miércoles, 14 de marzo de 2012

1º de Bachillerato: Mundos paralelos y perspectivismo

   Una de las teorías más interesantes de los últimos tiempos es la relacionada con los denominados "universos paralelos": el carácter probabilístico de la física cuántica implicaría la existencia de infinidad de universos posibles, existiendo en paralelo, siendo el nuestro sólo uno de esos mundos.
   El sibilino Eduard Punset entrevistó a Max Tegmark, profesor de física del Massachusetts Institute of Technology, para su programa Redes, invitándole a explicarnos esta fascinante cosmovisión contemporánea que, por lo demás, me recuerda mucho a algunos aspectos de la monadología leibniciana, o a los infinitos mundos postulados por Giordano Bruno a finales del siglo XVI.



jueves, 1 de marzo de 2012

1º de Bachillerato: Jacques Monod: El azar y la necesidad

   Jacques-Lucien Monod (1910-1976) formó parte del departamento de bioquímica del Instituto Pasteur de París. Pionero en la genética molecular, fue galardonado en 1965 con el Premio Nobel por sus descubrimientos relacionados con el control genético de las enzimas. Su trabajo más conocido es El azar y la necesidad (1970), libro científico cargado de implicaciones filosóficas (próximas al pensamiento existencialista de Sartre). 
   La mayor parte de su libro está dedicada a una exposición sucinta, y que quiere ser divulgadora, de los contenidos capitales de la bioquímica en el momento actual de su desarrollo. Dice el propio autor: “la parte estrictamente biológica de este ensayo no es en absoluto original. No he hecho más que resumir nociones consideradas como establecidas por la ciencia contemporánea” (p. 11). Pero el autor no se queda en esto, sino que nos ofrece, sobre todo al final de la obra, una filosofía, que él considera extraída de la ciencia, pero que la excede en mucho, con la que quiere dar una explicación global del universo y del hombre.
Comienza el autor por examinar las diferencias existentes entre los seres artificiales y los naturales. Llega a la conclusión de que los dos están adaptados a un proyecto, especialmente cuando los seres naturales de que se trata son seres vivos, pues éstos tienen como propiedad inseparable la que Monod llama teleonomia. De todos modos se puede establecer la diferencia entre lo natural y lo artificial, pues la finalidad de lo artificial le viene impuesta desde fuera y no viene reflejada en su estructura íntima o microscópica, mientras que la finalidad de los seres vivos les viene desde dentro y afecta a su constitución microscópica. Además, los seres vivos (a diferencia de los artefactos o máquinas) se construyen a sí mismos y se reproducen de manera invariante. De esta suerte, según Monod, lo que caracteriza a los seres vivos son estas tres notas: la teleonomía, la morfogénesis autónoma y la invariancia reproductiva. Además “es absolutamente verdadero que estas tres propiedades están estrechamente asociadas en todos los seres vivientes. La invariancia genética no se expresa y no se revela más que a través y gracias a la morfogénesis autónoma de la estructura que constituye el aparato teleonómico” (p. 27).
Sin embargo, esto choca con el primer postulado del método científico: la objetividad de la Naturaleza: “Es decir, la negativa sistemática de considerar capaz de conducir a un conocimiento ‘verdadero’ toda interpretación de los fenómenos dada en términos de causas finales, es decir, de ‘proyectos’” (p. 31). Y un poco después: “Postulado puro, por siempre indemostrable, porque evidentemente es imposible imaginar una experiencia que pudiera probar la no existencia de un proyecto, de un fin perseguido, en cualquier parte de la naturaleza Mas el postulado de objetividad es consustancial a la ciencia , ha guiado todo su prodigioso desarrollo desde hace tres siglos. Es imposible desembarazarse de él, aunque sólo sea provisionalmente , o en un ámbito limitado , sin salir de la misma ciencia” (p. 31).
Monod considera que la única manera de salvar la teleonomía, como propiedad de los seres vivos, sin contradecir el postulado de la objetividad es establecer que “la invariancia precede necesariamente a la teleonomía”, o sea “que la evolución, el refinamiento progresivo de estructuras cada vez más intensamente teleonómicas, es debido a perturbaciones sobrevenidas a una estructura poseyendo la propiedad de invariancia” (p. 35). A esta idea de Monod se oponen los sistema vitalistas y animistas, a los que el autor ataca despiadadamente: a Bergson, a Elsässer y a Polanyi, a Teilhard de Chardin, a Marx y a Engels; todos ellos caen en el error del vitalismo o del animismo, es decir, en la explicación de la invariancia y de la evolución por la teleonomía, ya en la biosfera, ya en el universo entero.
Ahora bien, después de haber insistido una y otra vez en la teleonomía que manifiestan los seres vivos, llega por fin Monod a preguntarse por la ratio ultima de ella; y la respuesta no puede ser más descorazonadora: esa ultima ratio es el azar. “Se conocen hoy en día centenares de secuencias, correspondientes a distintas proteínas, extraídas de los organismos más diversos. De estas secuencias y de su comparación sistemática ayudada por los modernos medios de análisis y de cálculo, se puede hoy deducir la ley general: la del azar” (p. 109). Pero aunque el origen esté en el azar inmediatamente se establece la necesidad. “Es preciso admitir, que la secuencia 'al azar' de cada proteína está de hecho reproducida, millares o millones de veces, en cada organismo, en cada célula, en cada generación, por un mecanismo de alta fidelidad que asegura la invariancia de las estructuras” (p. 110). “Azar captado, conservado, reproducido por la maquinaria de la invariancia y así convertido en orden, regla, necesidad. De un juego totalmente ciego, todo, por definición, puede salir, incluida la misma visión” (p. 110).
Hay más, no solamente la teleonomía que se observa en la conservación o invariancia reproductiva de los seres vivos, tiene como ultima ratio explicativa el azar, sino que la misma evolución ascendente desde las especies inferiores hasta las más elevadas, también se basa en el azar. Escribe Monod: “Decimos que estas alteraciones son accidentales, que tienen lugar al azar. Y ya que constituyen la única fuente posible de modificaciones del texto genético, único depositario, a su vez de las estructuras hereditarias del organismo, se deduce necesariamente que sólo el azar está en el origen de toda novedad, de toda creación en la biosfera. E1 puro azar, el único azar, libertad absoluta, pero ciega, en la raíz misma del prodigioso edificio de la evolución: esta noción central de la biología moderna no es ya hoy en día una hipótesis, entre otras posibles o al menos concebibles. Es la sola concebible, como única compatible con los hechos de observación y de experiencia” (pp. 125-126).
Pero veamos qué es lo que Monod entiende por azar. “Se emplea esta palabra, por ejemplo, a propósito de los juegos de dados, o de la ruleta (...). Pero estos juegos mecánicos y macroscópicos no son 'de azar' más que en razón de la imposibilidad práctica de gobernar con una precisión suficiente el lanzamiento del dado o de la bola. Es evidente que un mecanismo de lanzamiento de muy alta precisión es concebible, y permitiría eliminar en gran parte la incertidumbre del resultado (...). Pero en otras situaciones, la noción de azar toma una significación esencial y no ya simplemente operacional. Es el caso, por ejemplo, de lo que se pueden llamar las 'coincidencias absolutas', es decir, las que resultan de la intersección de dos cadenas casuales totalmente independientes una de otra” (pp. 126-127). En este último sentido de “azar esencial” es como lo toma Monod en su explicación (?) de la evolución y del inicio de toda invariancia.
Pero este recurso al azar no deja de tener dificultades para el propio Monod. Ciertamente, según él: “el accidente singular, y como tal esencialmente imprevisible, va a ser mecánica y fielmente replicado y traducido, es decir, a la vez multiplicado y traspuesto a millones o a miles de millones de ejemplares. Sacado del reino del puro azar, entra en el de la necesidad, de las certidumbres más implacables” (p. 153). Pero ¿cómo explicar esto: que el azar dé lugar a la necesidad? Monod escribe: “Teniendo en cuenta las dimensiones de esta enorme lotería y la velocidad a la que actúa la naturaleza, no es ya la evolución, sino al contrario la estabilidad de las 'formas' en la biosfera lo que podría parecer difícilmente explicable sino casi paradójico” (p. 136). “La extraordinaria estabilidad de algunas especies, los miles de millones de años que cubre la evolución, la invariancia del 'plan' químico fundamental de la célula no pueden evidentemente explicarse más que por la extrema coherencia del sistema teleonómico que, en la evolución, ha jugado pues el papel a la vez de guía y de freno , y no ha retenido, amplificado , integra do más que una ínfima fracción de las posibilidades que le ofrecía, en número astronómico, la ruleta de la naturaleza” (pp. 136-137).
Pero, a pesar de esto, Monod insiste en que el azar está en la base de toda teleonomía, de toda invariancia. Por eso, como una mera aplicación de su teoría general, también echa mano del azar para explicar la aparición del hombre sobre la tierra. Esta aparición está íntimamente ligada al lenguaje. En efecto: “el lenguaje articulado, desde su aparición en el linaje humano, no ha permitido solamente la evolución de la cultura, sino ha contribuido de modo decisivo a la evolución física del hombre. Si ha sucedido así, la capacidad lingüística que se revela en el curso del desarrollo epigenético del cerebro forma parte actualmente de la 'naturaleza humana' definida en el seno del genoma en un lenguaje radicalmente diferente del código genético. ¿Milagro? Ciertamente, puesto que en última instancia se trata de un producto del azar” (p. 149).
Una vez más vemos que no escapan al propio Monod las dificultades que entraña su teoría del azar; pero la mantiene a pesar de todo, porque, según él, “esta concepción es la única compatible con los hechos” (p. 153). No obstante resultan chocantes algunos párrafos de Monod como los siguientes: “El milagro está 'explicado': nos parece aún milagro. Como escribió Mauriac: 'Lo que dice este profesor es mucho más increíble aún que lo que nosotros, pobres cristianos, creemos'” (p. 153). “Pero el mayor problema es el origen del código genético y del mecanismo de su traducción. De hecho, no es de un 'problema' de lo que debería hablarse, sino más bien de un verdadero enigma” (p. 157). “El enigma sigue, y envuelve también la respuesta a una pregunta de profundo interés. La vida ha aparecido sobre la tierra: ¿cuál era antes del acontecimiento la probabilidad de que apareciera? No queda excluida, al contrario, por la estructura actual de la biosfera, la hipótesis de que el acontecimiento decisivo no se haya producido más que una sola vez. Lo que significaría que su probabilidad a priori es casi nula” (pp. 158-159). La aparición del hombre es “otro acontecimiento único que debería, por eso mismo, prevenirnos contra todo antropocentrismo. Si fue único, como quizá lo fue la aparición de la misma vida, sus posibilidades, antes de aparecer, eran casi nulas. El Universo no estaba preñado de la vida, ni la biosfera del hombre. Nuestro número salió en el juego de Montecarlo. ¿Qué hay de extraño en que, igual que quien acaba de ganar mil millones, sintamos la rareza de nuestra condición?” (pp. 159-160).
Pero ¿no debería todo esto hacer vacilar a Monod acerca del postulado de la objetividad; es decir, de la necesidad, que es fundamental para la ciencia? No hace vacilar aquel postulado en absoluto, sino que lo mantiene a toda costa. Incluso a riesgo de anular toda ética o toda vida humana apoyada en valores. Así escribe: “Desde el momento en que se propone el postulado de la objetividad como condición necesaria de toda verdad en el conocimiento, una distinción radical, indispensable en la búsqueda de la verdad, es establecida entre el dominio de la ética y el del conocimiento. E1 conocimiento en sí mismo es excluyente de todo juicio de valor, mientras que la ética, por esencia no objetiva, está siempre excluida del campo del conocimiento” (pp. 187-188). La única ética que cabe ya es la ética del propio conocimiento “La ética del conocimiento escribe—, creadora del mundo moderno, es la única compatible con él, la única capaz, una vez comprendida y aceptada, de guiar su evolución” (p. 190). Con lo que se llega a esta conclusión desoladora: “La antigua alianza esta ya rota; el hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del Universo de donde ha emergido por azar. Igual que su destino, su deber no está escrito en ninguna parte” (p. 193). [Fuente: http://www.opuslibros.org/Index_libros/Recensiones_1/monod_has.htm]

