utilidad, también la ha conducido a una época de desorientación, angustia y confusión vital, que Zambrano describe como la “agonía de Europa”.

                Esto se debe a que la aproximación racionalista, típica de la ciencia y de la filosofía tradicional, olvida lo más importante, porque es necesariamente simplificadora y superficial. Cuando se describe la realidad mediante conceptos abstractos, generalizaciones y leyes científicas, resulta imposible presta atención al ser singular, específico y concreto, que es precisamente donde reside la riqueza y el misterio de las vivencias humanas más íntimas.

                Para acceder a la dimensión más viva y profunda de la experiencia humana, se requiere ir más allá de las limitaciones que nos impone la razón científica. Y eso es lo que consigue la razón poética, activa en las artes, la literatura, el teatro, la música…, que permite expresar este “sentir originario” del corazón humana, mediante el uso de imágenes, metáforas y símbolos. Este uso abierto, sugerente y artístico del lenguaje, nos permite conectar con las emociones que suscita la rica y ambigua multiplicidad de lo real.

                Además, la razón poética está ligada en la filosofía de María Zambrano a su reivindicación de lo sagrado, que es el ámbito más auténtico, misterioso y profundo de la realidad. Lo sagrado, para María Zambrano, es un fondo de realidad oculta y esencial, que se corresponde con la dimensión más originaria de la vida humana.

                No obstante, el espacio de lo sagrado es inefable, ya que es imposible describirlo con palabras precisas ni conceptos rigurosos. Tan solo mediante la poesía, la música y el arte se puede tratar de expresar la relación del ser humano con lo sagrado. Aquí sólo resulta manejable la imagen simbólica, la alusión indirecta y la metáfora. Por eso, la razón poética resulta esencial, si de verdad se pretende descender a la profundidad “entrañable” en la que reside el núcleo más auténtico y fecundo de ser humano.

 

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