jueves, 23 de febrero de 2012

1º de Bachillerato: Anaximandro precursor de la evolución



Anaximandro de Mileto (610 a.C. - 546 a. C.)  mantuvo que el arjé o principio de todos los seres del universo es lo ápeiron (de a: partícula privativa; y peras:, ‘límite, perímetro’), es decir, lo indeterminado, lo ilimitado, que es eterno, siempre activo y semoviente. Esta sustancia, que Anaximandro concibe como algo material, es «lo divino» que da origen a todo. De Anaximandro se conserva este texto, que es el primero de la filosofía y el primer texto en prosa de la Historia:
   "El principio (arché) de todas las cosas es lo indeterminado (ápeiron). Ahora bien, allí mismo donde hay generación para las cosas, allí se produce también la destrucción, según la necesidad; en efecto, pagan las culpas unas a otras y la reparación de la injusticia, según el orden del tiempo."
 
   ¿A qué se refiere esta «injusticia"? Puede tener dos sentidos. Primero, que toda existencia individual y todo devenir es una especie de usurpación contra el arjé, en cuanto que nacer, individuarse, es separarse de la unidad primitiva (algo parecido se encuentra en las doctrinas budistas, que ven el mal en la individualidad). Y segundo, que los seres que se separan del arjé están condenados a oponerse entre sí, a cometer injusticia unos con otros: el calor comete injusticia en verano y el frío en invierno. El devenir está animado por la unilateralidad de cada parte, expresada ante las otras como una oposición (Esta idea se volverá a ver más tarde en Heráclito).
   En Anaximandro se encuentra ya una cosmología que describe la formación del cosmos por un proceso de rotación que separa lo caliente de lo frío. El fuego ocupa la periferia del mundo y puede contemplarse por esos orificios que llamamos estrellas. La tierra, fría y húmeda, ocupa el centro. Los primeros animales surgieron del agua o del limo calentado por el sol; del agua pasaron a la tierra. Los hombres descienden de los peces, idea que es una anticipación de la teoría moderna de la evolución.
   He aquí los fragmentos en los que Anaximandro alude a esta idea:
  • (D-K 12 A 30) Aecio, V, 19, 4: "Anaximandro dice que los primeros seres vivientes nacieron en lo húmedo, rodeados por cortezas espinosas, pero al avanzar en edad, se trasladaron a lo más seco, y al romperse la corteza, vivieron, durante un poco tiempo, una vida distinta."
  • (D-K 12 A 10) Ps. Plutarco, Strom., 2: "Dice además que el hombre, originariamente, surgió de animales de otras especies, porque las demás especies se alimentan pronto por sí mismas, y sólo el hombre necesita de un largo período de crianza. Por ello, si originariamente hubiera sido como es [ahora], no hubiera podido sobrevivir."
  • (D-K 12 A 30) Censorino, 4, 7: "Anaximandro de Mileto opinaba que del agua y la tierra calientes se originaron unos peces o animales similares a peces: en éstos los hombres crecieron retenidos en su interior, como si fueran fetos, hasta la pubertad; sólo entonces se rompieron aquéllos y surgieron hombres y mujeres que ya podían alimentarse." 

lunes, 6 de febrero de 2012

2º de Bachillerato: Filosofía medieval: El nombre de la Rosa

   Umberto Eco, especialista en estética medieval (concretamente en la estética de Tomás de Aquino, con su tesis doctoral La cuestión estética en la obra de santo Tomás de Aquino, 1956) ofrece un apasionante fresco de la época medieval y de la filosofía escolástica en su famosa novela El nombre de la Rosa, que une a todo ello una intrigante trama policiaca. De todos modos, la cuidada versión cimetográfica realizada por  J. J. Annaud en 1986, que aquí podéis ver, no alcanza el nivel de la novela original, que encontraréis en el siguiente enlace, de lectura obligatoria para cualquier amante de la literatura: http://sofia605.files.wordpress.com/2007/10/eco-umberto-el-nombre-de-la-rosa.pdf


viernes, 27 de enero de 2012

1º de Bachillerato: Nietzsche y la teoría perspectivista de la verdad



Friedrich Nietzsche

Sobre verdad y mentira en sentido extramoral
 1
En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la “Historia Universal”: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza, el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer. Alguien podría inventar una fábula semejante pero, con todo, no habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán estéril y arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturaleza. Hubo eternidades en las que no existía; cuando de nuevo se acabe todo para él no habrá sucedido nada, puesto que para ese intelecto no hay ninguna misión ulterior que conduzca más allá de la vida humana. No es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo toma tan patéticamente como si en él girasen los goznes del mundo. Pero, si pudiéramos comunicarnos con la mosca, llegaríamos a saber que también ella navega por el aire poseída de ese mismo pathos, y se siente el centro volante de este mundo. Nada hay en la naturaleza, por despreciable e insignificante que sea, que, al más pequeño soplo de aquel poder del conocimiento, no se infle inmediatamente como un odre; y del mismo modo que cualquier mozo de cuerda quiere tener su admirador, el más soberbio de los hombres, el filósofo, está completamente convencido de que, desde todas partes, los ojos del universo tienen telescópicamente puesta su mirada en sus obras y pensamientos.
Es digno de nota que sea el intelecto quien así obre, él que, sin embargo, sólo ha sido añadido precisamente como un recurso de los seres más infelices, delicados y efímeros, para conservarlos un minuto en la existencia, de la cual, por el contrario, sin ese aditamento tendrían toda clase de motivos para huir tan rápidamente como el hijo de Lessing. Ese orgullo, ligado al conocimiento y a la sensación, niebla cegadora colocada sobre los ojos y los sentidos de los hombres, los hace engañarse sobre el valor de la existencia, puesto que aquél proporciona la más aduladora valoración sobre el conocimiento mismo. Su efecto más general es el engaño —pero también los efectos más particulares llevan consigo algo del mismo carácter—.
El intelecto, como medio de conservación del individuo, desarrolla sus fuerzas principales fingiendo, puesto que éste es el medio, merced al cual sobreviven los individuos débiles y poco robustos, como aquellos a quienes les ha sido negado servirse, en la lucha por la existencia, de cuernos, o de la afilada dentadura del animal de rapiña. En los hombres alcanza su punto culminante este arte de fingir; aquí el engaño, la adulación, la mentira y el fraude, la murmuración, la farsa, el vivir del brillo ajeno, el enmascaramiento, el convencionalismo encubridor, la escenificación ante los demás y ante uno mismo, en una palabra, el revoloteo incesante alrededor de la llama de la vanidad es hasta tal punto regla y ley, que apenas hay nada tan inconcebible como el hecho de que haya podido surgir entre los hombres una inclinación sincera y pura hacia la verdad. Se encuentran profundamente sumergidos en ilusiones y ensueños; su mirada se limita a deslizarse sobre la superficie de las cosas y percibe “formas”, su sensación no conduce en ningún caso a la verdad, sino que se contenta con recibir estímulos, como si jugase a tantear el dorso de las cosas. Además, durante toda una vida, el hombre se deja engañar por la noche en el sueño, sin que su sentido moral haya tratado nunca de impedirlo, mientras que parece que ha habido hombres que, a fuerza de voluntad, han conseguido eliminar los ronquidos. En realidad, ¿qué sabe el hombre de sí mismo? ¿Sería capaz de percibirse a sí mismo, aunque sólo fuese por una vez, como si estuviese tendido en una vitrina iluminada? ¿Acaso no le oculta la naturaleza la mayor parte de las cosas, incluso su propio cuerpo, de modo que, al margen de las circunvoluciones de sus intestinos, del rápido flujo de su circulación sanguínea, de las complejas vibraciones de sus fibras, quede desterrado y enredado en una conciencia soberbia e ilusa? Ella ha tirado la llave, y ¡ay de la funesta curiosidad que pudiese mirar fuera a través de una hendidura del cuarto de la conciencia y vislumbrase entonces que el hombre descansa sobre la crueldad, la codicia, la insaciabilidad, el asesinato, en la indiferencia de su ignorancia y, por así decirlo, pendiente en sus sueños del lomo de un tigre! ¿De dónde procede en el mundo entero, en esta constelación, el impulso hacia la verdad?  
En un estado natural de las cosas, el individuo, en la medida en que se quiere mantener frente a los demás individuos, utiliza el intelecto y la mayor parte de las veces solamente para fingir, pero, puesto que el hombre, tanto por la necesidad como por hastío, desea existir en sociedad y gregariamente, precisa de un tratado de paz y, de acuerdo con este, procura que, al menos, desaparezca de su mundo el más grande bellum omnium contra omnes. Este tratado de paz conlleva algo que promete ser el primer paso para la consecución de ese misterioso impulso hacia la verdad. En este mismo momento se fija lo que a partir de entonces ha de ser “verdad”, es decir, se ha inventado una designación de las cosas uniformemente válida y obligatoria, y el poder legislativo del lenguaje proporciona también las primeras leyes de verdad, pues aquí se origina por primera vez el contraste entre verdad y mentira. El mentiroso utiliza las designaciones válidas, las palabras, para hacer aparecer lo irreal como real; dice, por ejemplo, “soy rico” cuando la designación correcta para su estado sería justamente “pobre”. Abusa de las convenciones consolidadas haciendo cambios discrecionales, cuando no invirtiendo los nombres. Si hace esto de manera interesada y que además ocasione perjuicios, la sociedad no confiará ya más en él y, por este motivo, lo expulsará de su seno. Por eso los hombres no huyen tanto de ser engañados como de ser perjudicados mediante el engaño; en este estadio tampoco detestan en rigor el embuste, sino las consecuencias perniciosas, hostiles, de ciertas clases de embustes. El hombre nada más que desea la verdad en un sentido análogamente limitado: ansía las consecuencias agradables de la verdad, aquellas que mantienen la vida; es indiferente al conocimiento puro y sin consecuencias e incluso hostil frente a las verdades susceptibles de efectos perjudiciales o destructivos. Y, además, ¿qué sucede con esas convenciones del lenguaje? ¿Son quizá productos del conocimiento, del sentido de la verdad? ¿Concuerdan las designaciones y las cosas? ¿Es el lenguaje la expresión adecuada de todas las realidades?  
Solamente mediante el olvido puede el hombre alguna vez llegar a imaginarse que está en posesión de una “verdad” en el grado que se acaba de señalar. Si no se contenta con la verdad en forma de tautología, es decir, con conchas vacías, entonces trocará continuamente ilusiones por verdades. ¿Qué es una palabra? La reproducción en sonidos de un impulso nervioso. Pero inferir además a partir del impulso nervioso la existencia de una causa fuera de nosotros, es ya el resultado de un uso falso e injustificado del principio de razón. ¡Cómo podríamos decir legítimamente, si la verdad fuese lo único decisivo en la génesis del lenguaje, si el punto de vista de la certeza lo fuese también respecto a las designaciones, cómo, no obstante, podríamos decir legítimamente: la piedra es dura, como si además captásemos lo “duro” de otra manera y no solamente como una excitación completamente subjetiva! Dividimos las cosas en géneros, caracterizamos el árbol como masculino y la planta como femenino: ¡qué extrapolación tan arbitraria! ¡A qué altura volamos por encima del canon de la certeza! Hablamos de una “serpiente”: la designación cubre solamente el hecho de retorcerse; podría, por tanto, atribuírsele también al gusano. ¡Qué arbitrariedad en las delimitaciones! ¡Qué parcialidad en las preferencias, unas veces de una propiedad de una cosa, otras veces de otra! Los diferentes lenguajes, comparados unos con otros, ponen en evidencia que con las palabras jamás se llega a la verdad ni a una expresión adecuada pues, en caso contrario, no habría tantos lenguajes. La “cosa en sí” (esto sería justamente la verdad pura, sin consecuencias) es totalmente inalcanzable y no es deseable en absoluto para el creador del lenguaje. Éste se limita a designar las relaciones de las cosas con respecto a los hombres y para expresarlas apela a las metáforas más audaces. ¡En primer lugar, un impulso nervioso extrapolado en una imagen! Primera metáfora. ¡La imagen transformada de nuevo en un sonido! Segunda metáfora. Y, en cada caso, un salto total desde una esfera a otra completamente distinta. Se podría pensar en un hombre que fuese completamente sordo y jamás hubiera tenido ninguna sensación sonora ni musical; del mismo modo que un hombre de estas características se queda atónito ante las figuras acústicas de Chladni en la arena, descubre su causa en las vibraciones de la cuerda y jurará entonces que, en adelante, no se puede ignorar lo que los hombres llaman “sonido”, así nos sucede a todos nosotros con el lenguaje. Creemos saber algo de las cosas mismas cuando hablamos de árboles, colores, nieve y flores y no poseemos, sin embargo, más que metáforas de las cosas que no corresponden en absoluto a las esencias primitivas. Del mismo modo que el sonido configurado en la arena, la enigmática x de la cosa en sí se presenta en principio como impulso nervioso, después como figura, finalmente como sonido. Por tanto, en cualquier caso, el origen del lenguaje no sigue un proceso lógico, y todo el material sobre el que, y a partir del cual, trabaja y construye el hombre de la verdad, el investigador, el filósofo, procede, si no de las nubes, en ningún caso de la esencia de las cosas.
Pero pensemos especialmente en la formación de los conceptos. Toda palabra se convierte de manera inmediata en concepto en tanto que justamente no ha de servir para la experiencia singular y completamente individualizada a la que debe su origen, por ejemplo, como recuerdo, sino que debe encajar al mismo tiempo con innumerables experiencias, por así decirlo, más o menos similares, jamás idénticas estrictamente hablando; en suma, con casos puramente diferentes. Todo concepto se forma por equiparación de casos no iguales. Del mismo modo que es cierto que una hoja no es igual a otra, también es cierto que el concepto hoja se ha formado al abandonar de manera arbitraria esas diferencias individuales, al olvidar las notas distintivas, con lo cual se suscita entonces la representación, como si en la naturaleza hubiese algo separado de las hojas que fuese la “hoja”, una especie de arquetipo primigenio a partir del cual todas las hojas habrían sido tejidas, diseñadas, calibradas, coloreadas, onduladas, pintadas, pero por manos tan torpes, que ningún ejemplar resultase ser correcto y fidedigno como copia fiel del arquetipo. Decimos que un hombre es “honesto”. ¿Por qué ha obrado hoy tan honestamente?, preguntamos. Nuestra respuesta suele ser así: a causa de su honestidad. ¡La honestidad! Esto significa a su vez: la hoja es la causa de las hojas. Ciertamente no sabemos nada en absoluto de una cualidad esencial, denominada “honestidad”, pero sí de una serie numerosa de acciones individuales, por lo tanto desemejantes, que igualamos olvidando las desemejanzas, y, entonces, las denominamos acciones honestas; al final formulamos a partir de ellas una qualitas occulta con el nombre de “honestidad”.
La omisión de lo individual y de lo real nos proporciona el concepto del mismo modo que también nos proporciona la forma, mientras que la naturaleza no conoce formas ni conceptos, así como tampoco ningún tipo de géneros, sino solamente una x que es para nosotros inaccesible e indefinible. También la oposición que hacemos entre individuo y especie es antropomórfica y no procede de la esencia de las cosas, aun cuando tampoco nos aventuramos a decir que no le corresponde: en efecto, sería una afirmación dogmática y, en cuanto tal, tan demostrable como su contraria.
¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal.
No sabemos todavía de dónde procede el impulso hacia la verdad, pues hasta ahora solamente hemos prestado atención al compromiso que la sociedad establece para existir: ser veraz, es decir, utilizar las metáforas usuales; por tanto, solamente hemos prestado atención, dicho en términos morales, al compromiso de mentir de acuerdo con una convención firme, mentir borreguilmente, de acuerdo con un estilo vinculante para todos. Ciertamente, el hombre se olvida de que su situación es ésta; por tanto, miente de la manera señalada inconscientemente y en virtud de hábitos seculares —y precisamente en virtud de esta inconsciencia, precisamente en virtud de este olvido, adquiere el sentimiento de la verdad—. A partir del sentimiento de estar comprometido a designar una cosa como “roja”, otra como “fría” y una tercera como “muda”, se despierta un movimiento moral hacia la verdad; a partir del contraste del mentiroso, en quien nadie confía y a quien todo el mundo excluye, el hombre se demuestra a sí mismo lo honesto, lo fiable y lo provechoso de la verdad. En ese instante, el hombre pone sus actos como ser racional bajo el dominio de las abstracciones; ya no tolera más el ser arrastrado por las impresiones repentinas, por las intuiciones; generaliza en primer lugar todas esas impresiones en conceptos más descoloridos, más fríos, para uncirlos al carro de su vida y de su acción. Todo lo que eleva al hombre por encima del animal depende de esa capacidad de volatilizar las metáforas intuitivas en un esquema; en suma, de la capacidad de disolver una figura en un concepto. En el ámbito de esos esquemas es posible algo que jamás podría conseguirse bajo las primitivas impresiones intuitivas: construir un orden piramidal por castas y grados; instituir un mundo nuevo de leyes, privilegios, subordinaciones y delimitaciones, que ahora se contrapone al otro mundo de las primitivas impresiones intuitivas como lo más firme, lo más general, lo mejor conocido y lo más humano y, por tanto, como una instancia reguladora e imperativa. Mientras que toda metáfora intuitiva es individual y no tiene otra idéntica y, por tanto, sabe siempre ponerse a salvo de toda clasificación, el gran edificio de los conceptos ostenta la rígida regularidad de un columbarium romano e insufla en la lógica el rigor y la frialdad peculiares de la matemática. Aquel a quien envuelve el hálito de esa frialdad, se resiste a creer que también el concepto, óseo y octogonal como un dado y, como tal, versátil, no sea más que el residuo de una metáfora, y que la ilusión de la extrapolación artística de un impulso nervioso en imágenes es, si no la madre, sí sin embargo la abuela de cualquier concepto. Ahora bien, dentro de ese juego de dados de los conceptos se denomina “verdad” al uso de cada dado según su designación; contar exactamente sus puntos, formar las clasificaciones correctas y no violar en ningún caso el orden de las castas ni la sucesión jerárquica. Así como los romanos y los etruscos dividían el cielo mediante rígidas líneas matemáticas y conjuraban en ese espacio así delimitado, como en un templum, a un dios, cada pueblo tiene sobre él un cielo conceptual semejante matemáticamente repartido y en esas circunstancias entiende por mor de la verdad, que todo dios conceptual ha de buscarse solamente en su propia esfera. Cabe admirar en este caso al hombre como poderoso genio constructor, que acierta a levantar sobre cimientos inestables y, por así decirlo, sobre agua en movimiento una catedral de conceptos infinitamente compleja: ciertamente, para encontrar apoyo en tales cimientos debe tratarse de un edificio hecho como de telarañas, suficientemente liviano para ser transportado por las olas, suficientemente firme para no desintegrarse ante cualquier soplo de viento. Como genio de la arquitectura el hombre se eleva muy por encima de la abeja: ésta construye con la cera que recoge de la naturaleza; aquél, con la materia bastante más delicada de los conceptos que, desde el principio, tiene que fabricar por sí mismo. Aquí él es acreedor de admiración profunda —pero no ciertamente por su inclinación a la verdad, al conocimiento puro de las cosas—. Si alguien esconde una cosa detrás de un matorral, a continuación la busca en ese mismo sitio y, además, la encuentra, no hay mucho de qué vanagloriarse en esa búsqueda y ese descubrimiento; sin embargo, esto es lo que sucede con la búsqueda y descubrimiento de la “verdad” dentro del recinto de la razón. Si doy la definición de mamífero y a continuación, después de haber examinado un camello, declaro: “he aquí un mamífero”, no cabe duda de que con ello se ha traído a la luz una nueva verdad, pero es de valor limitado; quiero decir; es antropomórfica de cabo a rabo y no contiene un solo punto que sea “verdadero en sí”, real y universal, prescindiendo de los hombres. El que busca tales verdades en el fondo solamente busca la metamorfosis del mundo en los hombres; aspira a una comprensión del mundo en tanto que cosa humanizada y consigue, en el mejor de los casos, el sentimiento de una asimilación. Del mismo modo que el astrólogo considera a las estrellas al servicio de los hombres y en conexión con su felicidad y con su desgracia, así también un investigador tal considera que el mundo en su totalidad está ligado a los hombres; como el eco infinitamente repetido de un sonido original, el hombre; como la imagen multiplicada de un arquetipo, el hombre. Su procedimiento consiste en tomar al hombre como medida de todas las cosas; pero entonces parte del error de creer que tiene estas cosas ante sí de manera inmediata,como objetos puros. Por tanto, olvida que las metáforas intuitivas originales no son más que metáforas y las toma por las cosas mismas.
Sólo mediante el olvido de este mundo primitivo de metáforas, sólo mediante el endurecimiento y petrificación de un fogoso torrente primordial compuesto por una masa de imágenes que surgen de la capacidad originaria de la fantasía humana, sólo mediante la invencible creencia en que este sol, esta ventana, esta mesa son una verdad en sí, en resumen: gracias solamente al hecho de que el hombre se olvida de sí mismo como sujeto y, por cierto, como sujeto artísticamente creador, vive con cierta calma, seguridad y consecuencia; si pudiera salir, aunque sólo fuese un instante, fuera de los muros de esa creencia que lo tiene prisionero, se terminaría en el acto su “conciencia de sí mismo”. Le cuesta trabajo reconocer ante sí mismo que el insecto o el pájaro perciben otro mundo completamente diferente al del hombre y que la cuestión de cuál de las dos percepciones del mundo es la correcta carece totalmente de sentido, ya que para decidir sobre ello tendríamos que medir con la medida de la percepción correcta, es decir, con una medida de la que no se dispone. Pero, por lo demás, la “percepción correcta” —es decir, la expresión adecuada de un objeto en el sujeto— me parece un absurdo lleno de contradicciones, puesto que entre dos esferas absolutamente distintas, como lo son el sujeto y el objeto, no hay ninguna causalidad, ninguna exactitud, ninguna expresión, sino, a lo sumo, una conducta estética, quiero decir: un extrapolar alusivo, un traducir balbuciente a un lenguaje completamente extraño, para lo que, en todo caso, se necesita una esfera intermedia y una fuerza mediadora, libres ambas para poetizar e inventar. La palabra “fenómeno” encierra muchas seducciones, por lo que, en lo posible, procuro evitarla, puesto que no es cierto que la esencia de las cosas se manifieste en el mundo empírico. Un pintor que careciese de manos y quisiera expresar por medio del canto el cuadro que ha concebido, revelará siempre, en ese paso de una esfera a otra, mucho más sobre la esencia de las cosas que en el mundo empírico. La misma relación de un impulso nervioso con la imagen producida no es, en sí, necesaria; pero cuando la misma imagen se ha producido millones de veces y se ha transmitido hereditariamente a través de muchas generaciones de hombres, apareciendo finalmente en toda la humanidad como consecuencia cada vez del mismo motivo, acaba por llegar a tener para el hombre el mismo significado que si fuese la única imagen necesaria, como si la relación del impulso nervioso original con la imagen producida fuese una relación de causalidad estricta; del mismo modo que un sueño eternamente repetido sería percibido y juzgado como algo absolutamente real. Pero el endurecimiento y la petrificación de una metáfora no garantizan para nada en absoluto la necesidad y la legitimación exclusiva de esta metáfora.
Sin duda, todo hombre que esté familiarizado con tales consideraciones ha sentido una profunda desconfianza hacia todo idealismo de este tipo, cada vez que se ha convencido con la claridad necesaria de la consecuencia, ubicuidad e infalibilidad de las leyes de la naturaleza; y ha sacado esta conclusión: aquí, cuanto alcanzamos en las alturas del mundo telescópico y en los abismos del mundo microscópico, todo es tan seguro, tan elaborado, tan infinito, tan regular, tan exento de lagunas; la ciencia cavará eternamente con éxito en estos pozos, y todo lo que encuentre habrá de concordar entre sí y no se contradirá. Qué poco se asemeja esto a un producto de la imaginación; si lo fuese, tendría que quedar al descubierto en alguna parte de la apariencia y la irrealidad. Al contrario, cabe decir por lo pronto que, si cada uno de nosotros tuviese una percepción sensorial diferente, podríamos percibir unas veces como pájaros, otras como gusanos, otras como plantas, o si alguno de nosotros viese el mismo estímulo como rojo, otro como azul e incluso un tercero lo percibiese como un sonido, entonces nadie hablaría de tal regularidad de la naturaleza, sino que solamente se la concebiría como una creación altamente subjetiva. Entonces, ¿qué es, en suma, para nosotros una ley de la naturaleza? No nos es conocida en sí, sino solamente por sus efectos, es decir, en sus relaciones con otras leyes de la naturaleza que, a su vez, sólo nos son conocidas como sumas de relaciones. Por consiguiente, todas esas relaciones no hacen más que remitir continuamente unas a otras y nos resultan completamente incomprensibles en su esencia; en realidad sólo conocemos de ellas lo que nosotros aportamos: el tiempo, el espacio, por tanto las relaciones de sucesión y los números. Pero todo lo maravilloso, lo que precisamente nos asombra de las leyes de la naturaleza, lo que reclama nuestra explicación y lo que podría introducir en nosotros la desconfianza respecto al idealismo, reside única y exclusivamente en el rigor matemático y en la inviolabilidad de las representaciones del espacio y del tiempo. Sin embargo, esas nociones las producimos en nosotros y a partir de nosotros con la misma necesidad que la araña teje su tela; si estamos obligados a concebir todas las cosas solamente bajo esas formas, entonces no es ninguna maravilla el que, a decir verdad, sólo captemos en todas las cosas precisamente esas formas, puesto que todas ellas deben llevar consigo las leyes del número, y el número es precisamente lo más asombroso de las cosas. Toda la regularidad de las órbitas de los astros y de los procesos químicos, regularidad que tanto respeto nos infunde, coincide en el fondo con aquellas propiedades que nosotros introducimos en las cosas, de modo que, con esto, nos infundimos respeto a nosotros mismos. En efecto, de aquí resulta que esta producción artística de metáforas con la que comienza en nosotros toda percepción, supone ya esas formas y, por tanto, se realizará en ellas; sólo por la sólida persistencia de esas formas primigenias resulta posible explicar el que más tarde haya podido construirse sobre las metáforas mismas el edificio de los conceptos. Este edificio es, efectivamente, una imitación, sobre la base de las metáforas, de las relaciones de espacio, tiempo y número.  

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Como hemos visto, en la construcción de los conceptos trabaja originariamente el lenguaje; más tarde la ciencia. Así como la abeja construye las celdas y, simultáneamente, las rellena de miel, del mismo modo la ciencia trabaja inconteniblemente en ese gran columbarium de los conceptos, necrópolis de las intuiciones; construye sin cesar nuevas y más elevadas plantas, apuntala, limpia y renueva las celdas viejas y, sobre todo, se esfuerza en llenar ese colosal andamiaje que desmesuradamente ha apilado y en ordenar dentro de él todo el mundo empírico, es decir, el mundo antropomórfico. Si ya el hombre de acción ata su vida a la razón y a los conceptos para no verse arrastrado y no perderse a sí mismo, el investigador construye su choza junto a la torre de la ciencia para que pueda servirle de ayuda y encontrar él mismo protección bajo ese baluarte ya existente. De hecho necesita protección, puesto que existen fuerzas terribles que constantemente le amenazan y que oponen a la verdad científica “verdades” de un tipo completamente diferente con las más diversas etiquetas.  
Ese impulso hacia la construcción de metáforas, ese impulso fundamental del hombre del que no se puede prescindir ni un solo instante, pues si así se hiciese se prescindiría del hombre mismo, no queda en verdad sujeto y apenas si domado por el hecho de que con sus evanescentes productos, los conceptos, resulta construido un nuevo mundo regular y rígido que le sirve de fortaleza. Busca un nuevo campo para su actividad y otro cauce y lo encuentra en el mito y, sobre todo, en el arte. Confunde sin cesar las rúbricas y las celdas de los conceptos introduciendo de esta manera nuevas extrapolaciones, metáforas y metonimias; continuamente muestra el afán de configurar el mundo existente del hombre despierto, haciéndolo tan abigarradamente irregular, tan inconsecuente, tan inconexo, tan encantador y eternamente nuevo, como lo es el mundo de los sueños. En sí, ciertamente, el hombre despierto solamente adquiere conciencia de que está despierto por medio del rígido y regular tejido de los conceptos y, justamente por eso, cuando en alguna ocasión un tejido de conceptos es desgarrado de repente por el arte llega a creer que sueña. Tenía razón Pascal cuando afirmaba que, si todas las noches nos sobreviniese el mismo sueño, nos ocuparíamos tanto de él como de las cosas que vemos cada día: “Si un artesano estuviese seguro de que sueña cada noche, durante doce horas completas, que es rey, creo —dice Pascal— que sería tan dichoso como un rey que soñase todas las noches durante doce horas que es artesano”. La diurna vigilia de un pueblo míticamente excitado, como el de los antiguos griegos, es, de hecho, merced al milagro que se opera de continuo, tal y como el mito supone, más parecida al sueño que a la vigilia del pensador científicamente desilusionado. Si cada árbol puede hablar como una ninfa, o si un dios, bajo la apariencia de un toro, puede raptar doncellas, si de pronto la misma diosa Atenea puede ser vista en compañía de Pisístrato recorriendo las plazas de Atenas en un hermoso tiro —y esto el honrado ateniense lo creía—, entonces, en cada momento, como en sueños, todo es posible y la naturaleza entera revolotea alrededor del hombre como si solamente se tratase de una mascarada de los dioses, para quienes no constituiría más que una broma el engañar a los hombres bajo todas las figuras.
Pero el hombre mismo tiene una invencible inclinación a dejarse engañar y está como hechizado por la felicidad cuando el rapsoda le narra cuentos épicos como si fuesen verdades, o cuando en una obra de teatro el cómico, haciendo el papel de rey, actúa más regiamente que un rey en la realidad. El intelecto, ese maestro del fingir, se encuentra libre y relevado de su esclavitud habitual tanto tiempo como puede engañar sin causar daño, y en esos momentos celebra sus Saturnales. Jamás es tan exuberante, tan rico, tan soberbio, tan ágil y tan audaz: poseído de placer creador, arroja las metáforas sin orden alguno y remueve los mojones de las abstracciones de tal manera que, por ejemplo, designa el río como el camino en movimiento que lleva al hombre allí donde habitualmente va. Ahora ha arrojado de sí el signo de la servidumbre; mientras que antes se esforzaba con triste solicitud en mostrar el camino y las herramientas a un pobre individuo que ansía la existencia y se lanza, como un siervo, en buscar de presa y botín para su señor, ahora se ha convertido en señor y puede borrar de su semblante la expresión de indigencia. Todo lo que él hace ahora conlleva, en comparación con sus acciones anteriores, el fingimiento, lo mismo que las anteriores conllevaban la distorsión. Copia la vida del hombre, pero la toma como una cosa buena y parece darse por satisfecho con ella. Ese enorme entramado y andamiaje de los conceptos al que de por vida se aferra el hombre indigente para salvarse, es solamente un armazón para el intelecto liberado y un juguete para sus más audaces obras de arte y, cuando lo destruye, lo mezcla desordenadamente y lo vuelve a juntar irónicamente, uniendo lo más diverso y separando lo más afín, pone de manifiesto que no necesita de aquellos recursos de la indigencia y que ahora no se guía por conceptos, sino por intuiciones. No existe ningún camino regular que conduzca desde esas intuiciones a la región de los esquemas espectrales, las abstracciones; la palabra no está hecha para ellas, el hombre enmudece al verlas o habla en metáforas rigurosamente prohibidas o mediante concatenaciones conceptuales jamás oídas, para corresponder de un modo creador, aunque sólo sea mediante la destrucción y el escarnio de los antiguos límites conceptuales, a la impresión de la poderosa intuición actual.
Hay períodos en los que el hombre racional y el hombre intuitivo caminan juntos; el uno angustiado ante la intuición, el otro mofándose de la abstracción; es tan irracional el último como poco artístico el primero. Ambos ansían dominar la vida: éste sabiendo afrontar las necesidades más imperiosas mediante previsión, prudencia y regularidad; aquél sin ver, como “héroe desbordante de alegría”, esas necesidades y tomando como real solamente la vida disfrazada de apariencia y belleza. Allí donde el hombre intuitivo, como en la Grecia antigua, maneja sus armas de manera más potente y victoriosa que su adversario, puede, si las circunstancias son favorables, configurar una cultura y establecer el dominio del arte sobre la vida; ese fingir, ese rechazo de la indigencia, ese brillo de las intuiciones metafóricas y, en suma, esa inmediatez del engaño acompañan todas las manifestaciones de una vida de esa especie. Ni la casa, ni el paso, ni la indumentaria, ni la tinaja de barro descubren que ha sido la necesidad la que los ha concebido: parece como si en todos ellos hubiera de expresarse una felicidad sublime y una serenidad olímpica y, en cierto modo, un juego con la seriedad. Mientras que el hombre guiado por conceptos y abstracciones solamente conjura la desgracia mediante ellas, sin extraer de las abstracciones mismas algún tipo de felicidad; mientras que aspira a liberarse de los dolores lo más posible, el hombre intuitivo, aposentado en medio de una cultura, consigue ya, gracias a sus intuiciones, además de conjurar los males, un flujo constante de claridad, animación y liberación. Es cierto que sufre con más vehemencia cuando sufre; incluso sufre más a menudo porque no sabe aprender de la experiencia y tropieza una y otra vez en la misma piedra en la que ya ha tropezado anteriormente. Es tan irracional en el sufrimiento como en la felicidad, se desgañita y no encuentra consuelo. ¡Cuán distintamente se comporta el hombre estoico ante las mismas desgracias, instruido por la experiencia y autocontrolado a través de los conceptos! Él, que sólo busca habitualmente sinceridad, verdad, emanciparse de los engaños y protegerse de las incursiones seductoras, representa ahora, en la desgracia, como aquél, en la felicidad, la obra maestra del fingimiento; no presenta un rostro humano, palpitante y expresivo, sino una especie de máscara de facciones dignas y proporcionadas; no grita y ni siquiera altera su voz; cuando todo un nublado descarga sobre él, se envuelve en su manto y se marcha caminando lentamente bajo la tormenta.

jueves, 26 de enero de 2012

2º de Bachillerato: Descartes: Antropología y ética



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R, Descartes (Retrato de Frans Hals)


  ANTROPOLOGÍA CARTESIANA

La antropología que propone Descartes es dualista, ya que distingue en el hombre entre el alma (inmortal, porque siendo pensante es simple, indivisible, y no puede cambiar, ni perecer) y el cuerpo (una máquina compleja, construida por Dios, que se caracteriza por su extensión). Ambas partes del hombre son independientes, y no necesitan la una de la otra para existir.
La separación que establece Descartes entre estos dos aspectos del ser humano plantea el problema de la comunicación entre el alma y el cuerpo, que este filósofo resuelve a través de la glándula pineal, situada a la base del cerebro, la cual pone en contacto ambas sustancias a través de los denominados “espíritus animales” (unos corpúsculos materiales ínfimos que, circulando por el interior de los nervios y el cerebro, comunican éste con los músculos).
En base a este dualismo, Descartes construye su teoría de las pasiones del alma, que están causadas por el cuerpo, sin intervención de la voluntad, pues proceden de los movimientos del corazón, la sangre y el sistema nervioso. Las pasiones, a su juicio, son emociones del alma causadas por el cuerpo. Distingue seis emociones primitivas en el hombre, que oscilan entre lo fisiológico y lo psicológico: admiración, amor, odio, deseo, alegría y tristeza; luego, esas pasiones se combinan entre sí, produciendo otras más complejas.
Descartes señala que el hombre puede controlar sus pasiones, modificando las condiciones físicas que las producen. Si dominamos las pasiones, dominaremos el cuerpo; y esto puede hacerlo el hombre, primero, porque dispone de libre albedrío, cualidad que le hace muy superior a los animales (pues las bestias están impulsadas por pasiones que no pueden cambiar), y segundo, porque, mediante su razón puede clarificar sus ideas, para evitar equivocarse al elegir.
Un hombre dotado de una voluntad orientada por ideas claras y distintas, obtenidas mediante la aplicación de un método de razonamiento adecuado, y una serie de reglas que le ayuden a dirigir bien su espíritu, estará en condiciones de controlar mejor sus pasiones, pudiendo así elegir más racionalmente y disfrutar de un mayor grado de libertad.


Descartes, enseñando filosofía y matemáticas a la reina Cristina de Suecia


ÉTICA CARTESIANA

Una vez demostrada la existencia del mundo exterior, y analizada la composición del hombre en alma y cuerpo, ¿Cómo ha de comportarse el hombre en el mundo para vivir bien y alcanzar la felicidad? La respuesta se encuentra en la moral, que para Descartes supone el grado más alto de la sabiduría.
Antes de formular el método y descubrir la verdad, Descartes sostiene que el hombre ha de aplicar una moral provisional, que, básicamente consta de tres máximas, encaminadas a garantizar una conducta prudente y evitar problemas en la vida: 1ª) Adaptarse a las costumbres y leyes del país donde se vive; 2ª) Ser firme y resuelto en las acciones que uno resuelve emprender; y 3ª) No intentar alterar el orden del mundo, ni desear lo imposible (hacer de la necesidad virtud).
Pero esta ética, una vez hallado el Cogito y conocida la existencia de Dios, ha de ser sustituida por una auténtica ética filosófica, más sólida y mejor fundamentada, que en Descartes es una moral del buen juicio.
El centro de la ética cartesiana es la libertad del sujeto, el libre albedrío de la voluntad, que es lo que asemeja al hombre a Dios y le diferencia de los animales.
Según Descartes, el hombre es tanto más libre cuanto más fuerte es su alma, es decir, cuanto más ejerce el autodominio, controlando las pasiones del cuerpo, y encauzándolas adecuadamente, mediante su razón, hacia el bien.
Descartes cree por consiguiente, que la auténtica libertad se obtiene, no cuando uno se deja llevar por la fuerza ciega y oscura de las pasiones, sino cuando la voluntad libre es iluminada por la razón y el conocimiento de ideas claras y distintas. De este modo, la clave de la ética cartesiana es juzgar bien: quien conoce la verdad, no puede dejar de actuar correctamente; en cambio, el mal procede de las pasiones que, con sus ideas oscuras y confusas enturbian la mente del sujeto y le hacen actuar mal.
El autodominio se expresa a través de la virtud más perfecta que es la generosidad. Se trata de una virtud que garantiza la máxima felicidad y la mayor alegría para el sujeto, pues gracias a ella es consciente de que valiéndose de su razón, es capaz de dominar sus pasiones más bajas y viles (como el orgullo y el egoísmo), renunciando a aquellos bienes externos que coartan su libertad.
Asimismo, es esta virtud la que garantiza la conservación de la sociedad, porque un gobierno justo es siempre aquel en el que el gobernante se muestra más razonable, ejerciendo el poder con generosidad, legitimidad y justicia.
En el control de las pasiones ejercido por la virtud juega un papel importantísimo la glándula pineal: como es ella la que pone en contacto el alma con el cuerpo, el alma sufre cuando recibe a través de dicha glándula la influencia de las pasiones que de él proceden; pero el alma puede mostrarse también activa, dominando tales pasiones, cosa que logra transmitiendo a través de la glándula pineal las órdenes que dicta la razón a los músculos del cuerpo. Por consiguiente, para alcanzar un comportamiento éticamente virtuoso, es menester cambiar la orientación de la glándula pineal, y habituarse a que el alma (la razón) mande sobre el cuerpo (las pasiones).

Texto: Manuel Pérez Cornejo

martes, 17 de enero de 2012

1º de Bachillerato: Domental e información sobre Eugenio Trías


“En filosofía es muy importante la impronta de creación personal que uno puede imprimir a lo que quiere significar y decir”. Quien así habla es el catedrático de filosofía Eugenio Trías (Barcelona, 1942), protagonista del programa “Pienso, Luego Existo”, emitido por la 2 de TVE:
Trías, que acumula varios Doctorados Honoris Causa por varias Universidades, es una de las figuras más importantes de la filosofía actual, y en el programa, además de repasar su trayectoria personal, se profundiza en algunas de las esencias de su obra, como el concepto de límite, central en su corpus teórico.
 
EL SER COMO LÍMITE

De hecho, en el programa el editor Arash Arjomandi, nos ayuda a desentrañar ese concepto primordial de la obra filosófica de Trías: “Toda la historia de la filosofía occidental se puede resumir en la pregunta: ¿qué es el ser? Pues bien, Eugenio Trías dice ‘ese ser que siempre se ha buscado es en realidad una franja, un límite’”, para resaltar, finalmente, que “el ser, el ser mismo, el hecho de ser, es un límite que une y separa lo conocido y lo desconocido”.
Durante el programa, Trías explica que la motivación que le llevó a este concepto fue el diálogo con la ciencia y, en concreto, con la teoría de la relatividad de Einstein. Pero no solo desentraña su concepto de límite: también explica por qué cree necesario volver a pensar “como necesidad” el ámbito de relación con lo sagrado, algo que, reconoce, ha dado un giro importante a su obra.
Todo ello lleva a que su amigo el también filósofo Rafael Argullol lo defina como un hombre “muy estimulante intelectualmente”, al tiempo que “muy divertido”. Y apunta como hecho a destacar que es el único filósofo español que en la mitad del siglo XX ha querido realizar “una arquitectura personal”.

AMOR POR LA MÚSICA

El director de orquesta Xavier Güell, amigo del filósofo, también interviene en el programa para explicar la importancia de los dos últimos publicados por el pensador, el díptico formado por “El canto de las sirenas” y “La imaginación sonora”, un amplio y profundo estudio en clave filosófica de la obra de los grandes compositores de la música clásica y contemporánea. Una amistad que nació, precisamente, por el “amor compartido y absolutamente verdad y bestial con la música”.
A él le gustaría escribir, según confiesa en el programa, un libro sobre cine, analizando los creadores con los que se encuentra más en sintonía: Fritz Lang, Hitchcock, Kubrick, Mankiewicz, Orson Welles, Coppola, David Lynch, … etcétera.
Trías subraya también que mantiene la línea de la Ilustración de tener sentido crítico, y regala al espectador algunas sentencias como que “las contradicciones o nos matan o son el signo máximo de la vitalidad” o que “la muerte es un enigma; sin solución además, no hay solución posible”.
Y, desde luego, nos deja su concepto de filosofía, un concepto que pasa por dar un sentido a aquellos enigmas de la vida que más nos aturden, o nos llenan de asombro y de consternación, que hace interrogar algo que no es ajeno. Y es que, para el filósofo catalán, “nada inhumano nos es ajeno, nos es cercano, nos es próximo, y está en las mismas raíces de corazón y cerebro de las que todos participamos. Con lo cual no quiere decir que tenga uno que aceptar de manera resignado aquello que justamente debe producirle indignación”.
Para ampliar información, puede consultarse el sitio Web sobre Eugenio Trías: http://eugeniotrias.com/, y sobre la relación entre los simbolos y la muerte en el pensamiento de Trías: http://www.bib.uia.mx/tesis/pdf/014934/014934_03.pdf